sábado, 12 de junio de 2010

Pongámonos junto al Corazón Inmaculado de María y contemplemos cuánto guarda en su corazón


Is. 61, 9-11;
Sal: 1Sam. 2;
Lc. 2, 41-51

Cuando entramos en la casa o en el hogar de alguien estamos entrando en gran parte en la intimidad de su vida. Cuantos recuerdos o retazos de la vida se encuentran por todas partes: fotografías, objetos de adorno, rincones especiales, determinados objetos pueden traer a la memoria momentos felices o dolorosos de la vida, pero que la mayor parte de las veces quedan guardados en lo secreto del corazón salvo que aquella persona quiera compartirlo con nosotros.
Hoy queremos pedirle permiso a María para entrar en el hogar de su corazón. Casi no haría falta porque ella como buena madre siempre tiene abierto su corazón para sus hijos. En este día en que hacemos memoria y fiesta celebrando litúrgicamente el Corazón inmaculado de María, tras la celebración en el día de ayer del Sagrado Corazón de Jesús.
Muchas cosas, muchas vivencias quedan guardadas en el corazón de María. Ya el evangelista nos ha dicho que ante todo aquello que estaba sucediendo ‘María conservaba todas estas cosas en su corazón’. Por eso con mucha delicadeza pero con los ojos de nuestro corazón bien abierto queremos acercarnos a su corazón Inmaculado, a su corazón de Madre, porque son tantas cosas las que ella nos puede enseñar.
Lo contemplamos, sí, inmaculado como es el título de esta fiesta, porque ella es la Inmaculada, la Purísima, la sin pecado, la que fue preservada de todo pecado, incluso del pecado original en virtud de los méritos de su Hijo. Pero aunque Dios le diera ese don de ser preservada del pecado, con cuanto mimo y con cuanto amor supo María conservar esa pureza, esa santidad en su vida.
Ella es la Madre de la fe, la mujer que abrió su vida a Dios, porque en el confiaba y por ella recibió ese especial amor del Señor que la eligió, la escogió bendita entre todas las mujeres para ser la Madre del Señor, la Madre de Jesús, verdadera Madre de Dios.
Es la fe con la que ella sabía descubrir la acción de Dios en su vida, la que reconoció la embajada angélica como la voz de Dios que llegaba a su corazón anunciándole cosas grandes. Es la fe con la que se dejó hacer y conducir por el Espíritu divino y que la llenó y la inundó de amor.
Es la fe con la que ella contemplaba todos aquellos acontecimientos que se iban sucediendo y que ella ha guardado en su corazón como quien guarda los recuerdos, los regalos o las fotografías más hermosas de los acontecimientos de su vida: la embajada angélica, la visita a su prima Isabel, las dudas en silencio de José, el nacimiento de Jesús en Belén con la presencia de los ángeles y los pastores, más tarde de los magos venidos de Oriente, su exilio a Egipto y su vuelta a Nazaret, el niño perdido en el templo o el crecimiento silencio de aquel niño que era su hijo pero que era el Hijo de Dios. Todo lo iba guardando en su corazón, en todo veía ella el actuar de Dios.
Es la fe de María que se hace compromiso de amor para ir hasta la montaña a servir a su prima Isabel, o para estar con los ojos atentos ante cualquier problema o necesidad como en las bodas de Caná.
Allí guardado en su corazón está la presentación del Niño Jesús en el templo donde comienza la ofrenda y donde comienza el sacrificio; allí le anunció el anciano Simeón lo de la espada que le atravesaría el alma y por eso ella estaba preparada – bien conocía también lo anunciado por los profetas – para el momento del sacrificio de su Hijo en su pasión y en su muerte en la Cruz. De ella aprendemos a hacer ofrenda de nuestra vida, a sacrificar nuestro corazón y nuestro yo, a unirnos también nosotros a la pasión y a la cruz; a esperar con la esperanza de la madre la alegría de la resurrección anunciada para que se consumara la Pascua.
Allí guardado en su corazón están los primeros pasos de la Iglesia naciente, la oración con los discípulos en el cenáculo y la venida del Espíritu Santo que diera comienzo a la acción de la Iglesia. Y ahí se continuaría en una lista sin fin esa presencia de María, todo lo que ella tiene guardado en su corazón, junto a los hijos que Jesús le diera al pie de la Cruz.
Quedémonos ahí en silencio y contemplando nosotros también transidos de amor como María cuánto guarda en su corazón. Que en ese contemplación crezca y madure nuestra fe; que aprendamos de ella a amar con el amor que Jesús nos prescribió, de ella la que supo darse también y olvidarse de sí mismo. Quedémonos ahí junto a su corazón y elevemos nuestra plegaria, con ella demos gloria y alabanza al Señor, y a ella pidámosle que sea nuestra madre intercesora para nuestras necesidades, para las necesidades de nuestros hermanos, para las necesidades de la Iglesia y del mundo. Dejemos que María nos guarde también en su corazón, pero ensanchemos el nuestro para tener por siempre a María con nosotros.

viernes, 11 de junio de 2010

Proyecto de amor eterno en el corazón del Señor


Ez. 34, 11-16;
Sal. 22;
Rm. 5, 5-11
Lc. 15, 3-7

‘Los proyectos del corazón del Señor subsisten de edad en edad, para librar las vidas de sus fieles de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre’. Con estas palabras tomadas del salmo 32 iniciaba la liturgia de este día la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Como decíamos en la oración ‘al celebrar la solemnidad del Corazón de tu Hijo unigénito, recordamos los beneficios de su amor para con nosotros…’
Todo nos habla en este día del amor del Señor. ‘Los proyectos del corazón del Señor’ que son siempre proyecto de amor para nosotros, amor eterno de Dios. La imagen del Corazón eso quiere expresar, porque incluso en nuestro lenguaje relacional hablar del corazón es hablar de la amistad, del cariño, del amor que sentimos hacia aquellos que están cerca de nosotros. De ahí esta devoción tan hermosa que nos quiere hacer profundizar en el amor de Dios.
Para hablarnos de todo lo que significa Jesús para nosotros con el lenguaje de la Biblia empleamos diversas imágenes, porque es tanto lo que El es para nosotros que nos es imposible algunas veces expresarlo con nuestras palabras o reducirlo a unas ideas. Hoy en la liturgia la imagen que se nos presenta es la del Buen Pastor.
Tanto ese hermoso texto del profeta Ezequiel que nos habla del pastor que sigue el rastro de su rebaño, que lo busca y que lo alimenta, que lo libra de todos los peligros y lo conduce por buenos caminos, como luego la parábola del evangelio que en cierto modo viene a abundar en lo que ya nos decía también el profeta. ‘Buscaré las ovejas perdidas , recogeré a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas… las apacentaré como es debido’. Qué más se nos podría decir.
Nos habla el evangelio de la alegría del pastor que encuentra a la oveja perdida y hace fiesta. ‘Felicitadme, he encontrado la oveja que se me había perdido’. Había dejado las noventa y nueve bien guardadas en el redil para ir a buscar la oveja perdida. Cuánto es el amor que Dios nos tiene. Cómo nos busca y nos llama.
Ha ofrecido su vida por amor a nosotros, se ha entregado en la entrega más sublime en el sacrificio de la cruz. Porque quiere que tengamos vida y que la tengamos en abundancia. Como no decía Pablo en la carta a los Romanos ‘la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros…’ Así ha derramado su amor por nosotros. Nos da su Espíritu para llenarnos de su amor pero para que también nosotros amemos con el mismo amor.
¡Cuál ha de ser nuestra respuesta? Amar con el mismo amor. Pero para ello hemos de ir a beber a la fuente de su vida divina. Pedíamos ‘recibir de esta fuente divina una inagotable abundancia de gracia’. Y en el prefacio vamos a proclamar y dar gracias a Dios porque ‘con amor admirable se entregó por nosotros, y elevado sobre la cruz hizo que de la herida de su costado brotaran, con el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia; para que así, acercándose al Corazón abierto del Salvador todos puedan beber con gozo de la fuente de la salvación’.
Vayamos, pues, a la fuente de la vida divina, a la fuente de la gracia, al corazón de Cristo de donde brotan los sacramentos que nos llenan de vida y de gracia. Vayamos hasta Cristo para empaparnos de su amor. Vayamos hasta Cristo para unirnos tanto a El que con El nos hagamos uno, nos configuremos con Cristo. Vayamos hasta Cristo para alimentarnos de su amor, pero para salir de El cada vez más fortalecidos, pero también más convencidos de que podemos, de que tenemos que llevar ese amor a los demás. Es el amor el que nos salva; es el amor de Cristo el que salvará al mundo. Somos testigos pero también tenemos que ser operarios que siembren ese amor en los demás.
Y en este día de clausura del Año Sacerdotal una palabra breve para exhortaros a que no os olvidéis nunca de vuestros pastores, los sacerdotes, en vuestras oraciones. Así como durante todo este año hemos ido elevando una y otra vez nuestra oración por los sacerdotes, porque se acabe el año sacerdotal no significa que tenga que dar por concluida ya esa oración por los sacerdotes. No olvidéis que igual que la iglesia, el pueblo cristiano necesita de sus sacerdotes, los sacerdotes necesitan también del apoyo, del aprecio, de la oración del pueblo cristiano, para que así no nos falte nunca la gracia del Señor para el cumplimiento de nuestra misión, para el crecimiento en esa santidad que en todos tiene que brillar.

jueves, 10 de junio de 2010

La delicadeza del amor que vive el discípulo de Jesús

1Rey. 18, 41-46;
Sal. 64;
Mt. 5, 20-26

Tenemos problemas como cualquier hijo de vecino, como se suele decir, en la convivencia de cada día con los demás o en cualquier otro aspecto de la vida. Pero el discípulo de Jesús no se enfrenta a los problemas ni busca solución simplemente como hace cualquier hijo de vecino. Es que yo soy como todos, nos es fácil decir. Pero para un cristiano no tendría que ser así. Es que todo el mundo lo hace así, pero es que yo que soy discípulo de Jesús no hago simplemente lo que hace todo el mundo, sino que mi criterio y la norma o el sentido de mi actuar lo tengo en Jesús.
Hoy Jesús nos ha dicho: ‘Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos’. Para nosotros está siempre la exigencia que tenemos que ser mejores. Y mejores no es que estemos por encima de nadie, sino que no podemos contentarnos con la media. Contentarnos con la media, yo diría que es quedarnos en una nota baja. Nuestra medida tiene que ser mayor. Nuestra exigencia tiene que ser distinta. El listón que nos pone Jesús siempre más alto, más arriba, más allá. En algo hemos de distinguirnos los que en verdad seguimos a Jesús.
La antífona del aleluya al evangelio nos ha recordado el mandamiento de Jesús. ‘Amaos los unos a los otros como yo os he amado’. Y es que hoy el evangelio nos habla de la delicadeza y de la exquisitez en que hemos de vivir nuestro amor. Ya escuchamos con demasiada frecuencia la clásica frase o justificación de muchos: ‘yo no mato ni robo, yo no tengo pecados’. Pues bien, si escucháramos el evangelio de hoy con toda atención nos damos cuenta de lo cortos que nos quedamos con frases así.
Jesús contrapone lo que la gente suele decir, la actitud mínima que quizá podría exigir el antiguo Testamento, aunque si lo leemos con atención vemos es una interpretación muy corta de lo que se dice en los libros de la Ley, porque allí se nos dan muchos detalles de hasta donde tiene que llegar el amor de un buen creyente judío. ‘Habéis oído que se dijo a los antiguos… pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano, será procesado…’ Y después de ponernos esa exigencia de armonía y de paz que tiene que haber entre los hermanos, nos hablará de la delicadeza en nuestro trato y en nuestras palabras hacia el otro, de la búsqueda de reconciliación, del diálogo que tiene que conducir siempre a la paz.
Jesús es muy concreto y está tocando esas cosas que nos pueden suceder todos los días en nuestra convivencia y trato con los demás. Nunca palabras fuertes ni hirientes. De cuánta violencia llenamos muchas veces nuestras palabras y nuestras conversaciones. Que lenguaje más fuerte e hiriente se utiliza muchas veces en el trato con los demás. Busquemos siempre la palabra buena y el corazón generoso, la palabra amable y agradable al oído y al corazón del hermano.
Nada que pueda romper la comunión entre nosotros y hacernos estar distantes, si es que queremos vivir de verdad en comunión con el Señor, Es claro lo que nos dice Jesús. ‘Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, de acuerdas de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda’.
Una reconciliación que nos lleve siempre a buscar y a ofrecer generosamente comprensión y perdón; que busque todo aquello que nos pueda servir para el encuentro y para la comunión; a tender puentes que nos acerquen y busquen la armonía del corazón. Nunca volver la espalda al otro porque sea distinto o no piensa igual, nunca crear distancias porque haya cosas en las que no coincidimos, porque siempre hay un punto de encuentro.
Son las delicadezas del amor. Es el estilo nuevo que nos enseña Jesús. Es en lo que en verdad tenemos que distinguirnos sus discípulos. Es ese listón alto que nos pone Jesús, pero en donde nos acompaña con la fuerza de su Espíritu.

miércoles, 9 de junio de 2010

¡El Señor es el Dios verdadero! ¡El Señor es el Dios verdadero!

1Rey. 18, 20-39; Sal. 15; Mt. 5, 17-19

‘Respóndeme, Señor, respóndeme, para que sepa esta gente que Tú, Señor, eres el Dios verdadero, y que eres Tú quien les cambiará el corazón…’ Era la súplica, la oración de Elías al Señor confiando que se manifestaría la gloria del Señor y todos volverían a la fe verdadera. ‘¡El Señor es el Dios verdadero! ¡El Señor es el Dios verdadero!’, exclamaron todos cuando se manifestó la gloria del Señor, como hemos escuchado.
Cuando los israelitas se establecieron en la tierra de Palestina se encontraron en medio de otros pueblos que ya la habitaban pero que eran un mundo pagano que tenían sus propios dioses, en este caso, los baales. A pesar de que sus padres habían experimentado la presencia Dios en medio de ellos, que los había sacado de Egipto, atravesar el mar Rojo y cruzar el desierto para darles esta tierra, sin embargo se veían tentados de abandonar al verdadero Dios y rendir culto a los baales.
Pero Dios hacía surgir profetas como Elías que les trasmitían la Palabra de Dios y luchaban por mantenerlos en la fidelidad a la Alianza y en el culto al verdadero Dios. Es la lucha que contemplamos en el libro de los Reyes y que es lo que venimos escuchando en estos días. ahora el pueblo que había caminado confundido reconoce las maravillas del Señor. ‘¡El Señor es el Dios verdadero! ¡El Señor es el Dios verdadero!’
Una lección para nosotros. No podemos apartar nuestro corazón de Dios que es nuestro Padre y que de tantas maneras nos ha mostrado su amor, que nos ha enviado a Jesús como nuestra vida y salvación. Pero aunque nos decimos que creemos en un solo Dios, también nosotros podemos sentir la tentación del abandono de Dios. podemos querer hacernos un Dios a nuestra medida, o podemos apegar nuestro corazón a muchas cosas que convertimos en dioses de nuestra vida.
No querremos llamarnos idólatras pero sí nos creamos nuestros dioses en tantas dependencias que tenemos de cosas en la vida, materialismos y sensualidades, rutinas y comodidades, relativismos y frialdades espirituales que se nos meten muy dentro de nosotros, sin las cuales pareciera que no nos podemos pasar y nos pueden llevar al abandono de Dios, al abandono de nuestra fe con todas sus consecuencias. Y así pronto también nosotros podemos olvidar lo que es el verdadero mandamiento del Señor.
Por eso el cristiano siempre tiene que estar vigilante para mantener íntegra su fe. El cristiano ha de estar atento para no dejarse arrastrar por tantos relativismos morales que nos van a llevar por un camino de perdición. Qué fácil es comenzar a darle poca importancia a las cosas que verdaderamente lo tienen, y al final nos queremos hacer unos mandamientos a nuestra medida olvidando lo que es la verdadera voluntad del Señor.
Jesús hoy en el evangelio también nos previene ante esa tentación de que con El vamos a olvidar la ley del Señor. ‘No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolir sino a dar plenitud’. Que sepamos encontrar esa plenitud que nos quiere dar Jesús, buscando siempre lo que es la verdadera voluntad del Señor. Que no caigamos en la tentación de lo cómodo o de lo fácil, que no rehuyamos el sacrificio y el espíritu de superación en nuestra vida. Que busquemos siempre esa meta alta de santidad que Jesús nos propone como seguiremos escuchando en los próximos días en el Sermón del Monte.
Busquemos esa plenitud que nos lleva a la santidad. Que nos dejemos cambiar el corazón por la fuerza del Espíritu del Señor.

martes, 8 de junio de 2010

No podemos dejar de ofrecer la sal de Jesús a nuestro mundo

1Rey. 17, 7-16;
Sal. 4;
Mt. 5, 13-16

La sal nunca la niega un buen vecino. Entre las cosas que se comparten entre buenos vecinos existe la bonita costumbre de que nunca se le niega la sal a nadie. Todos habremos oído hablar cómo en algunas culturas una señal de acogida y hospitalidad a quien viene a tu pueblo o entra en tu casa, además de ofrecer agua y pan también se le ofrece sal como señal de amistad y de hospitalidad. Y no nos vamos a entretener ahora en subrayar las cualidades de la sal.
Hoy Jesús nos dice en el Evangelio que tenemos que ser la sal de la tierra y que no podemos permitir que la sal se vuelva sosa porque no serviría para nada. ¿Qué querrá decirnos Jesús? En el relato de Mateo estas palabras de Jesús están inmediatamente después de que nos propusiera las Bienaventuranzas. Y decíamos que con ellas nos está manifestando ese nuevo sentido de vivir de quienes creemos en el Evangelio y queremos vivir el Reino de Dios anunciado por Jesús. Nos sentimos dichosos y alegres por la fe que tenemos en Jesús y comprometidos a vivir el Reino de Dios que se va a manifestar en ese nuevo estilo de vida que nos enseña el Evangelio.
Si hemos impregnado nuestra vida de ese nuevo estilo, de ese Reino de Dios necesariamente no nos lo podemos quedar sólo para nosotros. Ese nuevo sabor de la vida que nos da nuestra fe en Jesus tenemos que trasmitirlo a los demás, con él debemos impregnar nuestro mundo, nuestra sociedad. ‘Vosotros sois la sal de la tierra’, nos dice Jesús. Si queremos que todos conozcan y vivan ese Reino de Dios que Jesús nos anuncia y quiere instaurar en nuestro mundo, tenemos que ser esa sal y esa luz con nuestra propia vida que contagie a los demás de esos nuevos valores del Evangelio.
¿Qué cosa mejor podemos ofrecer a los demás que esa fe que nosotros vivimos, esa salvación que hemos recibido, ese mensaje del Evangelio que se nos ha anunciado? Será, pues, nuestra vida esa sal que dé sabor a nuestro mundo; que no será nuestro sabor sino el sabor y el sentido de Cristo.
Y los mismo que nos dice Jesús de la sal nos lo dice también de la luz. Bellas imágenes que nos propone Jesús para explicarnos lo que tiene que ser nuestra vida para los demás una vez que le hayamos conocido a El. ‘Vosotros sois la luz del mundo’. Y la luz no se oculta, la luz tiene que alumbrar. Con la luz tienen que desaparecer las tinieblas. La luz tiene que estar colocada en el lugar oportuno para que pueda iluminar a todos. Y eso es una exigencia muy grande para nuestra vida a partir de nuestra fe. ‘Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo’.
Es ese nuevo estilo de vivir que hemos de tener quienes creemos en Jesús; es ese amor que tenemos que poner en nuestra vida; es ese testimonio que hemos de dar con nuestras obras y también con nuestra palabra valiente; es ese ejemplo que tiene que ser nuestra vida para los demás; es ese esfuerzo de superación y de crecimiento espiritual que hemos de tener cada día de nuestra vida; es esa lucha contra la tentación y el mal en la que tenemos que estar empeñados siempre; es ese espíritu de oración que tiene que haber en nuestra vida; es ese dejarnos conducir por el Espíritu del Señor que nos conducirá siempre a las obras buenas.
No podemos negarnos a ofrecerle nuestra sal al mundo que nos rodea. ¡Qué hermoso sería que así lo hiciéramos siempre porque ofrezcamos ese don de la fe con valentía a todos.

lunes, 7 de junio de 2010

Y de ellos es el Reino de los cielos

1Rey. 17, 1-6;
Sal. 120;
Mt. 5, 1-12

El primer anuncio de Jesús al comenzar a predicar por Galilea era la invitación a la conversión porque llegaba el Reino de Dios. Ese anuncio del Reino de Dios, el explicarnos cómo era ese Reinado de Dios y cómo habíamos de pertenecer a él fue la constante de su predicación con las parábolas y con los signos que realizaba.
Hoy hemos comenzado a escuchar el llamado Sermón del Monte, discurso que resumen en cierto modo el mensaje del Reino y que comienza con la proclamación de las Bienaventuranzas. Viene a decir quienes van a pertenecer a ese Reino de los cielos, y podíamos decir que están como enmarcada en aquellas en las que nos dice ‘y de ellos es el Reino de los cielos’.
Podemos seguir recordando otros texto del evangelio, como fue la proclamación del texto de Isaías en la Sinagoga de Nazaret que nos narra san Lucas. ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar el evangelio a los pobres – evangelizar a los pobres -…’ Hoy comenzará diciéndonos precisamente en la primera de las bienaventuranzas ‘dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos’.
Los pobres que son evangelizados; los pobres que poseerán el Reino de los cielos. Es muy significativo. Para ellos es la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios. ¿Para quienes mejor esa Buena Noticia que para aquellos que sufrían en su pobreza? ¿Pero no nos estará diciendo a nosotros que otro ha de ser nuestro estilo de vida para en verdad poder escuchar esa Buena Noticia? No serán los sabios y los entendidos, no serán los que se sientan llenos y satisfechos de sí mismos, no serán los que vivan la vida despreocupadamente pensando sólo en sí mismos y en sus satisfacciones personales, los que puedan escuchar y entender esa Buena Noticia, ese Evangelio del Reino de Dios.
Por eso en las bienaventuranzas nos hablará de los pobres y los que sufren, los que lloran y los que tienen deseos hondos, hambre profunda de cosas mejores, de un mundo mejor, los que tienen un corazón desapegado porque es puro y es limpio, los que en su compasión con los demás son capaces de cargar con el sufrimiento de los otros haciéndolo propio, los que viven comprometidos por hacer un mundo mejor y en paz y sufren en inquietud interior por ello, los que en verdad van a ser dichosos y felices con la llegada del Reino de Dios. No importará que sean incomprendidos o perseguidos; es más eso será motivo de gozo y alegría, porque por una parte eso sufrieron los profetas por el anuncio fiel de la Palabra de Dios, y por otra la recompensa que esperamos bien merece la pena porque será una dicha eterna.
Quienes siguen ese camino estarán ya viviendo el Reino de Dios, sentirán el consuelo y la misericordia de Dios, podrán conocer y contemplar a Dios, podrán llamarse y sentirse en verdad hijos de Dios. Entendamos y asumamos este mensaje que nos da Jesús. Hagámonos pobres, pequeños sin temer ser los últimos porque podremos llegar a ser los primeros en el Reino de Dios. Claro que para ello tendremos que cambiar el corazón, darle una vuelta grande a los planteamientos que nos hacemos en la vida y a nuestro estilo de vivir. Pero el Evangelio, esa Buena Noticia tiene que significar mucho para nosotros.
En la primera lectura hemos escuchado el inicio de unas lecturas que vamos a escuchar sobre el profeta Elías. El que también sufrió por ser fiel a Dios. Pero el que es el paradigma de los profetas por esa vida de fidelidad, por ese anuncio valiente, por ese trasmitirnos la verdad de Dios. Ya seguiremos reflexionando sobre este profeta.

domingo, 6 de junio de 2010

En la noche que iba a ser entregado… haced esto en memoria mía


Gen. 14, 18-20;
Sal. 109;
1Cor. 11, 23-26;
Lc. 9, 11-17


Hoy en todos los rincones del mundo los cristianos nos sentimos convocados de manera especial y nos reunimos en torno al Altar para celebrar esta fiesta grande y hermosa de la Eucaristía. Siempre la Eucaristía es fiesta para el cristiano pero hoy queremos hacerla más fiesta.
Unos con mayor solemnidad sacando a flote hermosas costumbres y tradiciones – como muestra nuestro pueblo que adornamos nuestras calles y plazas con alfombras de flores o de tierras de colores, o con colgaduras y arcos del más variado arte y hermosura; otros con mayor sencillez pero con no menos amor, todos queremos hacer fiesta y ofrecer lo mejor de nosotros mismos a quien por nosotros se ofreció y se hizo pan para que le comiéramos en la Eucaristía y así llenarnos de su vida.
Vamos a tratar de detenernos un poco para reflexionar en lo que celebramos en este día, aunque tenemos que decir como cada día cuando celebramos la Eucaristía, para hoy y siempre darle toda la hondura y toda la fuerza de nuestra vida a nuestra celebración de la Eucaristía.
‘Sacramento admirable’, que decimos en la liturgia, en que Cristo se nos da en su Cuerpo entregado y en su Sangre derramada; sacramento de amor en que se nos está manifestando esa locura de amor de Cristo por nosotros que quiere que tengamos su vida y para eso se hace comida y se hace bebida, para ser el alimento de nuestra vida, la vida de nuestra vida.
Pero fijémonos un poco en el marco en que Pablo – lo hacen también los evangelios – nos sitúa la Institución de la Eucaristía y que nos tendrá también que marcar o enmarcar la forma en que nosotros la celebremos y la vivamos. ‘El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo…’ nos dice. Cuando iba a comenzar su pasión, su entrega de amor en el amor más sublime de quien da la vida por aquellos a los que ama. Es el marco de la Pascua. Por eso, en este relato que nos trae la tradición más antigua de la Institución de la Eucaristía, Pablo terminará diciéndonos que ‘cada vez coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva’.
La Eucaristía no es algo ajeno ni al margen de la Pascua, de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Es más, cada vez que estamos celebrando la Eucaristía estamos celebrando la Pascua, es Pascua viva y actual para nosotros. Actualizamos el sacrificio de Cristo. ‘Anunciamnos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús’, que decimos habitualmente como una proclamación de fe en cada Eucaristía. ‘Este es el Sacramento de nuestra fe, este es e Misterio de la fe’, nos dice el Sacerdote.
Ese pan que comemos, ese cáliz que levantamos, no son para nosotros un simple pan o simple vino lo contenido en la copa. Es cuerpo entregado, es Sangre derramada, es amor que nos inunda, ese pan será pan partido y compartido, como Cristo se parte y se consume por nosotros en el amor de nuestros amores.
Por eso la Eucaristía no es algo que nos recuerde, no es una simple memoria o recuerdo que hacemos, sino que la llamamos memorial, porque es Cristo mismo presente entre nosotros; es el sacrificio de la Pascua que se hace presente en medio de nosotros y, más aún, en nosotros mismos. Memorial de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Memorial del sacrificio de la cruz pero que estamos ahora ofreciendo de una forma viva sobre nuestro altar.
Ya decíamos que fue en el marco de su entrega y su pasión donde nos deja la Eucaristía, pero en ese contexto queremos entender también las palabras que Jesús nos dice para que sigamos haciendo Eucaristía, para que también nosotros nos hagamos Eucaristía. ‘Haced esto en memoria mía’, nos dice dos veces. ‘Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía… este cáliz es la nueva Alianza sellada con mi Sangre. Haced esto cada vez que lo bebáis en memoria mía’.
¿Qué es lo que tenemos que hacer? ¿Qué nos está queriendo decir? Hacer lo mismo, repetir sus gestos y palabras sobre el pan y sobre el vino, pero no simplemente de una forma ritual. Lo haremos también porque nuestra celebración es rito y es liturgia.
Pero es algo más. Quiere decirnos algo más. Tenemos que ser Cuerpo que se entrega, Sangre que se derrama, como Cristo en su pasión, como Cristo en la Pascua de su Alianza nueva y eterna. Como el pan que se partió, se compartió y se repartió allá en el desierto cuando la multiplicación de los panes, que hoy hemos escuchado en el relato del Evangelio. Aquello fue signo y tipo de lo que Cristo quería hacer con su vida en la Pasión y que ya nos dejó para que lo viviéramos para siempre en la Última Cena.
Cristo se hace Eucaristía para que nosotros también nos hagamos Eucaristía. ¿Cómo? Fijémonos en lo que hizo Jesús. Allí estaba todo su amor que así se entregaba por nosotros. ¿Cómo hacerlo nosotros, entonces? Con amor, por el amor, en el amor. Nos entregaremos, nos derramaremos de amor por los demás, nos partiremos de amor por los demás. Haremos también nosotros esa ofrenda y ese sacrificio de amor. Como Cristo. A la manera de Cristo. Con el amor de Cristo.
Fue en la misma cena pascual en la que Cristo instituyó la Eucaristía, en la que antes había lavado los pies de los discípulos. Es en esa misma cena donde nos dejará el mandamiento del amor. Lo vivimos todo de manera muy intensa en el Jueves Santo.
Vuelve a estar unida esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo con la caridad, con el amor. Es que no podía ser de otra forma. Porque cada vez que haya Eucaristía tiene que estar muy presente el amor. Sin amor no podríamos celebrar la Eucaristía. Sin amor no hay Eucaristía. Por eso Jesús nos dirá que si vamos a presentar la ofrenda y hay quejas del hermano contra nosotros porque no le amamos, vayamos primero a reconciliarnos, vayamos primero a poner amor, para poder hacer la ofrenda, para poder hacer Eucaristía. Luego en la Eucaristía nos sentiremos alimentados para poder seguir viviendo con toda intensidad ese amor.
Así lo hizo Cristo y así nos mandó que lo hiciéramos nosotros. ‘Haced esto en memoria mía’ porque amáis, porque os entregáis, porque os derramáis de amor por los demás. Que entendamos y llevemos de verdad a la vida de cada día este mandato de Jesús para celebrar de forma auténtica y con toda profundidad esta fiesta grande de la Eucaristía.