sábado, 17 de julio de 2010

En su nombre esperarán las naciones

Miqueas, 2, 1-5;
Sal. 10;
Mt. 12, 14-21

Podíamos decir que se dibuja en el horizonte la pasión de Jesús con la oposición que los fariseos comienzan a manifestar contra Jesús. Han comenzado las disputas con Jesús y en todo lo que Jesús hace o en la manera de actuar de los discípulos de Jesús los fariseos siempre tienen que buscar un lado oscuro. Le acusan incluso de que Jesús viola el sábado, algo que era muy sagrado para todo judío pero que los fariseos llevan al extremo. Miden hasta los pasos que se pueden dar el sábado para que su caminar incluso no sea considerado un trabajo que no se puede realizar el sábado. Pero Jesús les desenmascara haciéndoles comprender que El está por encima del sábado. Era el texto que hubiéramos escuchado ayer.
Por eso, como dice el evangelio hoy, ‘al salir, planean el modo de acabar con Jesús’. Pero la luz no ser puede apagar, la salvación tiene que seguir llegando a todos. Y aunque Jesús al enterarse se marchó de allí para no poder en peligro innecesariamente su vida – no había llegado su hora, como diría en otras ocasiones – sin embargo sigue curando a cuantos se acercan a El con cualquier dolencia. ‘Muchos le siguieron y El curó a todos, mandándoles que no lo descubrieran’, continúa diciendo el evangelista.
Pero esto les recuerda lo anunciado por los profetas: ‘Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, mi predilecto. Sobre El he puesto mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no gritará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará, hasta implantar el derecho; en su nombre esperarán las naciones’.
Nos recuerda el texto que Lucas pone en labios de Jesús en la lectura del sábado en la sinagoga de Nazaret. Allí había comentado entonces Jesús: ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’. Nos recordará también la voz venida desde el cielo, la voz del Padre en las teofanías del Jordán, cuando el Bautismo de Jesús, y en el Tabor cuando la transfiguración. ‘Es mi Hijo, mi Hijo amado, escogido, predilecto...’ al que tenemos que escuchar y seguir para alcanzar la salvación.
Pero es la luz que no se puede apagar, aunque esa una mecha humeante e insignificante. Podremos parecer inútiles e inservibles porque estamos machacados por nuestros pecados, pero Cristo viene a restaurar nuestras vidas, a rescatarnos y a darnos nueva vida. Jesús sigue curando, salvando, haciéndonos llegar su salvación; una salvación que ahora puede parecer oculta pero que un día resplandecerá.
Jesús es nuestra esperanza, la esperanza de todos los pueblos y naciones. ‘En su nombre esperarán las naciones’, nos dice el profeta en el texto citado. Todos los hombres, aunque algunas veces estemos cegados por nuestra maldad y nuestro pecado, en el fondo deseamos y esperamos una salvación. Y esa salvación no nos viene por nadie más sino por Jesús. Ningún otro nombre puede salvarnos.
Por eso a Jesús seguimos acudiendo; de El seguimos esperando la salvación. Y en su nombre querremos hacer todo lo bueno que tenemos que realizar en la vida. Como Pedro, ‘en tu nombre echaré las redes’, porque sólo así sabemos que tendrá fruto nuestra vida. Cristo Jesús es el que nos da fuerza y sentido a todo nuestro quehacer.

viernes, 16 de julio de 2010

Nos vestimos de María, Virgen del Carmen


Zac. 2, 14-17;
Sal.: Lc. 1, 46ss;
Mt. 12, 46, 50

Hoy celebramos una fiesta de la Virgen que suscita mucha devoción y entusiasmo en medio del pueblo cristiano. Nos es fácil encontrar en cualquier rincón ya sea junto al mar, o en medio de nuestros valles o montañas una ermita o una iglesia dedicada a la Virgen del Carmen. Las gentes del mar la invocan como su Stella Maris, su Estrella del Mar que les conduzca a puerto seguro tras sus travesías y sus trabajos de pesca, pero también en nuestros campos, en nuestros pueblos la gente tiene una especial devoción a la Virgen del Carmen, siendo muchos los que visten su hábito o llevan colgado al cuello su escapulario.
Nuestra Señor del Carmen, la Virgen del Monte Carmelo, que lleva su nombre precisamente de ese monte del Carmelo que tanto significado tuvo en la Biblia y en la historia de Israel. Todos conocemos cómo allí, entre otros hechos del Antiguo Testamento, fue el lugar de refugio del profeta Elías y signo de su celo por el único Dios de Israel frente a los baales y sus profetas que surgían entonces en medio del pueblo. En la liturgia últimamente hemos escuchado en la Palabra de Dios esos relatos del libro de los Reyes en relación con estos acontecimientos del profeta Elías.
Con ese telón de fondo, podríamos decir, en la época de las Cruzadas por liberar la tierra santa del poder del musulmán, fueron muchos los que una vez que llegaron a la tierra que habitó el Señor para liberarla, se quedaron luego en una vida ascética de oración y penitencia escogiendo este lugar de tantos recuerdos del profeta Elías para allí establecerse primero como ermitaños para posteriormente formar los grupos iniciales de lo que sería la Orden del Carmelo, tomando su nombre precisamente del lugar. Pero no podía faltar la devoción a la Virgen, a la Virgen cuya imagen entronizaron en ese lugar, a la Virgen que entonces sería llamada del Monte Carmelo.
Se extenderían luego por Europa, pasando muchas dificultades hasta el punto de estar en peligro de verse extinguidos y no reconocidos por la Iglesia. Es cuando el superior general de entonces, Simón Stock, el 16 de julio de 1251, ante la oración que con tanta insistencia hacía a la Virgen para que le diera una señal de su protección, recibe la visita de la Virgen que le entrega el hábito, el escapulario, como señal de esa especial protección de María. ‘Recibe el hábito de tu orden y privilegio para ti y para todos los carmelitas; el que muera con él no padecerá el fuego eterno, es señal de salud y salvación en los peligros, alianza de paz y de pacto sempiterno’.
La Orden de los Carmelitas se seguiría extendiendo en sus ramos masculinas y femeninas, recordemos nuestros san Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús – aunque no vamos ahora a extendernos en comentar mucho sobre la Orden de los Carmelitas – y pronto no sólo los que pertenecían a dichas Ordenes sino muchos cristianos viviendo en medio de sus familias y en el mundo querían llevar ese hábito o escapulario de la Virgen. En breves palabras es el origen del escapulario de la Virgen que llevamos como signo de su protección maternal, de su presencia junto a nuestras vida y nuestras luchar para darnos fuerza, y desde nuestra devoción a la Virgen nuestro deseo y compromiso por querer vivir nuestro seguimiento de Jesús en una vida cristiana ejemplar.
Pues eso es lo que la Virgen del Carmen nos está pidiendo y en lo que una verdadera devoción a María tendríamos que centrarnos. María siempre nos llevará a Cristo. María siempre nos está diciendo, como en la bodas de Caná a los sirvientes, que hagamos lo que El nos diga. Y cuando decimos que tenemos devoción y amor a la Virgen no puede ser de otra manera que copiando en nosotros sus virtudes y su santidad. Hoy Jesús nos ha dicho en el evangelio que si cumplimos la voluntad del Padre del cielo seremos su madre, sus hermanos, su familia. Queremos parecernos a María, la Madre del Señor que tan bien plantó en su corazón la palabra del Señor y le hizo dar frutos de santidad.
La imagen del escapulario es bien significativa. No es sólo un trozo de tela que ponemos sobres nuestros hombres. Es algo más hondo lo que tiene que significar. Cuando aquellos cristianos quisieron llevar el escapulario de la Virgen a la manera de aquellos religiosos y religiosas de la Orden del Carmelo, era porque veían en ellos unas personas que por su amor a María vivían una vida distinta, sentían una especial protección de la Virgen y en cierto modo ellos querían imitarlos.
Llevar, pues, el escapulario de la Virgen, una medalla o cualquier otro signo religioso con nosotros no lo hacemos como un talismán que nos libere de males, sino como una señal de que nosotros queremos vestirnos de María, porque a ella queremos parecernos, de ella queremos copiar sus virtudes, como ella queremos también resplandecer de santidad. ¿Qué otro mejor vestido podemos llevar en nuestra vida que el de María, que es su amor y su santidad?
Por eso el primer efecto, junto con esa protección que tenemos asegurada de María, es ese deseo de querer ser cada día más santos, superarnos en nuestras deficiencias y debilidades, querer vivir alejados del pecado, y con la gracia que María nos alcanza del Señor, caminar por caminos de mayor santidad cada día. Mal podemos compaginar el llevar una medalla o un escapulario de la Virgen con una vida de pecado.
Y sentimos la protección de María, la ayuda maternal que nos consigue la gracia del Señor; y María nos lleva de la mano, podíamos decir, para que nos sintamos fuertes en nuestras luchas por ser mejores. Y si queremos caminar así al paso de María, vestidos de Maria, claro que ella nos librará con la gracia divina de vernos condenados al fuego eterno, más aún nos ayudará salir pronto de la purificación del purgatorio para que podamos gozar de la dicha del cielo. Es el cuadro de ánimas que contemplamos en muchas de nuestras Iglesias y que muchas veces está acompañado por la imagen bendita de la Virgen del Carmen.
Que ella sea en verdad la Stella Maris, la Estrella que nos conduzca por los mares embravecidos de esta vida hasta el puerto seguro de la salvación.

jueves, 15 de julio de 2010

Mi alma te ansía de noche… en mí encontraréis vuestro descanso

Is. 26, 7-9.12.16-19;
Sal. 101;
Mt. 11, 28-30

Mientras en el profeta Isaías se nos manifiestan unas ansias y deseos de Dios porque queremos buscar y seguir su senda, vivir en su paz, en el evangelio Jesús nos invita a ir hasta El porque en El vamos a encontrar esa paz y ese descanso.
‘En la senda de tus juicios, Señor, te esperamos, ansiando tu nombre y tu recuerdo. Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti, porque tus juicios son luz de la tierra y aprenden justicia los habitantes del orbe’. ¡Qué hermosos deseos! ¡Qué esperanza y que confianza puesta en el Señor! Lo deseamos, lo buscamos, queremos encontrar esa luz, queremos aprender de su justicia y santidad.
No siempre es fácil porque nos distraen tantas cosas, nos sentimos atraídos por otras, y muchas nos llevan a caminar caminos que no son de justicia y verdad, o cuando queremos caminar nuestros caminos sólo a nuestro saber o por nosotros mismos. Podemos caer en el vacío, en la nada, en la muerte si abandonamos los caminos del Señor o perdemos esa inquietud espiritual en nuestro interior. No podemos perder de vista cuál es la meta de nuestro caminar cristiano.
Jesús nos invita a ir hasta El. Nos encuentra quizá desorientados o perdidos en nuestro camino y el va siempre delante de nosotros señalándonos la senda. Nos agobiamos y cansamos muchas veces porque la lucha por superarnos nos puede parecer fuerte y costosa, pero sabemos que no la hacemos por nosotros mismos sino en El, con El, sintiéndole a El en nuestro caminar.
‘Venid a mí todos los que estáis cansado y agobiados y yo os aliviaré’. Es nuestra senda, nuestra fuerza, nuestro descanso, nuestra paz. De El tenemos que aprender. ‘Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso’. Mansedumbre, humildad, paz y serenidad de espíritu, amor. Son los caminos del Señor. Es la vida del Señor. Es lo que contemplamos en El y de El tenemos que aprender.
Algunas veces la palabra ‘yugo’ nos puede resultar fuerte o dura a nuestros oídos, aunque Jesús nos diga que ‘su yugo es llevadero’. Pero al pensar en el yugo pensamos en ese aparato por llamarlo de alguna manera con que se enyugan los animales, sobre todo lo bueyes o caballerías, para realizar los duros trabajos del campo, las aradas o la conducción de los productos del campo. Nos puede parecer algo duro e incómodo. Pero el yugo les sirve a los animales para facilitarles el trabajo o para mejor conducirlos por los caminos.
Cuando en la literatura judía se está hablando de yugo se está haciendo referencia a la obediencia de la ley del Señor en todo momento. Podría parecer dura esa obediencia a la ley del Señor como si fuera una pesada carga que se nos impone, pero me gustaría recordar ahora lo escuchado en el libro del Deuteronomio el pasado domingo y así pudiéramos entender mejor lo que Jesús quiere hoy expresarnos.
‘Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos… porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda o inalcanzable… el mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca…’ No es algo inalcanzable, lo tienes inscrito en tu corazón, es el cauce, el camino seguro por donde ha de caminar tu vida para que la vivas en felicidad. Los mandamientos con como esos raíles del camino para que lo siguas y no te salgas de ellos; si caminas por ellos caminarás seguro, sin peligro, con la seguridad de alcanzar la meta.
No nos pide el Señor cosas imposibles, sino aquello que nos va a lograr la más hermosa y plena felicidad. ‘Mi yugo es llevadero y mi carga ligera’, nos dice el Señor. Porque además El está con nosotros, haciendo nuestro propio camino, siendo nuestra fuerza y nuestro viático, nuestro descanso y nuestra paz verdadera. Aprendamos de Jesús. ‘Así aprenden justicia los habitantes del orbe’, que decía el profeta.

miércoles, 14 de julio de 2010

Te damos gracias, Padre, Señor de cielo y tierra

Is. 10, 5-7.13-16;
Sal. 93;
Mt. 11, 25-27

‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra…’ proclama Jesús en el Evangelio. Te damos gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, queremos proclamar nosotros también. Estamos celebrando Eucaristía. Estamos celebrando acción de gracias. Ahora, en la celebración. Cada momento de nuestra vida tiene que ser acción de gracias, tiene que ser Eucaristía.
Es un acto de fe, una proclamación de nuestra fe. Reconocemos, es el Señor; el Señor de toda la creación, Señor de cielo y tierra; el Señor, único Señor de nuestra vida al que tenemos que amar con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Reconocemos su grandeza y reconocemos su amor, le llamamos Padre, como nos lo enseñó Jesús. Un acto de fe, pero una proclamación de amor y de acción de gracias. Es el Padre que nos creó y que nos ama.
Da gracias Jesús porque el Señor del cielo y de la tierra se nos manifiesta, se nos da a conocer. Es Jesús quien nos lo da a conocer; es el Verbo divino, es la Palabra del Padre, es la revelación de Dios. Todos podríamos conocerle porque a todos se nos quiere revelar – ‘nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar’ -, sin embargo no todos tenemos siempre las verdaderas actitudes en nuestro corazón para poder conocerle. Sólo los humildes, los pequeños, los sencillos podrán conocer a Dios, porque Dios rechaza a los que son soberbios de corazón.
‘Has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor’, reconoce Jesús. ¿Quiénes son los que escuchan a Jesús? El se mezcla entre los hijos de los hombres, pero serán los pescadores, los hombres y mujeres sencillos del pueblo, los que labran la tierra y la trabajan con el sudor de su frente, los que son capaces de admirarse ante las maravillas de Dios porque aún tienen un corazón sencillo, son los que escuchan a Jesús y lo reconocerán como profeta porque nadie ha hablado como El, nadie ha hablado cosa igual.
Los que vengan con humildad y corazón abierto hasta Jesús podrán llegar a conocer los misterios de Dios sea cual sea su condición porque lo que importa es el corazón. Habrá entre los principales del pueblo quienes le rechacen y le lleven incluso a la muerte, pero otros, aunque sean principales como Nicodemo, maestro de la ley, o Jairo, el jefe de la sinagoga, o el centurión romano con todo su poder, por citar algunos que aparecen en el evangelio, porque vienen con fe y humildad hasta Jesús podrán conocer los misterios de Dios y alcanzar la gracia con la que el Señor quiere regalarles.
Vayamos nosotros hasta el Señor con ese mismo espíritu de fe, de humildad, de acción de gracias. Como decíamos estamos celebrando la Eucaristía y en ella decimos al comenzar con el prefacio la plegaria eucarística ‘en verdad es justo y necesario darte gracias siempre y en todo lugar… por Jesucristo, nuestro Señor’.
Por eso le damos gracias ‘porque nos haces dignos de servirte en tu presencia’, como decimos en otro momento en la plegaria eucarística. Y aún decimos más ‘pues, aunque no necesitas nuestras alabanzas ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias para que nos sirva de salvación por Cristo, Señor nuestro’.
Que toda nuestra vida sea siempre Eucaristía, sea acción de gracias nos convirtamos nosotros también en ofrenda viva que en Cristo nos ofrezcamos con lo que somos y lo que vivimos al Señor.

martes, 13 de julio de 2010

Somos deudores de la gracia de Dios

Is. 7, 1-9;
Sal. 47;
Mt, 11, 20-24

Somos deudores de la gracia de Dios. Es un reconocimiento que tenemos que saber hacer y que nos tendría que dar mucho que pensar. Porque la oferta de amor de Dios continuamente en nuestra vida nos está pidiendo una respuesta.
Hoy Jesús en el evangelio recrimina a las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún. Aquella zona de los alrededores del lago de Tiberíades había sido su principal campo de apostolado. Cuántos milagros había realizado, paralíticos, ciegos, sordomudos, todos los aquejados con cualquier mal acudían a Jesús. Y allí había anunciando con toda intensidad el Reino de Dios. El evangelio insiste en que recorría todos los poblados de Galilea enseñando, proclamando la Buena Noticia del Reino de Dios. ¿Cuál había sido la respuesta?
‘Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habían convertido, cubiertas de sayal y ceniza…’ Y lo mismo le dice a Cafarnaún haciendo la comparación con Sodoma. Conversión nos pide el Señor. Un cambio en nuestra vida. Que demos frutos. Y recordamos la parábola de la higuera que había que cortar porque no daba frutos.
Cuántas gracias recibimos cada día del Señor. Con un amor especial el Señor nos ama a nosotros, me ama a mí, te ama a ti. Hemos de saber reconocerlo. Por eso decíamos que somos deudores de la gracia del Señor. Ya hemos reflexionado en alguna ocasión recordando esas llamadas que el Señor ha ido haciendo en nuestra vida, y esas gracias que de El hemos recibido.
Nos puede recriminar también el Señor como hacía con aquellas ciudades como nos cuenta el Evangelio. Esas gracias que nos ha dado a nosotros podía habérselas dado a otros. ¿Por qué estás tú aquí y no otro? ¿Por qué esta palabra del Señor está llegando hoy a ti y quizá otro no la escuche? ¿Por qué está llegando a ti esta Palabra de Dios por este medio y otro quizá no tiene esa gracia? ¿Nos hacemos merecedores de tanto amor y gracia del Señor? Son las predilecciones del Señor.
El Señor nos puede recriminar, pero siempre su palabra es una invitación, una nueva invitación que nos está haciendo en su amor para que vayamos a El. Nos miramos y quizá nos damos cuenta que no estamos dando todos los frutos que pide el Señor, pero con paz tratemos de rehacer nuestra vida, ordenarnos por dentro, buscar con sinceridad y con humildad al Señor.
No quiere El que perdamos la paz. No quiere que actuemos sólo movidos por el temor. Tratemos de poner mucho amor en nuestra vida. Ese amor que nos hará humildes para reconocer lo que somos, nuestra debilidad, pero también todo lo que recibimos del Señor. Y eso nos tiene que mover a dar eso pasos para ir a su encuentro que El nos está esperando. Pero no nos hagamos oídos sordos a su llamada, ni lo dejemos para mañana, para otro momento porque sabemos que ese momento quizá no llegue. No desaprovechemos la gracia del Señor.
Decíamos al principio que somos deudores y el que debe lo que tendría que hacer es pagar la deuda. No se trata aquí tanto de pagar la deuda sino de dar esa respuesta de amor que el Señor nos pide. Pero sintámonos obligados por su amor. pongamos totalmente nuestra fe en El. Como decía el Señor por el profeta Isaías en la primera lectura ‘Si no creéis, no subsistiréis’. Que no nos falte la fe, que no nos falte el amor.

lunes, 12 de julio de 2010

¿Cuál es la paz que Jesús quiere darnos?

Isaías, 1, 11-17;
Sal. 49;
Mt. 10, 34 – 11, 1

El evangelio que acabamos de escuchar de entrada nos desconcierta. Jesús nos dice ‘no penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz sino espadas…’ y en ese sentido continúa. Nos desconcierta porque a Jesús lo reconocemos como el Príncipe de la paz anunciado por los profetas; en su nacimiento los ángeles cantaron paz para todos los hombres que el Señor ama; y Pablo nos dirá que vino a reconciliar consigo a todos los hombres poniendo paz por la sangre de su cruz.
¿Cómo entendemos, pues, esas palabras de Jesús? Primero no las podemos sacar del contexto en el que fueron dichas. Nos lo recuerda el último versículo que hemos escuchado ‘cuando Jesús acabó de dar estas instrucciones a los apóstoles…’ Está, pues, enmarcado, en las instrucciones que dio a los apóstoles al enviarlos a predicar, como hemos venido escuchando estos días pasados.
Ya les anunciaba que no siempre iban a ser bien recibidos, porque aunque el anuncio que habían de hacer era la paz en aquella casa en la que entraban, si no había gente de paz, la paz volvería a ellos. Y el anuncio del Reino de Dios que iban haciendo por todas partes no siempre era bien aceptado, y a causa del Reino, de vivir ese sentido nuevo y esa vida nueva que con el Reino de Dios llegaba iban a encontrar oposición y división incluso entre aquellos más cercanos como podía ser la familia. Habla de esa enemistad que va a surgir entre padres e hijos y entre unos familiares y otros.
Por otra parte cuando algunos se habían ofrecido a seguirlo o El los había invitado, ante disculpas o deseos de posponer la respuesta porque había que ir a enterrar al padre que había muerto o por querer despedirse de la familia, les había dicho que ‘los muertos entierren a sus muertos… y el que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás no es digno del Reino de Dios’.
No nos extraña lo que hoy nos dice que ‘el que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí, y el que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá y el que pierda su vida por mí, la encontrará’. Una pérdida que no es pérdida sino ganancia, porque podríamos recordar lo dicho en otro momento ‘¿de qué le vale al hombre ganar todo el mundo si al final pierde su vida, su alma?’
¿Paz, entonces, o espadas? La espada significa esa exigencia de entrega, esa renuncia para darse, aunque sea doloroso. Pero la paz si la encontraremos; la paz de verdad, la paz más honda que podamos sentir en el corazón; no la paz impuesta por la violencia sino la que nada del amor y de la entrega.
Y finalmente nos habla de cómo la acogida que hagamos a sus enviados, o cualquier cosa buena que hagamos por el Reino de Dios no quedará sin recompensa. Algo tan sencillo como un vaso de agua dado en su nombre. En generosidad no le ganamos a Dios. Siempre el amor que el Señor nos tiene nos superará porque además la recompensa que nos promete tiene duración eterna en el cielo, pasa por la vida eterna que quiere regalarnos.
Y subrayamos lo dicho por el profeta: ‘Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones; cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad la justicia, defended al oprimido; sed abogados del huérfano, defensores de la viuda’. Un camino que agrada al Señor.

domingo, 11 de julio de 2010

El buen samaritano nos enseña la sabiduría del amor


Deut. 30, 10-14;
Sal. 68;
Col. 1, 15-20;
Lc. 10, 25-37


¡Cuántas justificaciones nos buscamos para nuestra mediocridad! ¡Cuántos rodeos vamos dando en la vida para buscar el justificarnos, para cumplir pero sin tener que darnos mucho, para evitar tener que enfrentarnos a situaciones donde tengamos que arremangarnos y poner manos a la obra en su solución! Son los primeros pensamientos que me surgen al escuchar el relato del evangelio proclamado.
Por una parte, el maestro de la ley que tenía que tener buen conocimiento de lo que es la ley del Señor, viene a preguntar ‘maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ Luego que pregunta quién es ese prójimo al que tiene que amar. Por otra parte los personajes de la parábola de Jesús, el sacerdote y el levita, que ‘dieron un rodeo y pasaron de largo’. ¿Llegaban tarde al templo? Realmente venían de vuelta porque venían bajando también de Jerusalén. ¿Podrían convertirse en impuros por si acaso aquel hombre caído fuera ya cadáver? Ya sabemos lo de las impurezas legales entre los judíos y que los fariseos cuidaban tanto.
Pero no nos contentemos en fijarnos, comentar y criticar la actitud de aquellos personajes sino aprendamos la lección; o, mejor aún, miremos si acaso actitudes parecidas a estas tenemos también nosotros muchas veces en nuestro corazón.
Porque lo de preguntarnos hasta donde tenemos que llegar para cumplir, sí que es una cosa en la que caemos o podemos caer con frecuencia. ‘¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?’ es una pregunta que de una forma u otra nos hacemos nosotros también. Lo de las rebajas no es sólo a nivel comercial en ciertas épocas sino que muchas veces son actitudes que se nos pueden meter en el corazón en nuestra relación con Dios. Una cosa sí es clara, cuando nos decimos seguidores de Jesús no podemos andar con tales mediocridades.
La pedagogía de Jesús es hermosa en este episodio. Cuando le pregunta el maestro de la ley, simplemente le hace recordar lo que estaba escrito en la Ley. Por eso, a la respuesta de aquel hombre repitiendo lo que era el primer mandamiento de la ley de Dios, Jesús simplemente le dice ‘haz esto y tendrás la vida’. Es lo que hemos escuchado hoy en el libro del Deuteronomio. ‘El mandamiento que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable… está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo’. Es la alegría de nuestro corazón. Es el sentido de nuestra vida. Es el camino que nos lleva a la vida. Cúmplelo y tendrás vida.
Pero sigue surgiendo la pregunta para ver hasta donde tengo que llegar. Claro que con Jesús no valen medias tintas, no valen mediocridades. Y el sentido del amor tendrá una amplitud más grande, una plenitud mayor. ‘¿Quién es mi prójimo?’ se pregunta el maestro de la ley. ¿Con quién tengo que portarme como prójimo? O, como nos preguntamos nosotros a veces, ¿hasta donde tengo que amar a mi prójimo?
Es cierto que en el Antiguo Testamento normalmente amar al prójimo era amar al que está a mi lado, en el sentido, de amar a mi pariente o a mi amigo. Aunque también nos encontraremos textos del Antiguo Testamento que nos hablan del respeto que hemos de tener al forastero o al huésped que llega hasta ti, de ahí las leyes de la hospitalidad tan hermosas en las costumbres de los antiguos.
Pero ya sabemos cómo con Jesús el concepto de prójimo adquiere un sentido y un estilo más amplio y más dinámico. Precisamente la parábola que hoy nos propone eso nos enseña. Porque ‘¿cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?’, pregunta Jesús. Y la respuesta fue: ‘el que practicó misericordia con él’, y precisamente era un samaritano, un forastero, uno al que casi consideraban como un enemigo, pues ya sabemos la enemistad entre judíos y samaritanos que nos lo refleja también el evangelio.
Ahí está precisamente el mensaje de la parábola, el mensaje del Evangelio. Frente a esas mediocridades con que andamos tantas veces en la vida, donde vamos poniendo límites y medidas a todo lo que hacemos, o haciéndolo buscando unos beneficios o rendimientos del bien que podamos hacer, tenemos que aprender de la sensibilidad, sencillez, generosidad, humanidad, finura del buen samaritano.
Se bajó de su cabalgadura para acercarse al hombre malherido que estaba tendido al borde del camino. No tuvo miedo de perder su tiempo o de salpicarse de la sangre del caído, sino se le acercó y le vendó sus heridas echándoles aceite y vino. Lo cargó sobre sus hombros, casi podemos decir recordando al Buen Pastor que cargó sobre sus hombros a la oveja herida y perdida, porque lo montó en su cabalgadura para llevarlo a la posada más próxima donde pudieran atenderle. ‘Cuida de él, le dijo dándole dos denarios al posadero, y lo que gastes de mas yo te lo pagaré a la vuelta’.
Tenemos que aprender a ser buen samaritano que llevemos los ojos bien abiertos por la vida para ver donde hay un hombre caído, donde está quien pueda necesitarnos, donde haya alguien atenazado por el dolor o el sufrimiento, donde esté un corazón triste y apenado, y sabernos detener para curar, para sanar, para calmar cualquier sufrimiento, para dar vida, para levantar el ánimo, para suscitar esperanza.
La lección del samaritano es bien hermosa y elocuente. No era judío, y sin embargo supo tener misericordia en su corazón para atender al caído. Nos refleja bien lo que es el amor en el sentido de Jesús y nos refleja también lo que es el amor misericordioso del padre que acoge al hijo malherido. Un amor que nos lleve a ayudar a quien lo necesite más allá de cuales sean las diferencias que haya entre nosotros.
Tenemos que ser también como aquel posadero que sepamos acoger al que sufre, al que necesite nuestro consuelo o nuestro cariño, para saber acompañar, para saber escuchar, para saber trasmitir vida, para practicar las obras de misericordia ya sean corporales o espirituales, como estudiábamos en el catecismo, con ese hermano que encontremos caído en el borde del camino de la vida. Y no hace falta ir muy lejos para encontrarlo. Lo que necesitamos será quizá abrir los ojos de nuestro corazón para encontrarlo.
No podemos quizá resolver todos los problemas porque grande es la amplitud del mal y del sufrimiento, pero si podemos poner cada día nuestro granito de arena poniendo más humanidad en nuestro mundo y en nuestras mutuas relaciones. Lo que sí tenemos que cuidar es que por la amplitud del sufrimiento que contemplemos nos lleguemos a acostumbrar e insensibilizar. Lejos de nosotros esa pasividad y esa atonía que se nos puede meter en la vida, como todas esas justificaciones que a veces nos buscamos. El amor siempre tiene que ser un revulsivo fuerte en nuestro corazón para que con nuestro testimonio despertemos esa sensibilidad del amor en los que nos rodean.
Pidamos al Señor esa sabiduría del amor.