sábado, 18 de septiembre de 2010

Dichosos los que escuchan la Palabra y dan fruto perseverando

1Cor. 15, 35-37.42-49;
Sal. 55;
Lc. 8, 4-15

Dichosos los que con un corazón noble y generoso escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto perseverando’. Ojalá nosotros tengamos esa dicha, merezcamos esa bienaventuranza del Señor porque así demos fruto de la Palabra plantada en nuestra vida, y nuestro fruto sea abundante.
La Palabra hoy proclamada con esta hermosa parábola que nos propone Jesús hace constatación de una realidad, pero al mismo tiempo es como un revulsivo a nuestro corazón para que aprendamos a acogerla y plantarla de verdad en nuestra vida. Una realidad porque no toda la semilla plantada da el mismo fruto. Pero es como un aguijonazo a nuestra vida para despertarnos y demos la mejor respuesta.
‘Mucha gente seguía a Jesús y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo’, dice el evangelista. Y esto motivará a Jesús para esta parábola. ¿Eran todos ya discípulos? Eran muchos los que iban tras Jesús, escuchaban sus palabras, pedían o eran testigos de sus milagros, pero al final no eran todos discípulos de la misma manera. Para muchos aquello sería algo ocasional y luego volverían a sus vidas, sus trabajos, sus familias y todo quedaba en el recuerdo o quizá se olvidaba.
Por eso la parábola de Jesús. No es necesario que la repitamos porque todos la conocemos bien, aunque no estaría mal que la supiéramos escuchar una y otra vez en lo hondo del corazón. Siempre descubriremos una luz nueva; siempre el Señor tiene un mensaje para nosotros; siempre el Señor tiene algo que decirnos si abrimos los oídos del corazón.
Sigue sucediendo. Cuántos acuden a nuestras iglesias ocasionalmente por un motivo u otro. Cuántos escuchan la Palabra proclamada y predicada. Cuántos con ocasión de una fiesta, de una tradición o por unas devociones de religiosidad básica y popular tienen oportunidad de escuchar la Palabra de Señor. Pero la respuesta no es en todos la misma. Las preocupaciones, los trabajos, los agobios de la vida, las costumbres enraizadas y no siempre debidamente purificadas harán que la vida siga sus cauces y aquella Palabra quede como escondida allá en el interior de la persona o quizá pronto se olvide. Ojalá algún día retoñe en nuestro corazón y puede reverdecer como una planta llena de vida.
Por eso decía es una realidad de lo que es la vida, de lo que nos sucede, pero para nosotros es, tiene que ser ese revulsivo, ese aguijonazo que nos despierte y nos interrogue por dentro. ¿No sentiremos deseos de esos dichosos que escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto perseverante?
Eso de la perseverancia es muchas veces una cuestión pendiente en nuestra vida. Cuántas cosas nos proponemos, cuántos buenos propósitos nos hacemos, pero qué pronto los olvidamos. Esa tierra dura de nuestro corazón, esos apegos o esos afanes que nos roban toda nuestra vida, esas rutinas que nos insensibilizan, esas cosas que nos distraen de lo principal y nos hacen ir como dispersos por la vida sin centrarnos en nada. Son tantas las tentaciones del enemigo malo que quiere arrancarnos esa buena semilla de la Palabra de Dios en nuestro corazón, a las que estamos sometidos.
Que el Espíritu del Señor venga sobre nosotros y nos abra el entendimiento y el corazón; que el Espíritu del Señor nos ilumine con su luz; que el Espíritu nos dé su fortaleza para la perseverancia que nos lleve a dar buenos frutos; que el Espíritu del Señor nos riegue con su gracia.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Al despertar me saciaré de tu semblante

1Cor. 15, 12-20;
Sal. 16;
Lc. 8, 1-3

‘Al despertar me saciaré de tu semblante’, hemos dicho en el salmo responsorial. Hermosa expresión de esperanza en la vida eterna y en la resurrección. Si la muerte es como un sueño, al despertar de ese sueño nos vamos a encontrar con la vida verdadera, nos vamos a encontrar con Dios, vamos a saciarnos de esa visión de Dios.
Como nos dice san Juan en sus cartas ‘ahora ya somos hijos de Dios pero no se manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. Es hermoso. Es reconfortante. Nos llena de esperanza. Vamos por esa vida luchando por superarnos y mantenernos fieles. Clamamos al Señor para sentir su ayuda y su fuerza. ‘Escucha mi apelación… presta oído a mi súplica… muestra las maravillas de tu misericordia…’ como hemos ido diciendo en el salmo. Pero todo eso lo vivimos en la esperanza de un día poder contemplar, saciarnos del semblante de Dios.
Todo nos habla de resurrección y de vida. Un aspecto importante en el camino de nuestra fe. Forma parte del centro, del meollo de nuestro ser cristiano, como el centro del evangelio es Jesús muerto y resucitado. Como escuchábamos ayer a san Pablo. ‘Este ha sido el evangelio que os trasmití…’ Como le hemos escuchado en otros momentos ‘éste ha sido mi Evangelio por el que sufro hasta llevar cadenas…’ Como nos decía ‘Cristo murió por nuestros pecados… fue sepultado y resucitó al tercer día, según las escrituras’.
Hoy nos viene a decir que ‘si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y lo mismo nuestra fe’. No era fácil esta afirmación de la resurrección en el mundo pagano donde Pablo anunciaba el evangelio. Todavía en el mundo judío que habían escuchado a los profetas Ezequiel, Daniel o el libro de los Macabeos era una afirmación aceptada, aunque bien sabemos que los saduceos negaban la resurrección. En el mundo pagano con sus filosofías era también difícil.
Recordamos el fracaso de Pablo cuando en Atenas, centro del mundo del saber antiguo, quiere anunciar la Resurrección de Jesús, y aquella gente le dice que de eso le escucharán otro día. Pablo se marchó de Atenas y se vino precisamente a Corinto, a quienes dirige ahora esta carta que estamos leyendo. Ahora Pablo quiere reafirmar su fe en la resurrección ‘porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís en vuestros pecados…’ Por eso afirma categóricamente ‘Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos’.
Cristo es el primogénito de entre los muertos y en Cristo todos resucitaremos. Todos estamos llamados a la vida. Por eso lo que afirmábamos en el salmo. ‘Al despertar me saciaré de tu semblante’. Una fe y una esperanza. Un sentido de nuestro vivir y una salvación que vivimos desde lo más hondo de nosotros mismos.
Es nuestra fe. Y cuidado con la confusión de términos, porque nosotros hablamos de resurrección, no de reencarnación como ahora escuchamos con demasiada frecuencia. La reencarnación no forma parte de nuestra fe cristiana y no hemos de dejar que nos confundan. Nuestra vida es única, y al final de nuestra vida terrena, tenemos la esperanza de la vida eterna y de la resurrección; una resurrección que nos lleva a la vida eterna en Dios y con Dios, contemplando el semblante, el rostro de Dios. Como recordábamos que nos decía Juan ‘entonces le veremos tal cual es’. Merece la pena las luchas y trabajos en nuestro camino de fidelidad por alcanzar esa felicidad de gozarnos del semblante de Dios, de gozar en Dios por siempre en el cielo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

En tu nombre, Señor…


En tu nombre, Señor…

En tu nombre, Señor, nos reunimos;
en tu nombre queremos reiniciar nuestro camino
en el comienzo de este curso;
en tu nombre, Señor,
queremos ser en verdad fraternidad,
queremos hacer fraternidad.

En tu nombre queremos caminar
porque no somos un grupo cualquiera,
somos los discípulos que te seguimos,
queremos ser tus amigos,
queremos sentirte siempre a nuestro lado,
queremos caminar contigo.

No somos simplemente un grupo de amigos
que quieren estar reunidos,
de forma altruista o quieren hacer cosas buenas;
nosotros creemos en Ti
y por tu nombre y en tu nombre
queremos ir a los demás
con la luz y la fuerza del Evangelio;
somos parte de tu Iglesia,
unos militantes cristianos,
iglesia que camina y peregrina,
con nuestras dificultades y limitaciones;
pero recordamos como acogías en el evangelio
a todos los se sentían cansados y agobiados,
atormentados y con muchas limitaciones;
venimos hasta ti con lo que es nuestra vida,
nuestras limitaciones humanas
y nuestras discapacidades físicas,
pero sabemos que tú nos tiendes la mano
para levantarnos,
para ponernos en camino,
para sentir en ti la fuente
de nuestra salud y de nuestra salvación,
para descubrir la fuerza que nos das
para que vayamos también a los demás,
en tu nombre y anunciando el evangelio;
la fe que tenemos en ti es nuestra fuerza.

Somos pocos y con muchas limitaciones,
pero doce eran tus primeros discípulos
que también se sentían llenos de trabas y dificultades,
pero la fuerza de tu Espíritu
los hizo valientes para anunciar
el Evangelio de tu Reino por todo el mundo;
nos sentimos enviados por ti
en este curso que comienza
sabiendo que la tarea es mucha,
pero contando siempre con la fuerza de tu Espíritu;
por eso no queremos sentirnos agobiados
sino que la paz nunca falte en nuestro corazón,
para tener la serenidad de encontrar el camino,
y poder ir al encuentro de los otros.

Camina a nuestro lado, Señor,
que tu Espíritu nos ilumine y nos dé fuerza,
porque el mundo espera tu Buena Noticia
y nosotros tenemos que ser
anunciadores de tu Evangelio.

Danos tu fuerza, Señor.

La fe y el amor nos traen la salvación

1Cor. 15, 1-11;
Sal. 117;
Lc. 7, 36-50

Lo normal es que quienes se sienten alrededor de una misma mesa para compartir una comida es que entre ellos haya buena comunicación y sinceridad y por parte de quien invita se manifiesten las señales propias del aprecio y los deseos de amistad porque importante es el encuentro y lo que allí se pueda compartir.
A Jesús le había invitado a comer un fariseo y ‘entrando en casa del fariseo se recostó a la mesa’. Pronto se manifiesta el recelo y la desconfianza, - ¿la falta de un amor verdadero? - porque, al introducirse aquella mujer que llega hasta los pies de Jesús, el propio fariseo que había invitado a Jesús allá está a la expectativa de lo que Jesús pudiera hacer porque aquella mujer era una mujer de la ciudad, una pecadora. Lo mismo el resto de comensales que entre sí ya comienzan a murmurar por lo bajo ante lo que Jesús dice y hace.
Pero allí está Jesús el que quiere acoger a todos y a todos quiere llamar e invitar a una vida nueva. La situación de aquella mujer que llora sus pecados a los pies de Jesús y ya hemos visto como lo hace hasta derramando caro perfume para ungir los pies de Jesús será la ocasión para que Jesús nos deje su mensaje pero además para que nos manifieste cuál es en verdad la salvación que quiere ofrecernos. Quiere suscitar Jesús en el corazón de aquellos hombres el amor que les faltaba para que pudieran creer totalmente en El y para ellos sea también la salvación.
Aquella mujer, es cierto, es una pecadora, muchos son sus pecados, pero ahora es mucho el amor que manifiesta. Había escuchado el mensaje de Jesús, habría contemplado los signos que realizaba, vislumbraba la salvación que Jesús ofrecía cuando había anunciado que venía a proclamar un año de gracia, el perdón para los pecadores. Con humildad y con amor se acerca a Jesús. La fe y el amor que le llevan hasta Jesús será su camino de salvación. ‘Tus pecados están perdonados… sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor… tu fe te ha salvado, vete en paz’, termina diciéndole Jesús.
Nos está diciendo Jesús lo que necesitamos para ir a El por muy pecadores que seamos. Creer en Jesús. No hay otro nombre que pueda salvarnos, diría más tarde san Pedro cuando le interroguen por los milagros que hace. En el nombre de Jesús. Por la fe que tengamos en Jesús. ‘Tu fe te ha salvado’, que le dice Jesús a la mujer pecadora, como lo escucharemos más veces en el evangelio cuando acuden enfermos y pecadores, todos con sus males, hasta Jesús.
Pablo nos ha recordado hoy el evangelio en que tenemos que creer, ‘en el que estamos fundados y que nos está salvando’. Como nos dice ‘lo primero que yo os trasmití.., fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los doce…’ Y nos recuerda Pablo las manifestaciones de Cristo resucitado a los discípulos y como dice ‘por último, como a un aborto, se me apareció también a mí’. Es la fe de nuestra salvación.
Creer en Jesús y amar. Amarle. Ofrecerle mucho amor. ‘Porque ha amado mucho’. ¡Cómo lo estaba manifestando ahora con sus lágrimas de arrepentimiento, con sus besos a los pies de Jesús, con la unción con aquel perfume! Es el amor que perfuma nuestra vida. Es el amor que nos unge para hacernos nuevos. Es el amor también con que respondemos a tanto amor como sabemos que el Señor nos ofrece. Cuánto es su amor y cuánto nos ha perdonado tantas veces en la vida. Somos deudores del amor del Señor. ‘Vete en paz… no peques más…’ De Cristo siempre saldremos llenos de paz. Con una vida nueva. Con la gracia de Dios que nos desborda. Que sintamos siempre esa paz.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Maria al pie de la cruz nos enseña a hacer una ofrenda olorosa de amor


Hebreos, 5, 7-9;
Sal. 30;
Jn. 19, 25-27


Nuestra mirada se elevaba ayer hasta la Cruz donde contemplábamos a Cristo crucificado para aprender la más hermosa lección del amor y de la solidaridad. Seguimos a la sombra de la Cruz pero hoy nuestra mirada se dirige a María, la Madre de Jesús que ya desde hoy – decimos hoy como si nos sintiéramos en aquella tarde del primer viernes santo en la colina del Calvario – desde hoy, digo, es también nuestra Madre. ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’, le dijo Jesús. ‘Ahí tienes a tu madre’, le dijo al discípulo amado, nos dice a nosotros también como un testamento que nos confía en la hora de su muerte.
La contemplamos al pie de la Cruz; pero la contemplamos de pie junto a la Cruz con la firmeza de una madre que se manifiesta siempre grande en el momento del dolor - ¿de dónde sacarán esas fuerzas todas las madres? -; la contemplamos con la firmeza de la fe y de la esperanza, pero con la firmeza también de quien se siente asociada a la pasión de su hijo – las pasiones y dolores de los hijos son siempre las pasiones y dolores de las madres -, comprendiendo como nadie podía comprender el sentido de aquella muerte, la Pascua plena y definitiva que allí se estaba realizando; con la firmeza, sí, de la que, sintiéndose asociada con su dolor a la pasión de Jesús, con El estaba haciendo con su dolor de madre la más hermosa ofrenda de amor.
Es la gran lección – y seguimos con lecciones al pie de la Cruz – que hoy podemos nosotros aprender. La lección que nos enseña a hacer ofrenda de amor para darle la mayor hondura y plenitud a todo lo que es nuestra vida también con nuestros dolores y sufrimientos.
San Pablo llegará a decir que completa en su carne lo que falta a la pasión de Cristo – hoy lo vamos a recordar en la oración final después de la comunión – queriendo expresar así cómo con su vida, también con su dolor y sufrimiento, se unía a la pasión de Cristo. ¿No tenemos también nosotros en nuestra vida dolores, sufrimientos, debilidades, achaques, contratiempos con los que unirnos también a la pasión de Jesús en ofrenda de amor?
Es lo que está haciendo María. Es la firmeza del amor que contemplamos en su dolor. Nosotros en nuestra devoción y amor de hijos la llamamos Virgen de los Dolores, como hoy hacemos y celebramos, Madre de las Angustias o de la Amargura, porque pensamos en su dolor, en las angustias y sufrimientos que como Madre estaba padeciendo al pie de la Cruz de Jesús, tendríamos que llamarla siempre cuando la contemplamos junto a la pasión y muerte de su Hijo en la Cruz, Madre de la Esperanza y del Amor. En esa sabiduría popular, muchas veces con el sentido de la fe muy metido en las entrañas, en algunos lugares a la Virgen de los Dolores así la llaman Madre de la Esperanza. Porque es realmente así como la contemplamos; como ya antes decíamos, sabía ella y comprendía la Pascua que en Jesús se estaba realizando y que aquella muerte atroz en la Cruz no podía acabar sino en la resurrección. Era la firmeza de la esperanza con la que estaba al pie de la Cruz de Jesús.
Ayer contemplábamos cómo Cristo en la Cruz asumió todo nuestro dolor y sufrimiento. Era la lección de la solidaridad. Hoy mirando a María, que no hace otra cosa que seguir el mismo camino de Jesús, nos está, pues, enseñando a hacer esa ofrenda de amor desde todo lo que es nuestra vida. Cuando a nuestro dolor y sufrimiento le damos un sentido y un valor, porque lo miramos a través de la Cruz de Cristo y de su resurrección, cuando sabemos hacer ofrenda de nuestro dolor poniéndonos al lado de la Cruz de Cristo, completando en nuestra carne la pasión de Cristo, y aprendiendo a hacerlo de María, podíamos decir que se convierte en una hermosa flor que inundará nuestra vida y la de los que nos rodean del perfume del amor. Es como el incienso perfumado que sube a lo alto de los cielos, recogiendo también otra imagen.
Es la flor de nuestra vida que queremos poner ante el Altar del cielo. Es como una hermosa y olorosa rosa, que, aunque nos sintamos atravesador por sus espinas - regada nuestra vida con la sangre de nuestro dolor -, sin embargo podrá exhalar el más exquisito perfume, que es el perfume del amor. Es el perfume que brota hoy del corazón de María. Que aprendamos nosotros también a exhalar ese perfume del amor.

martes, 14 de septiembre de 2010

Vamos a aprender la hermosa lección de la Cruz


Núm. 21, 4-9;
Sal. 77;
Jn. 3, 13-17

‘Nosotros hemos de gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo: en El está nuestra salvación, vida y resurrección; El nos ha salvado y liberado’. Así ha comenzado la liturgia de este día de la Exaltación de la Santa Cruz que celebramos en este día.
A algunos les puede parecer incomprensible que la cruz sea una gloria y en ella podamos gozarnos y hacer celebración. ¿Cómo nos acercamos a la Cruz? Muchos lo hacen con temor; a nadie le gusta el dolor y el sufrimiento, nadie quiere la muerte, nadie quiere la humillación de una condena, de un suplicio, ni ser despreciado o tenido por un malhechor. Pudiera ser la primera imagen que aparece ante nuestros ojos y nuestra mente cuando contemplamos una cruz. La cruz se rehuye, del dolor y el sufrimiento no se quiere ni hablar, hay cosas que nos parece que pudieran hacernos daño por dentro.
Pero ¿es así cómo nosotros miramos la Cruz? Cuando nosotros miramos la Cruz estamos viendo a Jesús crucificado en ella. Para nosotros puede ser entonces una hermosa lección. Mirando a Cristo clavado en la cruz no vemos una derrota sino una victoria; no vemos amargura sino consuelo, paz, amor y alegría; no es desesperación sino esperanza; no es signo de muerte sino señal y germen de vida.
Vamos a intentar aprender la lección de la cruz. Vamos a intentar quedarnos a su sombra beneficiosa y meditar la gran lección que Jesús nos ofrece desde esa cátedra de la cruz. Aprendemos la lección del amor y de la solidaridad.
Comenzaremos cayendo en la cuenta que es la prueba del amor más grande, la seguridad y la certeza del amor que Dios nos tiene. Lo hemos recordado tantas veces: ‘tanto amó Dios al mundo que nos envió a su hijo’, nos entregó a su Hijo como la prueba suprema de ese amor. Porque ‘no hay amor más grande que el de quien da la vida por el amado’. Y es lo que hizo Jesús. Es lo que contemplamos en la cruz.
Allí fue levantado en la alto, como un día Moisés levantara la serpiente en el desierto, pero Cristo levantado en lo alto se convierte en nuestro rescate, en nuestro redentor. Cristo levantado en la alto de la cruz es el precio de nuestra liberación. Allí derramó su sangre, allí dio su vida, porque nos amaba, porque así no manifestaba el amor del Padre. Allí recibimos su perdón.
Aprendemos lo que es el gozo del amor más entregado; aprendemos a amar con un amor que no tiene medida sino que se da y se desgasta totalmente, se consume, por el ser amado. Aprenden los esposos lo que es un amor verdadero más allá de la pasión; aprenden los amigos lo que en verdad vale la amistad sincera y pura; aprendemos todos lo que es sentirnos queridos y por eso ofrecemos a todos un amor como el de Jesús para que todos igualmente se sientan amados.
Aprendemos lo que es la solidaridad verdadera cuando le vemos a El haciéndose solidario con nosotros, porque se hace semejante a nosotros, haciéndose como uno de nosotros, cargando también con todas nuestras debilidades y miserias, cargando también con nuestros pecados quien no tenía pecado. En la cruz toma nuestro dolor, nuestro sufrimiento, nuestros problemas, todo lo que es nuestra vida, cargando también con la fealdad de nuestro pecado para liberarnos y hacernos nuevos.
Aprenderemos entonces nosotros a hacernos solidarios con los demás, con los dolores y sufrimientos, con las preocupaciones y la vida de los que están a nuestro lado, sintiéndolas también como nuestras; aprenderemos a pensar menos en mis cosas y más en las cosas de los demás; aprenderemos, entonces, a ser más cercanos y más comprensivos más humanos y más hermanos. Porque hemos sido nosotros comprendidos y perdonados, también nosotros aprenderemos a comprender al hermano y a perdonar.
Seguimos aprendiendo cosas al pie de la cruz. La lección es inacabable como inacabable es su amor. Por eso aprenderemos a poner esperanza en nuestra vida, pero también a trasmitir a los demás esa esperanza de que es posible un mundo nuevo y mejor, de que no todo es negrura y oscuridad, sino que siempre podemos encontrar rayos de luz que iluminen nuestra vida por mucha negatividad que podamos ver alrededor. Siempre hay rayos de luz, porque siempre podemos vislumbrar destellos de amor y de muchas cosas buenas en las personas. Y aprenderemos a creer en las personas, a confiar y a esperar siempre algo bueno.
Estaremos aprendiendo que el Reino de Dios es posible, que el Reino de Dios ya está en medio de nosotros, que con ese Reino de Dios tenemos que sentirnos seriamente comprometidos. Y llenaremos nuestra vida de nuevas actitudes y con nuevos valores le vamos dando sentido a nuestra vida; y con gestos sencillos y humildes iremos poniendo cada día un poquito de amor con el que dulcifiquemos nuestras relaciones y la vida de los demás.
Claro que sí, ‘nos gloriamos’, nos gozamos, hacemos fiesta y celebramos ‘la Cruz de nuestro Señor Jesucristo; en El está nuestra salvación, vida y resurrección; El nos ha salvado y redimido’.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Sin comunión no podemos celebrar la Cena del Señor

1Cor. 11, 17-26;
Sal. 39;
Lc. 7, 1-10

En la lectura de la Carta a los Corintios que hemos escuchado nos encontramos con el texto probablemente más antiguo del relato de la cena del Señor. Sin embargo, como nos dice el apóstol, es ‘una tradición, que procede del Señor y que a mi vez yo os he trasmitido’. El relato, el hecho podemos decir, que centraba las asambleas de los cristianos ya desde el principio, en el que cada encuentro significaba un celebrar el memorial del Señor, celebrando la Cena del Señor tal como el Señor les había prescrito: ‘Haced esto en memoria mía’.
Es precisamente lo que motiva que el apóstol se los recuerde a los cristianos de Corinto en esta carta, y que bien nos viene a nosotros recordar bien lo que significa celebrar el memorial del Señor, la Cena del Señor, celebrar la Eucaristía para que lo hagamos con hondo sentido y evitemos aquellas cosas que podrían desvirtuar la maravilla de la Eucaristía.
Eucaristía que es vivir y celebrar la presencia viva del Señor; que tiene que ser siempre punto de encuentro y nexo de unión de los que creemos en Jesús porque es entrar en comunión con Cristo, pero con el Cristo total; comunión con Cristo, con su Cuerpo y con su Sangre, con lo cual estamos haciendo presente en nosotros todo el misterio pascual – ‘cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva’ -, pero que tiene que ser necesariamente ese entrar en comunión con el hermano.
Allí donde no hay unidad y comunión no puede haber Eucaristía verdadera; perdería sentido para nosotros. Es lo que el apóstol quiere corregir en aquella comunidad, hasta llegar a decirles: ‘Así, cuando os reunís en comunidad, os resulta imposible comer la cena del Señor’. ¿Por qué les dice esto el apóstol? Habían surgido en el ceno de la comunidad divergencias, divisiones, distanciamiento entre los miembros de la comunidad.
Era normal que en los encuentros compartieran la comida, como un signo de unidad y de comunión entre ellos; y en medio de ese ambiente fraternal terminaban celebrando la cena del Señor. Pero ¿qué había sucedido? ‘En vuestra asamblea os dividís en bandos… cada uno se adelanta a comerse su propia cena, y mientras uno pasa hambre, el otro está borracho…’ Lo que está describiendo es que entre ellos no había la necesaria unidad y comunión, no había un verdadero compartir. Así no cabía, no tenía sentido celebrar la Cena del Señor.
Un mensaje para nosotros invitándonos a una verdadera unidad y comunión entre los que creemos en Jesús, entre los que estamos compartiendo la misma Eucaristía. No caben los individualismos, el que cada uno andemos por un lado mientras estamos celebrando juntos. Y eso en la actitudes y en la manera incluso de expresarnos y manifestarnos en la misma celebración. Pero eso también en las actitudes y en la comunión efectiva que tendría que haber entre todos nosotros en todo momento. Nos une Jesús; nos une la misma Eucaristía del Señor que celebramos juntos y compartimos.
Recogiendo la hermosa súplica que vemos en labios del centurión hoy en el evangelio, esa tiene que ser también nuestra oración. Ya ritualmente la liturgia nos la pone en nuestros labios momentos antes de comulgar: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa…’ Pero que no sea solamente con nuestros labios, que surja desde lo más hondo del corazón.
No somos dignos, le decimos, porque no siempre tenemos la comunión total entre nosotros, pero que el Señor venga a nuestra vida, que su Palabra llegue hasta nosotros para que nos sane, nos sane de nuestros individualismos y de nuestra falta de comunión, nos sane de esas cosas que dejamos meter en nuestra vida y en nuestro corazón que muchas veces nos impiden de verdad estar cerca los unos de los otros, nos sane de esas actitudes negativas que nos aíslan, nos distancian porque son barreras que nos impiden una auténtica comunión. Que el Señor nos sane, nos ayude a vivir con todo sentido nuestra Eucaristía, que en verdad estemos proclamando la muerte del Señor y su resurrección, que en verdad nos llenemos de su vida y de su gracia.

domingo, 12 de septiembre de 2010

La imagen más hermosa de Dios, la misericordia


Ex. 32, 7-11.13-14;

Sal. 50;

1Tim. 1, 12-17;

Lc. 15, 1-32

¿A dónde nos conducen nuestros caminos cuando nos apartamos del querer de Dios? ¿Qué nos ofrece Dios en cambio a esa actitud nuestra que se quiere en cierto modo endiosar cuando quiere hacer prevalecer su yo, su gusto y apetencia por encima de todo? Creo que la Palabra de Dios de este domingo sobre esto nos puede ayudar a reflexionar.
Recojamos las imágenes que nos ofrecen las parábolas del evangelio. La oveja perdida caminará en medio de peligros lejos del rebaño; para la mujer que había extraviado la moneda muy valiosa todo era angustia y desolación; el hijo que quiso construir su vida al margen y lejos de padre terminará en el peor de los vacíos y a punto de desesperación. Pero con el cambio, la oveja o la moneda encontradas, o el hijo en la vuelta a la casa del padre todo será fiesta y alegría.
Qué bien retrata la parábola nuestra vida y situación. Es un reflejo de los caminos que nosotros queremos tantas veces tomar. Ese becerro de metal que se hicieron los judíos en el desierto del que nos habla la primera lectura es el reflejo de ese yo endiosado que pretende seguir sus caminos a su manera y al margen de lo que pueda ser el plan de Dios para nuestra vida. Querían vivir su libertad al margen del Dios que los había liberado de Egipto.
Nos queremos hacer dioses que nos satisfagan nuestros deseos y caprichos; tenemos sueños de hacernos dioses de nosotros mismos donde el criterio de mi vivir y actuar sean mis apetencias, mis caprichos haciendo de nuestro egoísmo orgulloso la única razón de lo que hacemos o vivimos. ¿Por qué me tengo que negar eso que yo deseo? ¿por qué no puedo hacer lo que me apetezca?, que decimos tantas veces. Y al final terminamos siendo, no dioses, sino esclavos de egoísmos y pasiones y caemos en el vacío y la desolación cuando no alcanzamos todo lo que deseamos, y nos desesperamos, y nos dejamos arrastrar por iras y violencias contra todo y contra todos, o caemos en profunda depresión.
Es el retrato del hijo pródigo, del que se marchó de la casa del padre, o también del que lleno de orgullo no sabe aceptar a su hermano. No es necesario volver a describir los detalles que nos da la parábola, hambre, miseria, abandono, soledad. Es nuestro retrato en tantas ocasiones de nuestra vida. Cuántos caminan por la vida como sin rumbo y sin encontrar un sentido hondo a sus vidas; cuántos dejándose llevar por esa carrera de vértigo del egoísmo y la pasión terminan destrozando sus vidas, sin que les parezca que un día puedan encontrar luz para la oscuridad en la que viven.
Una situación que puede tener distintas reacciones; o puede conducirnos al vacío, al aislamiento y a la desesperación, o nos puede hacer recapacitar para conducirnos a Dios, si dejamos oír su voz en nuestro corazón, para desde su misericordia y amor encontrar la plenitud y la dicha.
Aunque caídos en esos caminos de muerte, de vacío, de desolación, si no dejamos que la luz de la fe se apague en nuestra vida, podemos darnos cuenta de que todo puede recomenzar de nuevo, que Alguien está buscándonos y esperándonos – como aquel pastor que buscaba la oveja perdida, o aquella mujer que barría toda la casa para encontrar la moneda valiosa extraviada, o como aquel padre paciente que siempre esperaba la vuelta del hijo -; desde esa luz de la fe podremos descubrir que el amor no nos va a tener en cuenta lo malo que hayamos hecho sino nuestra vuelta y nuestro encuentro con El; podemos vislumbrar que se nos ofrece la perspectiva de empezar una vida nueva y distinta.
¡Qué distinta es la manera de reaccionar de Dios a cómo nosotros reaccionamos! Muchas veces queremos ser tan justicieros que olvidamos lo que es la misericordia, la compasión y el perdón. Tenemos que aprender del Padre del cielo que es compasivo y misericordioso siempre. Nos vale para nosotros encontrar esperanza desde la negrura de nuestro pecado para levantarnos y nos vale también para la humanidad que hemos de poner en nuestro trato y aceptación de los demás.
Cuando el hijo llega a la presencia del padre queriendo expresarle de mil maneras su arrepentimiento y su petición de perdón, el padre se lo comerá a besos, casi no le dejará hablar para no tener que recordar lo pasado, y encima lo vestirá de fiesta ofreciéndole un banquete de bienvenida. Si nos fijamos en lo que Pablo hoy nos dice, da gracias a Dios ‘que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio; eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente…’ Por eso afirmará rotundamente ‘Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero, y por eso se compadeció de mí…’
Rotundamente, sí, tenemos que afirmar que Dios siempre está dispuesto al perdón y a ofrecernos su abrazo de amor. No castigó a su pueblo que se había hecho un becerro de metal que ocupara su lugar, sino que siguió conduciéndolo hasta la tierra prometida. La alegría del cielo, la alegría de los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta, que nos decía Jesús concluyendo las dos primeras parábolas. ‘Este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado’, que dice el padre preparando un banquete de fiesta para el hijo que había vuelto.
Es la esperanza que renace en nuestro corazón porque sabemos que, aunque somos pecadores y tantas veces queremos vivir nuestra vida al margen de Dios, es el Padre bueno que siempre nos busca y nos espera con sus brazos de amor bien abiertos para darnos su abrazo de paz y de perdón.
Pero es también, como decíamos antes, la misericordia de la que hemos de llenar nuestra vida, a imagen del Dios compasivo y misericordioso, para tratar con una humanidad casi divina a los demás; para que siempre confiemos en el otro – cuánto nos cuesta -, para que siempre demos esperanza al hermano, para que sepamos alentar a todo caído que nos encontremos en la vida y le ayudemos a levantarse para vivir con nueva ilusión y entusiasmo reconstruyendo su vida, como nosotros mismos lo intentamos también tantas veces.
Y finalmente decir también es el rostro misericordioso que tiene que ofrecer siempre la Iglesia, porque siempre tiene que manifestarse como imagen y signo de ese Dios del amor y de la misericordia, que sigue creyendo en nosotros a pesar de nuestras debilidades y que sigue contando con nosotros. Es la imagen más hermosa de Dios que la Iglesia puede y debe ofrecer.