sábado, 2 de octubre de 2010

Voy a enviarte un ángel por delante que te cuide en el camino

Ex. 23, 20-23;
Sal. 90; Mt.
18, 1-5.10

‘Voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado. Respétalo y obedécelo…’ Así le decía el Señor al pueblo de Israel en el comienzo de su camino por el desierto rumbo a la tierra prometida.
La liturgia nos ofrece este texto de la Escritura en esta fiesta de los Santos Ángeles Custodios que hoy estamos celebrando. Hermoso y significativo texto que nos ayuda a comprender ese misterio de los ángeles de Dios que están junto a nosotros, porque así lo ha querido Dios, y nos protegen y nos ayudan, nos guardan en nuestros caminos como el ángel del Señor que cuidaba de su pueblo a través del desierto, y nos ayudan a sentir la presencia del Señor y de su gracia en medio de los avatares de la vida.
‘Vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía’, pedíamos en la oración de esta fiesta. Pero aún más diremos en las otras oraciones de la misa del día porque pedimos que ‘nos conceda que su continua protección nos libre de los peligros presentes y nos lleve a la vida eterna’. No es sólo ahora mientras caminamos los caminos de esta vida, sino que nuestra meta está en la vida eterna que queremos alcanzar con la protección de los santos ángeles. Por eso, quienes hemos sido alimentados con los sacramentos de la gracia, pedimos ser dirigidos ‘bajo la tutela de los ángeles por los caminos de la salvación y de la paz’.
La liturgia nos ayuda a comprender este misterio de gracia. La liturgia expresa y celebra la fe que tenemos, por eso nos sirve de gran ayuda para penetrar profundamente en ese misterio de gracia. Esto es realmente este misterio de fe que son los ángeles. Vivimos tan embrutecidos algunas veces absorbidos por las realidades temporales y materiales que nos cuesta entender todo lo espiritual. Queremos darnos explicaciones y hasta queremos desprendernos de todo ese halo en cierto modo misterioso por su grandeza que tienen las cosas de Dios. Pero las cosas de Dios no son a nuestra manera sino según el querer de Dios. Y esa es una realidad, misteriosa y espiritual, pero ahí está expresando toda la gloria de Dios al tiempo que nos ayuda a que nosotros también cantemos la gloria del Señor.
Sí, nosotros hemos de cantar la gloria del Señor. Y eso es un misterio grande e inmenso que algunas veces no sabemos cómo expresar. Unámonos a los ángeles que están para siempre ante el Señor, en su presencia y contemplando su rostro, ese rostro misterioso de Dios que a nosotros nos cuesta ver y comprender y que en el fondo tanto deseamos. Que en los ángeles veamos nosotros esta gloria de Dios, esa inmensidad de Dios, ese misterio de Dios. En la Biblia, en el Antiguo Testamento, encontramos muchas veces que para hablarnos de la presencia de Dios junto a los hombres, junto a Abrahán, junto a Moisés, el texto sagrado nos habla del ángel del Señor.
‘Ángeles del Señor, bendecid al Señor’ nos repite la Biblia en muchas ocasiones y nos lo repite la liturgia. Con los ángeles y con los coros celestiales queremos nosotros bendecir también al Señor, cantar la gloria del Señor tres veces santo. Que los santos ángeles nos ayuden y nos protejan, es la misión de los ángeles custodios como hoy los llamamos y los celebramos, para que nos veamos libres de todo peligro, para que nunca perdamos la gracia del Señor; y si de ellos decimos que son santos porque están llenos de la santidad de Dios, ellos todos puros y limpios de pecado, nos ayuden a nosotros a que alcancemos también esa santidad.

viernes, 1 de octubre de 2010

¡Ay de ti Corozaín, ay de ti Betsaida…!

Job. 38, 1.12-21; 39, 33-35;
Sal. 138;
Lc. 10, 13-16

El orgullo de que somos cristianos viejos, cristianos de siempre queda bien herido con las palabras de Jesús a Corozaín, Betsaida y Cafarnaún.
Eran pueblos y ciudades del entorno del lago de Tiberíades, de la zona geográfica, podemos decir, donde Jesús de manera especial realizó su actividad pública. El evangelio nos repite varias veces que Jesús recorría los pueblos y ciudades de Galilea. Allí predicaba anunciando el Reino de Dios, allí realizó la mayoría de los milagros que nos narran los evangelios. Pero, ¿cuál era la respuesta?
Hoy les dice Jesús que ‘si en Tiro y Sidón se hubieran hecho los milagros que vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en ceniza’. Tiro y Sidón eran ciudades cananeas, ciudades paganas más al norte del territorio de Palestina. Por allá llegó Jesús cuando la curación de la hija de la Cananea y a Cesarea de Filipos que quedaba ya en el límite cuando la confesión de fe de Pedro. Recordamos también la respuesta de Jesús a la petición de la cananea que ‘el pan de los hijos no se da a los perros’, en referencia a que había venido a anunciar la salvación directamente en Israel.
Nos sucede tantas veces que porque somos religiosos, porque vivimos una cierta práctica de vida cristiana, porque escuchamos con frecuencia – en nuestro caso todos los días – la Palabra de Dios, ya nos creemos convertidos lo suficiente y nos parece que ya no necesitamos hacer nada más. Vivimos a la sombra del campanario de nuestra Iglesia y ya con eso pensamos que estamos salvados. Le sucede a mucha gente en nuestros pueblos que viven en la cercanía de la Iglesia, o que se hacen muy presentes en la fiesta del santo del pueblo, y ya piensan que con eso está todo hecho.
Es que siempre hemos de estar abiertos a la Palabra de Dios. No nos podemos hacer oídos sordos, porque pensamos que ya nos la sabemos o la conocemos. Es un peligro de rutina en el que podemos fácilmente caer. Pero ser cristiano es una vida y una vida siempre está en crecimiento; cuando no crece se muerte. Por eso en la respuesta que le damos al Señor con nuestra vida cristiana, con nuestro seguimiento del Evangelio no podemos pensar que ya lo tenemos todo hecho. Siempre tiene que haber en nuestra vida un espíritu de superación y unos deseos de crecimiento.
Espíritu de superación porque siempre podemos ser mejores, porque siempre habrá cosas que purificar en nuestro corazón, porque siempre podemos crecer en la virtud. Deseos de crecimiento decimos, porque además es cuestión de respuesta de amor. Y el amor nunca se agota, ni se queda estabilizado. El amor tiene que crecer más y más nuestro amor al Señor, como respuesta a ese amor inmenso que El nos tiene, siempre tiene que estar en crecimiento.
No nos valen orgullos de cosas pasadas, de todo lo que hice, de la fe que siempre he tenido, sino que cada día tengo que dar mi respuesta, cada día tiene que crecer mi amor, cada día tiene que ser mayor mi entrega y mi compromiso, cada día tienen que resplandecer más mis virtudes, cada día tiene que ser más grande mi santidad.
‘¡Ay de ti Corozaín, ay de ti Betsaida…! y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo?’ Que no oigamos la queja del Señor porque no le demos esa respuesta de amor cada día más creciente y más fructífera.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Yo sé que el Señor vive

Job, 19, 21-27;
Sal. 26;
Lc. 10, 1-12

‘Yo sé que está vivo mi Salvador y que al final se alzará sobre el polvo…’ Aquí expresa Job toda su fe y confianza en el Señor. Tan cierto está que quiere que ‘se escribieran sus palabras, ojalá se grabaran en cobre; con cincel de hierro y en plomo se escribieran para siempre en la roca’.
La experiencia del dolor y del sufrimiento ha sido dura para Job. Tanto ha sido su sufrimiento que deseó no haber nacido, como hemos escuchado en días pasados. ‘¿Por qué al salir del vientre no morí, o perecí al salir de las entrañas?’
Sus amigos han venido a consolarlo; unas veces en silencio – siete días estuvieron en silencio sin pronunciar palabra -, otras veces al compartir su dolor ofreciéndole el consuelo de sus palabras con sus propios razonamientos para darle ánimos, que se convertían en palabras bonitas o vacías que a él de nada le sirvieron.
Pero su fe y su esperanza en el Señor es firme, aunque le cueste comprender. Muchas veces sentirá el peso de su dolor como un castigo – ‘sé muy bien que es así, dice, que el hombre no es justo ante Dios’ – y se siente pequeño ante la inmensidad de Dios al recordar todas las maravillas de la creación. Se fía, sin embargo, de Dios, en quien pone toda su esperanza, en el Dios que espera ver un día cara a cara. ‘Ya sin carne veré a Dios; yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo verán. ¡Desfallezco de ansias en mi pecho!’
Por eso podíamos repetir nosotros en el salmo, como una respuesta hecha oración a la Palabra que vamos escuchando: ‘Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida’, porque en verdad buscamos siempre el rostro del Señor y con humildad a El nos acercamos y en El ponemos toda nuestra confianza.
Se nos cuestiona por un lado toda nuestra fe al vernos sumergidos en el dolor. Buscamos respuestas, buscamos fuerza, nos sentimos débiles, acudimos al Señor y al final nuestra fe tiene que salir más fortalecida.
Pero se nos cuestiona también la forma en que vamos a los demás para acompañarles en su dolor o sufrimiento. No siempre encontramos la forma más acertada. Muchas veces tenemos el peligro de abundarnos en palabras y consuelos, que no llegan profundamente a la persona. Tendríamos muchas veces que aprender a acompañar en silencio, estando al lado del que sufre y haciendo nuestro su dolor.
No nos valen recetas aprendidas de memoria, sino que lo que nos vale es el amor. No podemos añadir más sombras con nuestros razonamientos o nuestras limitadas experiencias sino que tenemos que procurar despertar la luz de la esperanza. Hacer silencio de mis pensamientos o ideas preconcebidas para poder escuchar en lo hondo de nosotros mismos lo que el Señor quiere manifestarnos quizá a través del dolor de esos que sufren a nuestro lado.
Hoy en el evangelio hemos escuchado el envío de Jesús a los setenta y dos discípulos a anunciar el Reino de Dios. Escuchemos las recomendaciones de Jesús y lo que Jesús les enseña a decir y a hacer.
‘Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa…’ El primer anuncio la paz de Dios. Luego sigue diciéndonos Jesús: ‘Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya y decid: está cerca de vosotros el Reino de Dios’. Compartir haciéndonos uno con aquellos a los que vamos a ver o a anunciar el Evangelio; dar las señales del amor con la compasión y la misericordia; entonces en verdad hacemos presente el Reino de Dios. cuántas lecciones y consecuencias podemos sacar de todo esto para nuestro actuar.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Si me preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel


Apoc. 12, 7-12;
Sal. 137;
Jn. 1, 47-51

‘Te doy gracias de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti’, decimos en los salmos para alabar y bendecir al Señor. Queremos alabarle, bendecirle y darle gracias. Nos unimos a los coros de los ejércitos celestiales. Así lo expresamos en distintos momentos en la liturgia. Así queremos celebrarlo hoy en la fiesta de los tres santos Arcángeles, san Miguel, san Gabriel y san Rafael.
Pero podríamos comenzar preguntándonos qué son y quienes son los ángeles. San Agustín dice al respecto: ‘El nombre del ángel significa su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si me preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel’.
Son espíritu, espíritus puros, que contemplan constantemente el rostro de Dios, como nos dice Jesús que ‘sus ángeles están contemplando constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos’. Y, como decimos en el prefacio, ‘el honor que les tributamos manifiestan tu gloria – la gloria del Señor – y la veneración que merecen es signo de tu inmensidad y excelencia sobre todas tus criaturas’. Cantan la gloria de Dios, pero nos manifiestan también la gloria de Dios.
Con todo su ser son servidores y mensajeros de Dios; ‘poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su palabra’, que nos enseña también otro de los salmos. Es lo que nos expresaba san Agustín al hablarnos del oficio de los ángeles, de lo que hacen. Es lo que expresamos en los santos arcángeles que hoy celebramos.
Mensajeros de Dios, acompañantes en el camino de nuestra vida y fortaleza con la gracia del Señor en nuestra lucha contra el mal, contra el pecado. Gabriel, el ángel que vino de parte de Dios a anunciarle a María su divina maternidad, todo el misterio de Dios que en ella se encarnaba, toda la obra de la salvación y redención para nosotros que se realizaría en el Hijo de María que era al mismo tiempo el Hijo de Dios.
Rafael, acompañando al joven Tobías, inspirando todo lo bueno que había de realizar y siendo además como cauce y camino de la medicina que abriría los ojos al anciano Tobías; compañero de nuestro camino como ángel guardián que nos protege del mal y nos ayuda a encontrar la verdadera salud, la verdadera salvación.
Miguel, el ángel poderoso vencedor en la lucha contra el ángel que se convirtió en ángel infernal arrojándolo al abismo del infierno; ángel poderoso a nuestro lado que nos recuerda y nos trae la gracia y la fortaleza del Señor en nuestra lucha contra el pecado.
En la oración pedíamos ‘que nuestra vida esté siempre protegida en la tierra por aquellos que te asisten continuamente en el cielo’. Es el ángel del Señor el que toma de nuestras manos y de nuestro corazón nuestra ofrenda y nuestra oración para presentarla ante el Padre en el cielo. ‘Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel…’ que se dice en la primera plegaria eucarística, el canon romano. Ofrecemos, pues, el sacrificio de alabanza que pedimos al Señor que ‘lo reciba con la intercesión de los ángeles y nos sirva para nuestra salvación’.
Que así pues un día, habiendo sido conducidos y guiados en la tierra por la protección de los ángeles, podamos también ‘contemplar la luz del rostro de Dios… y merezcamos con María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas…’
Es lo que hoy queremos celebrar; es la bendición y alabanza que queremos cantar al Señor unidos a los ángeles y a los santos.

martes, 28 de septiembre de 2010

Un camino siempre de amor que nos llevará a la vida

Job 3, 1-3.11-17.20-23;
Sal. 87;
Lc. 9, 51-56

Una vez más en el evangelio vemos a Jesús de camino, y de camino a Jerusalén. La imagen de ir en camino es una constante en el evangelio, lo que es también una buena referencia para lo que es nuestra vida. ‘Se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, nos dice el evangelista, y Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén’. Allí sería su pasión, su entrega, su muerte. Allí se manifestaría su amor.
Atravesaban Samaria y al pedir alojamiento en uno de aquellos pueblos fueron rechazados. La pasión no fue sólo en Jerusalén. Eran rechazados por la tradicional enemistad entre judíos y samaritanos; eran rechazados porque eran peregrinos que iban a Jerusalén. Pero la pasión de Jesús que se iniciaba ya no estaba sólo en el rechazo de aquellos samaritanos. ¿No le dolería a Jesús la actitud en cierto modo vengativa de sus propios discípulos que pedían que bajara fuego del cielo contra aquellos que no les aceptaban? Todo lo que Jesús les venía enseñando de esas actitudes nuevas que habían de tener lo que creyeran en El se estaba desvaneciendo.
Jesús les regañó. ‘No sabéis de qué espíritu sois’. No había venido Jesús a condenar ni a buscar la muerte de nadie. El es la manifestación más hermosa del Dios que tanto nos ama y que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Jesús es el Buen Pastor que busca a la oveja descarriada, ¿cómo iba a querer que bajara fuego del cielo para abrasar a aquellos samaritanos porque no le aceptaban? Si la primera incomprensión estaba en sus propios discípulos que no acababan de entenderle y tener esas actitudes nuevas que El nos enseña.
Cuánto nos cuesta seguir el camino de Jesús. Cuánto nos cuesta cambiar las actitudes profundas de nuestro corazón. Ha sucedido desgraciadamente en todos los tiempos porque cuantas veces se ha querido imponer la fe y el estilo de vida de Jesús. cuántas guerras de religión a través de la historia. Pero nada hacemos con lamentarnos de lo que haya sucedido en la historia, sino que lo que tenemos que hacer es aprender la lección y cuán respetuosos tenemos que ser con aquellos que quizá no nos entienden o nos pueden hacer frente.
El testimonio que tenemos que dar de nuestra fe y del amor de Dios no pasa por imposiciones ni violencias, sino que tiene que pasar por una vida llena de amor. Nuestra paciencia y nuestra mansedumbre tiene que ser como el almíbar que endulce nuestra vida y haga atrayente el evangelio de Jesús para los demás. Nos enseña Jesús a amar en todo momento y a todos; nos enseña a perdonar hasta setenta veces siete y hasta a poner la otra mejilla cuando nos abofetean o nos hacen daño; nos enseña, en una palabra, a ir siempre sembrando amor.
Somos demasiadas veces en la vida como aquellos hijos del trueno, los Boanerges, como Jesús los llamaba porque nos dejamos llevar por impulsos violentos o exigentes. No otra cosa tenemos que hacer sino lo que Jesús fue haciendo delante de nosotros. Por eso nos dirá que aprendamos de El que es manso y humilde de corazón. De Jesús tenemos que aprender, de su vida tenemos que empaparnos. Es en el estilo de su amor cómo tenemos que vivir.
Ese es el camino de Jesús y ese es el camino que nosotros hemos de seguir. Nos llevará a la pasión, pero es que nos está llevando al amor, y en consecuencia nos está llevando a la vida. Como Cristo que dio la vida y nos dio vida, como Cristo que se entregó pero al que contemplamos resucitado.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Job, hombre justo y honrado que teme a Dios y se aparta del mal


Job, 1, 6-22;
Sal. 16;
Lc. 9, 46-50

Como una alegoría o una gran parábola comenzamos a leer el libro de Job, ‘hombre justo y honrado, que teme a Dios y se aparta del mal’. Así nos describe el autor sagrado a este personaje del Antiguo Testamento de cuya historia podemos sacar hermosas lecciones para nuestra vida.
¿Seremos fieles a Dios solamente en los momentos de dicha y bienestar y las cosas nos marchan bien o seremos capaces de mantener esa fidelidad también en los momentos difíciles, en la desgracia o cuando nos apremie el sufrimiento, la enfermedad o la muerte? Podíamos decir que es el interrogante que ya desde un principio se nos plantea. ¿Seremos capaces en la prueba y en la tentación de mantener esa fidelidad?
Con unas imágenes muy antropomórficas (a la manera de unos diálogos entre humanos) nos presenta ese diálogo de Dios y Satanás que dará pie a todo lo que luego va a suceder. Dios se regocija de la bondad y honradez de Job, pero el diablo le dice que eso es porque Job ha sido bendecido con toda clase de bienes. Si pasa por la prueba de que se le arrebaten todas esas cosas ¿seguirá siendo fiel?
Dios permite la tentación y que Job se vea desposeído de todo: ganados, posesiones, incluso sus hijos van a perecer y Job se verá sin nada. El autor sagrado en breves pinceladas describe cómo todo se le arrebata por ladrones, o por catástrofes naturales. ¿Cuál será su reacción de Job?
‘Entonces Job se levantó, se rasgó el manto – era la señal de dolor y de duelo -, se rapó la cabeza, se echó por tierra y dijo: Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor’. Y comenta el autor sagrado: ‘A pesar de todo, Job no protestó contra Dios’. Más que protestas lo que vemos son bendiciones. ‘Bendito sea el nombre del Señor’.
A través de todo el texto se irán sucediendo las explicaciones humanas que los hombres nos hacemos de lo que nos sucede o del por qué de las desgracias. Como escucharemos tres amigos vendrán a consolar a Job en su infortunio y en un hermoso diálogo se sucederán esas explicaciones, manteniéndose siempre la fidelidad de Job, pero escuchando también el auténtico mensaje del cielo para comprender todo ese misterio del mal.
Ya lo iremos escuchando y haciendo algún comentario. Hoy nos queda el contemplar este primer momento y esta primera reacción del paciente Job que le lleva por encima de todo a bendecir al Señor. En la vida nos suceden también males, nos aparece la desgracia o se nos echa encima, por decirlo de alguna manera, el dolor y el sufrimiento. Quizá el vernos debilitados por los años y los achaques de la enfermedad nos pudiera hacer pensar muchas veces en lo que era nuestra vida y lo que ahora podemos ser en nuestra debilidad. Cuántas explicaciones queremos darnos muchas veces.
Puede surgir también en nuestro interior la desesperación, la impotencia, la angustia, el agobio al sentirnos débiles, al tener que afrontar problemas y sufrimientos. ¿Cuál es nuestra reacción? ¿Por qué a mí? Decimos muchas veces y pensamos en castigos o en sentirnos culpables de alguna manera. No vamos a intentar buscar razonamientos o respuestas fáciles.
Con la misma fe y esperanza que nos manifiesta Job cuando llega a bendecir a Dios en medio de su desgracia, y teniendo nosotros muchas más motivaciones cuando contemplamos a Jesús, el Justo y el Inocente, cargando con su cruz y nuestra cruz en su pasión, vamos a pedir que el Espíritu del Señor nos ilumine; que la Palabra del Señor que iremos escuchando vaya ayudándonos a descubrir el sentido de todo y su valor; que nos llenemos en el fondo de corazón siempre de paz y con serenidad afrontemos esos momentos difíciles que podamos pasar en la vida.
Que también como el salmista podamos llegar nosotros a decir: ‘aunque me pruebes a fuego, no encontrarás malicia en mí’. Seguro que en Jesús vamos a encontrar esa luz que necesitamos y esa fortaleza para nuestra vida.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Un hombre rico que se vestía de púrpura… ¿dónde está nuestra solidaridad?


Amós, 6,1.4-7;
Añadir imagenSal. 145;
1Tim. 6, 11-16;
Lc. 16, 19-31



Al terminar de escuchar la parábola quizá una reacción espontánea que nos pudiera surgir sería decir ‘bien merecido se lo tenía…’ No había sido compasivo y misericordioso con el pobre mendigo que tenía a su puerta, bien le viene, podemos pensar, lo que le está pasando al rico epulón.
Pero ya sabemos, cuando escuchamos la Palabra de Dios no es para que hagamos juicios condenatorios contra los demás, aunque siempre haya que condenar el mal, sino para que nos miremos a nosotros mismos y tratemos de descubrir qué es lo que el Señor quiere decirnos de forma concreta a nosotros.
No sé si éste será el camino más correcto de interpretación de la parábola, pero pensemos en lo que nos sucede a nosotros mismos muchas veces. Cuando vemos una casa lujosa, una bonita mansión, nos puede suceder que surja una como cierta envidia en nosotros y un deseo desde nuestro interior de poder vivir allí, de disponer de esas comodidades y lujos, de apetecer una vida sibarita y de confort.
Es, digo, una posible tentación y no digo que a todos suceda igual. Pero sí podemos preguntarnos cuál es el estilo de vida con el que soñamos, y qué es lo que apetecemos y deseamos. Y cuando vemos el derroche de muchos, en esta sociedad de bienestar y consumismo en el que vivimos, ¿no nos preguntamos si es necesario todo eso para ser verdaderamente felices? Es cierto que no vamos a vivir en una cueva y en medio de miserias y todos merecemos una vida digna, pero la pregunta estaría que es lo que verdaderamente necesitamos para esa vida digna.
No quiero aparecer demasiado radical pero son en el fondo preguntas que me hago a mi mismo en nombre del evangelio. La descripción que nos hace Jesús en la parábola del ‘hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día mientras el mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico’, refleja también los grandes abismos que sigue habiendo en nuestra sociedad y en nuestro mundo entre pobres y ricos, entre primeros y terceros y cuartos mundos, como ahora se les llama. Tantos abismos que de una forma o de otra muchas veces ponemos entre nosotros cuando nuestras relaciones humanas no están llenas de verdadero amor.
Abraham le dice al rico que está en el infierno que entre ellos ‘se abre un abismo inmenso que no pueden cruzar, aunque quieran’ es el reflejo duro de los abismos que nos creamos los hombres entre unos y otros, entre pobrezas y riquezas, entre derroches y despilfarros y miserias y muerte de hambre por otro lado a un lado y otro de nuestro mundo.
Es toque de atención, es llamada a nuestro corazón, es una invitación a una búsqueda de caminos de solidaridad verdadera y de justicia en las relaciones entre los hombres y los pueblos.
Es toque y llamada de atención para que analicemos el valor que le damos nosotros a las cosas y para despertarnos de un mundo egoísta que se convierte en injusto cuando acaparamos sólo para nosotros mismos y no somos capaces de abrir los ojos para ver la necesidad de los demás y movernos desde lo hondo de nuestro corazón a un compartir generoso y, repito, en justicia con los hombres que son mis hermanos.
Ese toque y esa llamada de atención que puede convertirse la parábola para nosotros es una invitación a la conversión. En la parábola aquel hombre desde el abismo de su infierno le pedía a Abrahán que enviara a Lázaro a casa de sus hermanos para que no vivieran de la misma manera que vivía él. ‘Te ruego que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan ellos a este lugar de tormento’. Ya escuchamos lo que les dice Abrahán: ‘Tienen a Moisés y los profetas; que los escuchen… porque si no escuchan ni a Moisés ni a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’.
Un milagro para creer, un muerto que resucita o que se aparece... buscamos también nosotros muchas veces milagros para convencernos de lo que tenemos que hacer. Tenemos el milagro de la Palabra de Dios que cada día podemos escuchar y es la que tiene que mover nuestro corazón. Con sinceridad tenemos que escucharla. Con fe tenemos que abrir nuestro corazón a la Palabra que el Señor quiere dirigirnos. Cuánto más cuando tenemos toda la experiencia de Jesús muerto y resucitado por nosotros para manifestarnos todo el amor que Dios nos tiene.
Es ese amor de Dios el que tiene que movernos. Es en ese amor de Dios donde tenemos que aprender esos caminos de solidaridad y de amor. Es en ese amor de Dios donde tenemos que dejar que nuestro corazón se transforme. Porque no podemos unir ese amor de Dios con el culto que le queremos dar y una vida de derroche y de injusticia, en la que falte además la compasión y la solidaridad. Es lo que denuncia el profeta Amós en la primera lectura. ‘Se fían de Sión y confían en el monte de Samaria – dos lugares de culto a Dios para los israelitas -, y os acostáis sobre lechos de marfil, arrellenados en divanes… bebéis vino en copas, os ungís con perfumes y no os doléis del desastre de José…’ Lo mismo que el rico de la parábola.
La carta de Pablo a Timoteo nos da pautas de por donde ha de ir nuestra vida. ‘Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza… combate el buen combate de la fe… conquista la vida eterna a la que fuiste llamado…’ Justicia, piedad, fe, amor, paciencia, delicadeza… virtudes que hemos de cultivar en nuestra vida, que manifiestan esa conversión, ese cambio, que estamos realizando; pero virtudes que queremos vivir también con la esperanza que da trascendencia grande a todo lo bueno que hacemos. ‘Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado… guarda los mandamientos sin mancha ni reproche, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo… Rey de reyes y Señor de los señores…’
En la oración habíamos pedido que ‘derramara incesantemente sobre nosotros su gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo’. Y en la oración final vamos a pedir que con la fuerza de la Eucaristía que estamos celebrando y de la que nos alimentamos ‘participemos de la herencia gloriosa de Jesucristo, cuya muerte hemos anunciado y compartido’. Que por nuestra compasión, nuestra solidaridad, el amor que tengamos a los demás merezcamos ser llamados en el día final a participar del Reino eterno que Dios nos tiene preparado.