sábado, 11 de septiembre de 2010

María, nombre cargado de divinas dulzuras


Ecles. 24, 17-22;
Sal. Lc. 1, 46-54;
Lc. 1, 26-38

‘La virgen se llamaba María…’ nos dice el evangelista. El nombre, María. Dulce nombre, santo Nombre. Es el nombre de la Madre, de la Madre de Dios y nuestra madre, porque así quiso dárnosla Jesús desde la Cruz. Hace pocos días celebramos su nacimiento; hoy queremos recordar y celebrar su nombre – aunque nos adelantemos un día por coincidir con el domingo – porque queremos gozarnos con María, invocar a María, tener muy presente en nuestros labios el nombre de María.
"Nombre cargado de divinas dulzuras", como asegura San Alfonso María de Ligorio; nombre que sabe a mieles y deja el alma y los labios rezumando castidad, alegría y fervor: ¡María! Por medio de la que así es llamada, nos han venido todos los bienes y la pobre humanidad puede levantar la humillada cabeza y presentir de nuevo la cercanía de inacabables bienaventuranzas.
En este sentido podemos recordar lo que nos decía el libro del Eclesiástico que la liturgia quiere aplicar hoy a María: ‘Como vid hermosa retoñé: mis flores y frutos son bellos y abundantes. Yo soy la madre del amor puro, del temor, del conocimiento y de la esperanza santa… mi nombre es más dulce que la miel, y mi herencia, mejor que los panales…’
Prueba de sabiduría y de acierto es imponer a la persona el nombre que justamente le corresponde. Y nadie como Dios ha sabido dar exactitud, expresión y síntesis a los nombres que Él mismo ha elegido e inspirado. Desde la más remota antigüedad, el nombre impuesto a las personas y a las cosas tuvo, en la mayoría de los pueblos, una significación simbólica.
Se suele decir que el nombre de María, traducido del hebreo "Miriam", significa, Doncella, Señora, Princesa. El padre Lagrange opina que los hebreos debieron utilizar el nombre de María con el significado de Señora, Princesa. Nada más conforme a la noble misión de la humilde Virgen nazarena.
¿Qué significados tiene, pues, según la etimología, ese nombre cuyo misterioso sentido sólo Dios nos podría explicar? Si, como algunos creen, deriva del idioma egipcio, su raíz es mery, o meryt, que quiere decir muy amada. Según otros, la significación sería Estrella del mar. Si el nombre de María proviene del siríaco, la raíz es mar, que significa Señor.
San Efrén dice "que el nombre de María es la llave de las puertas del cielo," Y San Buenaventura "que María es la salvación de todos los que recurren a ella." "¡Oh Dulcísimo Nombre! Oh María, quién serás Tú que tu nombre sólo es tan amable y lleno de gracia," exclama el beato Enrique Suso. Y San Bernardo: "En los peligros, en las perplejidades, en los casos dudosos, piensa en María, recurre a María, no dejes que abandone tus labios; no dejes que se aparte de tu corazón." María, cuyo Nombre cantan los cielos y la tierra, ¡bendita seas!... "El nombre de María indica castidad", dice San Pedro Crisólogo.
Deliciosamente narra sor María Jesús de Agreda, en su Mística Ciudad de Dios, la escena en la cual la Santísima Trinidad, en divino consistorio, determina dar a la "Niña Reina" un nombre. Y dice que los ángeles oyeron la voz del Padre Eterno, que anunciaba: "María se ha de llamar nuestra electa y este nombre ha de ser maravilloso y magnífico. Los que le invocaren con afecto devoto, recibirán copiosísimas gracias; los que le estimaren y pronunciaren con reverencia, serán consolados y vivificados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias, tesoros con que enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna".
Y a ese nombre, suave y fuerte, respondió durante su larga, humilde y fecunda vida, la humilde Virgen de Nazaret, la que es Madre de Dios y Señora nuestra. Y ese nombre, "llave del cielo", como dice San Efrén, posee en medio de su aromática dulzura, un divino derecho de beligerancia y una seguridad completa de victoria.
Su Nombre, para los que luchamos en el campo de la vida, es lema, escudo y presagio. Lo afirma uno de sus devotos, San Antonio de Padua, con esta comparación: "Así como antiguamente, según cuenta el Libro de los Números, señaló Dios tres ciudades de refugio, a las cuales pudiera acogerse todo aquél que cometiese un homicidio involuntario, así ahora la misericordia divina provee de un refugio seguro, incluso para los homicidas voluntarios: el Nombre de María. Torre fortísima es el Nombre de Nuestra Señora. El pecador se refugiará en ella y se salvará. Es Nombre dulce, Nombre que conforta, Nombre de consoladora esperanza, Nombre tesoro del alma. Nombre amable a los ángeles, terrible a los demonios, saludable a los pecadores y suave a los justos."
Que el sabroso Nombre de Nuestra Madre, unido al de Jesús, selle nuestros labios en el instante supremo y ambos sean la contraseña que nos abra, de par en par, las puertas de la gloria.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Apóstoles y evangelizadores corremos la carrera por el premio de la vida eterna

1Cor. 9, 16-19.22-27;
Sal. 83;
Lc. 6, 39-42

‘¡Ay de mi si no anuncio el evangelio!’, dice Pablo. ‘No lo hago por propio gusto, porque eso mismo sería mi paga… sino que me han encargado ese oficio de dar a conocer el Evangelio…’
Este texto de la carta de Pablo a los Corintios nos vale en primer lugar a los que tenemos la misión y el ministerio del apostolado y de la predicación del Evangelio. Nos ayuda a valorar y considerar nuestra misión, nuestra manera de ejercerla, revisando y purificando actitudes y maneras de actuar, y a sentirnos cada vez más comprometidos con el evangelio que tenemos que anunciar. Un texto, digo, que nos ayuda a reflexionar, a meditar y dar gracias a Dios por la misión que nos ha confiado.
Pero es bien válido también para todos los cristianos; para que todos comprendamos y valoremos la misión de los pastores de la Iglesia, siendo al mismo tiempo comprensivos y ayudándoles a mantener esa fidelidad, esa generosidad y esa entrega. Muchas veces podemos ser exigentes con nuestros pastores si hacen o no hacen, si tienen estas actitudes o les faltan aquellos valores, si parecen interesados o están llenos de generosidad y entrega, pero quizá no siempre la comunidad sabe estar al lado de sus pastores apoyándolos, rezando por ellos, animándolos, que también necesitan de ese apoyo o de esa oración.
Pero además de esto que estamos considerando podemos fijarnos también en esas imágenes o ejemplos que nos propone el apóstol en este texto. Emplea la imagen del corredor atlético que para realizar su carrera en el estadio previamente se ha impuesto toda clase de privaciones y sacrificios en su entrenamiento, como nos dice el apóstol, por una corona de laurel, o, podemos decir hoy, por una medalla o trofeo de metal, en fin de cuentas perecedero.
Lo que nos plantea el apóstol es si seremos nosotros capaces de correr de semejante manera la carrera de la fe y de la vida cristiana. No lo haríamos nosotros por una corona perecedera, una corona que se marchita, sino que lo haríamos por el Señor. Nuestro premio es El, poseerle a E, vivir esa vida eterna que El nos ofrece que no es otra cosa que vivirle a El en plenitud.
Cuando le damos esa trascendencia eterna a nuestros actos y a nuestra vida, sí seremos capaces de luchar por superarnos cada día en esa ascensión que tiene que significar nuestra vida cristiana. Un ascender – ascesis lo llamamos - en un camino de perfección, de santidad, venciendo tentaciones, superando defectos y debilidades, purificándonos también a través de nuestras privaciones y sacrificios, creciendo más y más en nuestras virtudes. Hermoso camino que nos lleva a la plenitud de la vida en el Señor.
Finalmente una palabra del evangelio donde Jesús sigue haciéndonos unas recomendaciones sobre esa superación que hemos de hacer en nuestra vida de cada día. ‘¿Cómo puedes decirle a tu hermano: hermano, déjame que te saque la mota del ojo, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano’. Somos fáciles en fijarnos en los defectos o fallos de los demás, pero no somos capaces de fijarnos en nosotros mismos. Pues en ese camino de superación hemos de fijarnos mucho en nuestra vida, porque mucho seguramente tenemos que purificar. Además si llevamos nuestros ojos turbios con las vigas de nuestra maldad, con poca claridad, con poco amor podremos ver lo bueno que siempre hay en los demás.

jueves, 9 de septiembre de 2010

La medida del amor en el estilo de Jesús

1Cor. 8. 1-7.11-13;
Sal. 138;
Lc. 6, 27-38

La medida del amor, ¿hasta dónde tiene que llegar? Hoy nos ha dicho Jesús: ‘Sed compasivos… no juzguéis… no condenéis… perdonad… dar y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante…’ Nos va enseñando un estilo nuevo. Nos va enseñando una nueva forma de amar. Nos está señalando la amplitud que ha de tener nuestro amor. ‘Como vuestro Padre que es compasivo…’
Cuando amamos de verdad no ponemos límites ni medidas, no somos tacaños sino generosos. Cuando amamos de verdad lo vamos a hacer con todos y de forma generosa. Por eso no tenemos que mirar quien sea amigo o enemigo, quien me haga el bien o quien me haya hecho daño. Cuando amamos de verdad, repito, hay generosidad en el corazón y nuestra respuesta al otro nunca será ni la violencia ni la maldición, siempre será una respuesta de bien, de bendición, de generosidad para ser capaz si fuera necesario de desprenderme de lo que tengo para compartirlo con el otro; en nuestra respuesta de amor no estaremos buscando ni recompensas, ni compensaciones, ni correspondencias que pudieran ser como una paga a mi amor.
Es sublime lo que nos enseña Jesús. Tan sublime que en nuestros razonamientos humanos a veces nos cuesta entenderlo y pueden aparecer sutilmente rabitos de amor propio y hasta de egoísmo en nuestro amor. Somos fáciles para poner medidas, límites, condiciones. ¿Es que tengo que amar a todos? ¿es que tengo que amar también al que ha hecho daño? ¿y al que me cae mal? ¿y también a aquel que no es del grupo de mis amigos? ¿y aquel otro que es un egoísta y nunca ayuda a nadie? Siempre buscamos alguna pega, alguna dificultad.
Como decía el sabio del Antiguo Testamento – lo escuchamos el pasado domingo - nuestros pensamientos algunas veces son mezquinos y falibles. ‘¿Quién rastreará las cosas del cielo, quien conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría enviando tu Santo Espíritu desde el cielo?’ Es lo que tenemos que pedir.
‘Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo… amad a los enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo…’
La medida del amor, comenzábamos preguntándonos, ¿hasta dónde tiene que llegar? Aquí tenemos la respuesta. Un amor sublime, generoso, que nos supera y que entonces sólo con la fuerza de la gracia divina podremos tener. Un amor por el que tenemos que ser distintos. Porque además el modelo de nuestro amor es el amor que Dios nos tiene. ‘Compasivos como vuestro Padre que es compasivo… seréis hijos del Altísimo que es bueno con los malvados y desagradecidos…’
Es que los que creemos en Jesús, los que lo seguimos y somos sus discípulos tenemos un sentido distinto de las cosas, de la vida, del amor. Es precisamente lo que nos hace cristianos, discípulos de Jesús. Será nuestro distintivo. ‘En esto se conocerá que sois discípulos míos’, nos decía Jesús en la última cena cuando nos dejaba el mandamiento del amor.
Que nos conceda el Señor el Espíritu del amor.

martes, 7 de septiembre de 2010

Celebramos con gozo el nacimiento de María


Miq. 5, 2-5;
Sal. 12;
Mt. 1, 1-16.18-32

Múltiples expresiones de júbilo y alegría nos recoge la liturgia en los diferentes textos, antífonas, ya sea en la Eucaristía, ya sea en la Liturgia de las Horas, en esta fiesta de la Natividad de María.
Muchas fiestas en honor de María se celebran en nuestros pueblos en diferentes advocaciones que manifiestan la piedad popular y la devoción llena de amor de los hijos para con su madre en el día de su nacimiento. Son los hijos que celebran, llenos de fervor y amor, el cumpleaños de la madre. ¿No lo hacemos así con esa madre que nos dio el ser? ¿Cómo no lo vamos a hacer con María?
Celebramos, pues, con gozo el nacimiento de María, aurora y esperanza de salvación, pues de ella salió el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios. ‘Hoy nace una clara estrella, tan divina y celestial, que, con ser estrella, es tal que el mismo Sol nace de ella’, como se canta en un himno litúrgico, aunque las otras expresiones que hemos ido diciendo se recogen también en la liturgia como ya dijimos.
El nacimiento de María anunció la alegría a todo el mundo; es el principio de la salvación, porque de ella nace Cristo que, borrando la maldición, nos trajo la bendición, triunfando de la muerte, nos dio la vida eterna. La maldición cayó sobre el hombre con el pecado allá en el paraíso terrenal, pero se nos anunció una bendición, porque la estirpe de la mujer vencería sobre la muerte y nos llegaría la vida. María nos da a Jesús, el vencedor sobre la muerte que nos da la vida eterna.
Es María, la primera morada de Dios entre los hombres, el primer templo de Dios porque en ella por obra del Espíritu habría de encarnarse el Hijo de Dios, en su seno, como en el más hermoso templo, María lo portaría para hacernos llegar al Emmanuel, al Dios con nosotros. María sí recibió la luz, María sí recibió la vida. En María no habrá tinieblas porque nunca la sombras del mal entenebrecerían su vida porque fue incluso preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción en virtud de los méritos de su Hijo Jesús.
Dios miró su humildad y por el anuncio del ángel concibió al Redentor del mundo. María, pequeña, la última, la esclava del Señor como a sí misma quiso llamarse, sin embargo se deja conducir por Dios, se deja conducir por el Espíritu Santo y por ella nos llegó la salvación. Por algo con la liturgia la llamamos aurora y esperanza de salvación.
En esta fiesta del nacimiento de María nos sentimos tentados de no cansarnos nunca de decir cosas hermosas de María. Así la ha cantado siempre la Iglesia, así los santos Padres cantaban las alabanzas de María. Es el fervor y el amor de los hijos que tan maravillosamente se sienten amados por tal madre. Todos tenemos experiencias en nuestro corazón que nos recuerdan ese amor de Madre de María, esa protección maternal que de tantas formas se ha manifestado en nosotros. Como hijos enamorados de la madre no queremos sino decirle piropos, cantarle cantos de amor y de alabanza, y repetirle una y otra vez cuánto la queremos , como lo hacemos también sin cansarnos a nuestra madre de la tierra.
Pero ya sabemos que la mejor alabanza que podemos hacer a la madre es ser dignos hijos de tal madre. Y lo expresamos queriendo parecernos a ella, hacer cuánto ella nos enseña, queriendo copiar en nosotros sus virtudes, su humildad, su amor, en una palabra su santidad.
La vemos hoy pura y resplandeciente de luz – así la llamamos también en este día, Madre de la Luz -; la contemplamos llena de la vida de Dios y con la pureza y la santidad de una vida sin pecado. Que brille en nosotros esa luz, que apartemos igualmente de nosotros el pecado, que vivamos como ella con espíritu humilde, que sepamos como ella abrir nuestro corazón a Dios y a su Palabra y que nos llenemos de su amor, que resplandezca la santidad en nuestra vida.

Tres momentos, oración, elección y cercanía

1Cor. 6, 1-11;
Sal, 149;
Lc. 6, 12-19

Subrayemos varios aspectos de este texto del evangelio. Por una parte nos dice ‘Jesús subió a la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios’. A continuación nos dice: ‘cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, escogió a doce entre ellos y los nombró apóstoles’. Para finalmente decirnos que ‘bajó Jesús del monte y se paró en un llano con un grupo grande de discípulos y de pueblo…’ Tres momentos: oración, elección y cercanía.
Oración, en lo alto del monte, como lo vemos en otras ocasiones. Y oración en el silencio de la noche. Una subida, como un signo que tantas veces hemos reflexionado; pero soledad y silencio. Salida de sí mismo para ir al encuentro con Dios, en lo más hondo de nosotros mismos pero para abrirnos a Dios: en el silencio de los ruidos terrenos que nos pueden distraer; en la soledad de la intimidad que no es soledad sino llenarse de la inmensidad de Dios.
Un segundo momento de elección y misión, precedido de esa oración, de ese sentir en Dios que es lo más correcto, lo que es la voluntad y el camino de Dios. Entre los discípulos son elegidos doce a los que se les confía una misión, ‘los nombró apóstoles’. Jesús elige y los discípulos reciben y acogen una misión.
Y en el tercer momento, decíamos cercanía. Cercanía de quien bajó hasta el llano donde estaban muchos discípulos pero estaba también el pueblo venido de todas partes. Cercanía en aquellos que le buscaban, que habían hecho largos caminos para ir al encuentro con Jesús, para dejarse también encontrar por Jesús. Cercanía de Jesús que a todos acoge, con sus ilusiones y esperanzas, con sus penas y dolores, con su hambre de la Palabra de Dios, pero también con muchas otras necesidades.
¿Serán también los momentos que nosotros hemos de vivir? Necesitamos oración. Necesitamos subir a la montaña, o desprendernos de nosotros mismos para abrirnos a Dios. Necesitamos hacer ese silencio interior que nos permita abrirnos a Dios, escuchar a Dios. Necesitamos de esa soledad, que es ese vaciarnos de tantas cosas para que pueda Dios entrar en nuestro corazón con toda su inmensidad, con todo su amor. Nuestros apegos y nuestro amor propio nos hacen sentirnos tan llenos a veces que no podemos dejarle lugar a Dios en nuestro corazón.
Cuando nos abramos a Dios, podremos llenarnos de El, podremos descubrir su camino, podremos ver claro las sendas que traza delante de nosotros en la vida; podremos descubrir entonces para qué nos llama, para qué nos quiere; nos sentiremos llamados y elegidos, descubriremos nuestra misión, qué es lo que tenemos que hacer. Nos vamos a Dios prevenidos ni precavidos, sino con una libertad interior grande para dejarnos hacer por Dios.
Cuando nos encontremos de verdad con Dios y nos llenemos de El aprenderemos a ir al encuentro con los demás; sabremos cuál es la cercanía que hemos de poner en nuestra vida en relación con los demás; aprendemos a acoger con un corazón abierto a los demás; aprenderemos lo que es un encuentro verdadero. Y escucharemos, y seremos bálsamo de paz y amor para los otros; y llevaremos vida donde hay tanta muerte; y sembraremos esperanza; y comenzaremos a transformar nuestro mundo desde y con el amor.
Hermosa es la lección de Jesús cuando se retiró a la montaña y pasó la noche en oración.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Dedicación de la catedral, valoración de nuestra Iglesia diocesana e invitación a una santidad de vida


1Ped. 2, 4-9;
Sal. 121;
Jn. 2, 13-22

Celebramos hoy en nuestra diócesis el día de la Dedicación de la Santa Iglesia Catedral. No es un aniversario cualquiera, puesto que para los que pertenecemos a la Iglesia que peregrina aquí en nuestras islas tiene un especial significado. No es una Iglesia cualquiera de la que celebramos su Dedicación puesto que es la Catedral de nuestra Diócesis.
Tendríamos quizá que recordar qué es, que significado tiene la Catedral. De entrada decir que es la sede del Obispo Diocesano y podríamos decir que es allí donde está la Cátedra del Pastor, del Obispo que con su oficio de Maestro anuncia el mensaje del evangelio para todos sus diocesanos; es así como la cabeza o la Iglesia madre de todas las Iglesias de la comunidad diocesana reunidas en torno a su pastor y a su Obispo.
Si importante es en cada comunidad cristiana el lugar sagrado donde damos culto al Señor, escuchamos su Palabra y celebramos los sacramentos en la reunión de la asamblea de la comunidad cristiana, cuánto más lo ha de ser para toda la Diócesis la catedral.
Así el templo catedral, en este caso, como lugar sagrado, dedicado, consagrado al Señor se convierte para los cristianos en un especial signo visible de la presencia del Señor en medio de nosotros. De ello tiene que hablarnos toda Iglesia o todo templo sagrado dedicado y consagrado al Señor. Pero por esas especiales características que hemos expresado la catedral tiene un significado grande para la vida de la Iglesia Diocesana. Por eso la liturgia en el aniversario de su Dedicación nos invita a celebrar esta fiesta especial. Por eso decíamos no es un aniversario cualquiera porque tampoco es un templo cualquiera para todos y cada uno de los diocesanos.
Pero cuando hablamos de ese templo visible y material, al que llamamos también Iglesia, no nos quedamos en la materialidad del mismo templo, sino que tenemos que ir mucho más allá. Reconocemos que el verdadero templo de Dios para nosotros es el Señor. El Hijo de Dios se encarnó y se hizo hombre tomando un cuerpo humano como el nuestro porque es verdadero hombre al mismo tiempo que verdadero Dios. Pero por eso mismo se convierte para nosotros en ese primer templo de Dios en medio nuestro, la primera señal, el más importante signo visible de Dios en medio de nosotros. Es el Emmanuel, Dios con nosotros y por El llega a nosotros toda la gracia de Dios, todo el amor de Dios que nos salva y nos redime y nos llena de la santidad de Dios.
Hoy nos ha hablado san Pedro de que Cristo es la piedra angular, escogida y preciosa. Pero al mismo tiempo nos dice que nosotros también somos piedras vivas que entramos en la construcción de ese templo del Espíritu. Por eso decimos también que nosotros somos también por la acción del Espíritu que nos consagra en verdaderos templos de Dios. Para eso fuimos ungidos en nuestro Bautismo.
Es por eso lo que decimos en el prefacio de esta fiesta. ‘Te has dignado habitar en toda casa consagrada a la oración, para hacer de nosotros, con la ayuda constante de tu gracia, templos del Espíritu, resplandecientes por la santidad de vida. Con tu acción constante santifica, Señor, a la Iglesia, esposa de Cristo, simbolizada en edificios visibles, para que así, como madre gozosa por la multitud de sus hijos, pueda ser presentada en la gloria de tu reino’.
Esta celebración, pues, además de una invitación a considerar y valorar todo el hondo significado que tiene la Iglesia catedral para sus diocesanos, es también para nosotros un estímulo y una exigencia, podríamos decir también, para nuestra santidad personal. Si somos templos de Dios con cuánta santidad hemos de vivir nuestra vida. Santidad que no hemos de profanar nunca con el pecado, santidad que hemos de hacer brillas con el resplandor de nuestras virtudes. Santidad que es exigencia también porque por nuestra vida hemos de convertirnos también en signos visibles de esa presencia de Dios en medio del mundo.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Hemos de saber a qué subimos a Jerusalén


Sab. 9, 13-18;
Sal. 89;
Filemón, 9-10-12-17;
Lc. 14, 25-33

El evangelio nos dice que ‘mucha gente acompañaba a Jesús’. Entraña esto que iban de camino. En la dinámica del evangelio de Lucas estamos en la subida de Jesús a Jerusalén, una subida con un significado especial, porque era su subida definitiva. Es bien significativo.
Esto da ocasión a Jesús a plantearle a los discípulos si realmente sabían lo que significa subir con El a Jerusalén. Algo así como preguntarles ¿sabéis a qué subimos a Jerusalén? Claro que esto nos vale para preguntarnos a nosotros también ¿sabéis lo que significa seguirme, ser discípulo mío? Algo así también nos está planteando Jesús a nosotros. Y es que el evangelio no es para adormecernos con El sino que siempre nos estará planteando cosas hondas.
Jesús un poco para que comprendan que hay que pararse a reflexionar les propone esos dos ejemplos o parábolas, como queramos llamarlos, del que va a edificar una torre o del rey que va a entablar una batalla. Hoy para todo nos exigen proyectos y proyectos bien detallados, ya sea una construcción que vayamos a realizar o ya sea un plan que queramos realizar en cualquier negocio, cualquier actividad, o cualquier realización social. O si vamos a emprender un viaje queremos saber bien a donde vamos, la ruta, lo que nos va a costar, las dificultades con que nos podamos encontrar y así mil detalles más; no queremos ir a la loco, todo queremos llevarlo bien planificado.
Pero ¿seremos así en esos planteamientos más hondos en los que nos va el sentido de la vida o donde podemos poner en juego nuestra salvación eterna? ¿Nos planteamos con esa misma seriedad lo que significa ese ser cristiano, ese seguimiento de Jesús o simplemente nos dejamos llevar porque aquí somos cristianos de toda la vida? ¿cuál es el proyecto de mi vida y de mi fe?
Siempre decimos, desde aquella respuesta elemental que aprendimos en el catecismo, ser cristiano es ser discípulo de Jesús. Es cierto, pero esto es muy serio. No es cualquier cosa. Podemos tenerlo muy claro, pero siempre tenemos que revisarnos porque como sucede en todo caminante se nos pueden ir pegando los polvos del camino, y aquello que nos parecía muy claro se nos puede ir empañando, como se empaña el cristal de nuestras gafas o el cristal del coche con los humos, los polvos, las lluvias o las ventiscas del camino. Esas suciedades pueden ocultarnos lo que tiene que ser la verdad más fundamental de nuestra vida en el seguimiento de Jesús.
Seguir a Jesús es hacer su camino, reflejar su vida en mi vida, ser capaz también de cargar con su cruz o con la cruz nuestra de cada día, pero haciéndolo a su manera. Que ese proyecto de mi vida coincida totalmente con el proyecto de Jesús. Que sepamos bien, tengamos muy claro y muy asumido en nuestra vida lo que es su vida, esa vida que tenemos que copiar en nosotros.
Decíamos que Jesús les pregunta o les platea a los que van con el de camino subiendo a Jerusalén algo así como si sabían bien lo que significaba aquella subida. Cuando lleguen a Jerusalén, ellos que van encantados con Jesús porque han escuchado sus enseñanzas, han visto sus milagros e incluso van a hacer una fiesta grande en la bajada del monte de los Olivos a la entrada a Jerusalén, allí se van a encontrar que Jesús es discutido y rechazado, que buscarán su muerte por todos los medios; que el amor y la entrega de Jesús le va a llevar a la cruz y a la muerte, y entonces llegará el momento de que los que le siguen tendrán que tomar partido, decidirse. Y ya sabemos lo que sucedió en Jerusalén y como los mismos discípulos andaban divididos, huyeron, o andaban encerrados por miedo a los judíos. El mismo Pedro llegará a negar que conoce a Jesús.
Por eso ahora Jesús les previene, les prepara. Ser su discípulo para seguirle significará que hay que preferirle a El frente a todo y frente a todos. Por eso les dirá: ‘Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre o a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío’.
Es una decisión importante. Jesús tiene que ser el primero; su Reino tiene que ser lo primero; esa Buena Noticia que han escuchado tiene que ser lo que tenga preferencia en la vida. No es que no se pueda amar al padre, la madre, la mujer, el hijo el hermano o la hermana. Pero Jesús, su Reino, el Reino de Dios tiene que estar por encima de todo, tiene que ser lo que dé sentido, profundidad, valor, autenticidad a todo lo demás.
‘Quien no lleve su cruz detrás de mi, no puede ser discípulo mío’, sigue diciéndoles. ¿Qué significa ese llevar la Cruz? ¿Qué significó la Cruz para Jesús? La Cruz fue entrega, pero fue amor; entraña sufrimiento y sacrificio, pero todo está envuelto en el amor, en el amor sin límites, en el amor hasta el final. Es, entonces, la ofrenda de amor que tenemos que saber hacer de nuestra vida.
Ofrenda de amor en nuestra fidelidad incluso hasta en el dolor. Ofrenda de amor en esa aceptación de nuestra vida con sus cruces, sus sufrimientos, sus sacrificios. Ofrenda de amor en esa entrega que tenemos que vivir en cada momento en la responsabilidad del día a día. Ofrenda de amor en ese testimonio de Jesús, al ponerlo como lo principal, lo preferido de nuestra vida, que vamos haciendo con nuestra palabra, con nuestro ejemplo, con nuestras obras de amor, con las cosas buenas que vamos haciendo cada día.
Esto es cosa que sabemos y que queremos vivir, es cierto. Pero bueno es recordarlo, revisarlo porque, como decíamos, los cristales con los que vemos la vida se nos pueden ir empañando con el polvo, con las suciedades y miserias de la vida. Y es bueno que nos dejemos interpelar por el Evangelio.
Además, podemos recordar lo que nos decía el libro de la Sabiduría. ‘Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles’. Somos débiles y tantas veces erramos en nuestro camino. Queremos conocer los designios de Dios, comprender lo que Dios quiere y como decía el sabio del Antiguo Testamento ‘¿quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría enviando tu santo Espíritu desde el cielo?’.
Que el Espíritu del Señor nos ilumine, nos de fuerza para seguir ese camino de Jesús porque sólo con la fuerza del Espíritu podremos comprenderlo y podremos ponernos en camino con El. Queremos en verdad ser sus discípulos, seguir a Jesús, ponernos en camino con El, aunque tengamos que subir a Jerusalén, aunque tengamos que cargar con la cruz porque para nosotros Jesús será siempre el primero, porque lo es todo para nosotros.