sábado, 22 de mayo de 2010

Unánimes en la oración con María en la espera de la venida del Espíritu Santo

Hechos, 26, 16-20.30-31;
Sal. 10;
Jn. 21, 20-25

Llegamos ya a la conclusión del tiempo pascual que culmina mañana con la gran celebración de Pentecostés. Durante este tiempo hemos venido escuchando en lectura continuada el libro de los Hechos de los Apóstoles. Lo que hemos escuchado hoy es la conclusión de este libro con la presencia de Pablo en Roma a donde ha sido conducido prisionero por el nombre del Señor.
Lo importante en este texto es ver cómo Pablo, a pesar de estar prisionero, incluso con la presencia constante junto a él del soldado que lo custodia, no deja de dar testimonio del nombre de Jesús. ‘Vivió allí dos años enteros a su costa, recibiendo a todos los que acudían, predicándoles el Reino de Dios y enseñando la vida del Señor Jesucristo con total libertad sin que nadie lo molestase’.
El evangelio también es el final del de Juan que también hemos venido escuchado de manera especial en este tiempo pascual. Hace una referencia al discípulo a quien Jesús tanto quería, no sólo por la pregunta de Pedro al verlo que seguía detrás de donde estaba con Jesús con las interpretaciones que se hicieron de la respuesta de Jesús, sino en especial porque nos habla del autor de este evangelio. ‘Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito: y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero…’
Dado que estamos en las vísperas de Pentecostés y la oración que con la liturgia y tantas otras que hemos querido hacer pidiendo la fuerza y la presencia del Espíritu, quisiera recordar lo que nos dicen los Hechos de los Apóstoles en otro momento. Después de la Ascensión de Jesús al cielo regresaron a Jerusalén y se reunió el grupo de los Once y otros discípulos con María en la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús. ‘Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la Madre de Jesús y con los hermanos…’
Con la presencia de María queremos sentirnos nosotros también en esta espera del cumplimiento de la promesa de Jesús y la venida del Espíritu Santo. Hemos venido pidiendo – y queremos hacerlo de manera especial con María – que el Espíritu Santo se haga presente en nuestra vida y nos llene de sus dones. Hermoso sería fijarnos en lo que la liturgia nos ha ido sugiriendo en esta semana de cómo invocar al Espíritu Santo.
Hemos pedido, por ejemplo, que se derrame la fuerza del Espíritu Santo para que cumpliendo fielmente la voluntad del Señor, demos testimonio con nuestras obras. El Espíritu que haciendo morada en nosotros, nos haga templos de la gloria del Señor. Que nos sintamos congregados por el Espíritu y vivamos unidos en el amor. Que el Espíritu nos penetre con su fuerza para que con nuestra vida demos gloria al Señor, porque nuestro actuar, nuestras obras sean siempre concordes con la voluntad del Señor. Que la venida del Espíritu con todos sus dones nos mueva a mejor servir a Dios en nuestros hermanos y nos ayude a comprender la riqueza inmensa de nuestra fe. Y finalmente pedíamos que no perdamos nunca la alegría de la Pascua.
Que María nos ayude, interceda por nosotros, nos alcance del Señor esa gracia. Con María oramos y nos preparamos. De María aprendemos a abrir nuestro corazón a la acción del Espíritu como ella supo hacerlo.

viernes, 21 de mayo de 2010

La humildad del amor

Hechos, 25, 13-21;
Sal. 102;
Jn. 21, 15-19

Con no poca osadía me atrevo a titular este texto del evangelio como ‘la humildad del amor’. Muchas cosas cambiaron en el corazón de Pedro en pocos días, pero sobre todo al pasar por la Pascua de Jesús. El encuentro ahora con el resucitado le hará amar más y más a Jesús, pero también a ponerse ante El con la hermosa actitud de la humildad.
Tres veces le pregunta Jesús si lo ama. ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?’. Y tres veces irá respondiéndole a Jesús diciéndole simplemente ‘tú sabes que te quiero’, aunque a la tercera pregunta ya Pedro se entristeciera porque le recordaría su triple negación. Aquel Pedro impetuoso e impulsivo que quiere ser siempre el primero en responder, el primero en seguir a Jesús, ahora humildemente está diciendo a Jesús, ‘Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo’.
Sería el primero en responder cuando Jesús les preguntara qué pensaban ellos del Hijo del Hombre, haciendo una hermosa confesión de fe. Sería el que tomara la iniciativa en lo alto del Tabor para, manifestando en nombre de los tres lo bien que se estaba allí, ya querer hacer tres chozas o tiendas para Jesús, Moisés y Elías para quedarse para siempre en aquel éxtasis divino.
Será el que quiera impedir que Jesús vaya a Jerusalén si es que allí va a suceder todo lo que anuncia Jesús, o al menos que se lo quite de la cabeza porque no le puede pasar nada. Será el primero en decir que a dónde van a ir ellos, allá cuando lo de la sinagoga de Cafarnaún, ‘si tú tienes palabras de vida eterna’.
Será el primero en prometer en el Cenáculo que no abandonará jamás a Jesús y le seguirá incluso hasta la muerte si fuera preciso, siendo el primero en Getsemaní en echar mano de la espada para defender a Jesús.
Pero pronto llegará la hora de la negación, la hora de esconderse en el Cenáculo con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos, la hora de las dudas ante el sepulcro abierto y vacío.
Pero ahora estaba ante Jesús. Se había echado al agua para llegar el primero a la orilla, aunque estaban a escasos cien metros, cuando Juan le había dicho que ‘es el Señor’ tras la pesca milagrosa. En otra pesca, en ese mismo lago, había puesto toda su confianza en Jesús echando en su nombre las redes y al contemplar las maravillas de Dios le había pedido a Jesús que se apartara de él porque era un hombre pescador. Ahora humildemente, porque reconoce sus debilidades y caídas, le porfiaba una y otra vez su amor al Señor. La humildad del amor.
Pero la humildad no se acaba aquí, sino que, a pesar que Jesús le dice que pastoreará su rebaño –‘apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos’- sin embargo le anuncia que ‘cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras’. El evangelista comenta que ‘esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios’. El Pedro del entusiasmo y de la fe, el Pedro del amor humilde pero generoso también habrá de pasar su pascua, su pasión, su martirio con lo que dará gloria a Dios.
Creemos en el Señor. Amamos a Dios y queremos amarle sobre todas las cosas. Pero con humildad reconocemos las debilidades de nuestro amor, muchas veces tan lleno de imperfecciones y tibiezas. Pero también nosotros queremos decirle a Jesús, ‘tú lo sabes todo’, porque conoces mis debilidades y pecados, pero sabes, Señor, que por encima de todo y a pesar de todo eso, te amo, te seguiré a donde quieras.
También con humildad queremos mostrarle nuestro amor.

jueves, 20 de mayo de 2010

Conocimiento de Dios, conocimiento de Cristo, vida eterna

Hechos, 22, 30; 23, 6-14;
Sal. 15;
Jn. 17, 20-26

‘Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como yo también estoy con ellos’. Por dos veces en este corto texto del evangelio nos habla Jesús del amor que el Padre le tiene y que por Jesús nos tiene a nosotros también. ‘De modo que el mundo sepa que Tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí’. Un amor del Padre al Hijo desde toda la eternidad ‘porque me amabas desde antes de la fundación del mundo’. Pide Jesús que así también nosotros nos sintamos amados del Padre.
Cuando Jesús comenzaba esta oración sacerdotal decía que su gloria era darnos, trasmitirnos la vida eterna. Y nos decía: ‘Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo’. Ha venido, se ha hecho hombre para que tengamos vida eterna. Ha venido para revelarnos a Dios – es la Palabra de Dios, el Verbo de Dios, la revelación de Dios – y conociendo a Dios y conociéndole a El tengamos vida eterna. Ha venido para, con su entrega y su redención, alcanzarnos vida eterna.
En eso tenemos que aplicarnos, en alcanzar esa vida eterna, en llegar a ese conocimiento profundo de Dios que nos haga alcanzar la vida eterna. Alguno podría pensar, entonces ¿es suficiente tener conocimiento de Dios, o sea, saber cosas de Dios, y sólo con eso alcanzaremos la vida eterna? Entendámonos.
Cuando hablamos de ese conocimiento no se trata de saber cosas, como quien aprende geografía o matemáticas. Es algo mucho más hondo. Ese conocer nos lleva a vivir. Ese conocimiento de Dios que haría nuestra vida distinta y que nos llenaría de vida eterna es como un dejarnos inundar de Dios, impregnarnos de Dios, empaparnos de Dios, meternos en el corazón de Dios y dejar que Dios se meta en lo más hondo de nuestro corazón.
No es lo mismo una tierra reseca y endurecida como una piedra que una tierra que ha sido empapada suficientemente por el agua y los nutrientes necesarios para hacer surgir y verdear hermosas plantas que se llenarían de flores y de frutos. Así nosotros, inundados de Dios, nuestra vida verdeará y florecerá, nuestra vida podrá dar frutos, en una palabra, nos llenaríamos de vida eterna, arrancando de nosotros todo lo que es maldad y muerte.
La vida de un cristiano tiene que estar en continuo crecimiento. No se puede estancar. Muchos cristianos dicen a mí qué me van a enseñar si soy cristiano de toda la vida. El conocimiento de Dios no se agota nunca. Esa vida eterna que Dios nos da estará en constante crecimiento y maduración. Si no crece y madura tiene el peligro de morirse.
Por eso siempre tenemos que buscar todos los medios de formación y maduración en nuestra vida cristiana, para crecer en ese conocimiento de Dios. Tenemos que alejarnos de todo tipo de rutina y costumbrismo – hacer las cosas solamente dejándonos llevar por la costumbre sin tener una motivación profunda -. Hemos de tener hambre de Dios, de su Palabra, de su gracia, de su vida. Es lo que nos llevará al testimonio valiente, a los frutos del amor, a una santidad cada vez más resplandeciente.
Hoy hemos escuchado cómo Pablo, después de dar valiente testimonio de su fe en la resurrección de los muertos y en la resurrección de Jesús, siente lo que Dios le señala en su corazón que ha de ser su vida en adelante: ‘¡Animo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma’. Es lo que quizá el Señor quiere hacernos sentir en lo más hondo de nuestro corazón. Hoy damos testimonio aquí, pero no sabemos por qué caminos nos va a llevar el Señor. Nosotros, sacerdotes y religiosos, hoy estamos con una misión o un ministerio en un lugar determinado, pero sabemos que el Señor nos pude enviar a otro lugar y a otra misión para que sigamos dando el testimonio de nuestra fe y de nuestra vida. Recordamos que hace unos días escuchábamos también a Pablo que se sentía impulsado por el Espíritu para ir a Jerusalén y él se dejaba conducir.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Guárdalos en tu nombre para que sean uno

Hechos, 20, 28-38;
Sal. 67;
Jn. 17, 11-19

Continúa la oración de Jesús por sus discípulos. Sabe Jesús que el mal nos acecha, que nos podemos ver tentados por muchas cosas y algo terrible sería la división entre los que creemos en Él, y que por el testimonio que hemos de dar vamos a ser rechazados por el mundo, y por eso ora insistentemente al Padre por sus discípulos, es decir, por nosotros.
‘Guárdalos del mal… guárdalos en tu nombre…’ pide repetidamente Jesús al Padre. ‘Guárdalos en tu nombre para que sean uno…’ Será una petición y un deseo insistente de Jesús. lo volveremos a escuchar. Qué importante es que mantengamos la unión y la comunión. Si antes nos había dejado como su principal mandamiento el amor, que sería el distintivo de los discípulos, ahora insiste Jesús en nuestra unión que es fruto de ese amor. Esa unidad y ese amor que se rompe tantas veces desde nuestros corazones egoístas y desde nuestros orgullos. Por eso, con insistencia pide Jesús al Padre ‘guárdalos en tu nombre para que sean uno’. Porque ese será el mejor testimonio de nuestra fe, la unión y el amor.
La oración de Jesús al Padre viene a ser para nosotros por una parte un anuncio y prevención de lo que nos puede pasar, pero también una preparación de nuestro espíritu para que nos mantengamos firmes en nuestra fe y en el testimonio que hemos de dar. Porque nos vamos a encontrar un mundo adverso. ‘El mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo’. No somos del mundo porque nuestros estilo de vivir, nuestro sentido de vida es distinto. Estamos en medio del mundo pero no podemos contaminarnos por él. Hemos optado por Jesús, por ser sus discípulos y el sentido y el valor de nuestra vida es distinto; arranca de los valores del Evangelio, de la vivencia del Reino de Dios.
Ese odio del mundo lo seguimos sintiendo en nuestra propia carne en todos los tiempos, en nuestros tiempos también. Cómo se regodea el mundo tratando de desprestigiar a la Iglesia, a los sacerdotes, a los cristianos todos que quieren vivir fieles a su fe. Cómo se aprovechan de nuestros fallos humanos para caer sobre nosotros. Cómo frente al anuncio del evangelio de la vida, a la proclamación de nuestra fe, al testimonio de nuestros principios y valores nacidos del evangelio, el mundo de moviliza con todos sus medios para ir en contra.
Es la lucha del mal contra el bien. Nadamos a contracorriente y no hemos de temer porque ya Jesús nos anunció que sería así, pero también nos dijo como hemos escuchado estos días ‘Yo he vencido al mundo’. Tenemos la victoria de Jesús de nuestra parte. Ahora contemplamos a Jesús orando por nosotros, por sus discípulos.
‘No te ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal… santifícalos en la verdad…’ Santificarnos en la verdad es hacernos sentir su fortaleza y su gracia. Para eso nos da el don de su Espíritu. Lo estamos implorando nosotros también insistentemente en estos días previos a Pentecostés. ‘Por ellos me consagro yo, para que también ellos se consagren en la verdad’. Así Cristo se entrega por nosotros para que tengamos vida, para que no nos falte su gracia, para que nosotros vivamos también nuestra consagración y nuestra entrega. En la verdad, en el amor, en una entrega como la de Jesús.
Y somos unos enviados como Cristo es el enviado del Padre. ‘Ellos creen que Tú me has enviado’, le escuchábamos. Pero ahora es Jesús el que nos envía, y nos envía a ese mundo que nos es adverso, que nos rechaza y no nos quiere recibir, que nos odia. El temor al mundo hostil no nos puede encerrar en el Cenáculo, sino que hemos de sentirnos enviados. Jesús sabe que va a la cruz pero cumple la voluntad del Padre. Así nos envía a nosotros también.
Es el mundo donde hemos de anunciar la Buena Noticia de Jesús. Es el mundo que con la fuerza del Espíritu nosotros hemos de transformar con la semilla de la Palabra de Dios, con la levadura del Espíritu, con la sal y el sabor del evangelio, con la luz de Jesús. Por eso Jesús ora al Padre por nosotros.

martes, 18 de mayo de 2010

Ha llegado la hora de la glorificación en el sacrificio de la Pascua

Hechos, 20, 17-27;
Sal. 67;
Jn. 17, 1-11

‘Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique… y dé la vida eterna a los que me confiaste...’ Así comienza Jesús su oración sacerdotal (así solemos llamarla) al final de la Última Cena antes de salir para Getsemaní. Oración que hace por los discípulos, por aquellos que creen en El y a los que quiere dar vida eterna. Para eso ha venido y ha llegado su Hora.
Casi al principio del evangelio de Juan, en las Bodas de Caná, ante la petición de su madre por la situación que pasan los novios a los que se les ha acabado el vino de la boda, Jesús le dice: ‘Aún no ha llegado mi hora’. Sin embargo en la medida en que nos acercamos a la Pascua, a su pasión y muerte, ya el evangelista nos va a decir que se acerca su hora.
Cuando Felipe y Andrés les presentan a Jesús a los dos gentiles que quieren conocerle, Jesús responderá anunciando la llegado de su hora, la hora de su glorificación. ‘Ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre va a ser glorificado’. Y añade: ‘Yo os aseguro que el grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; sólo entonces producirá fruto abundante’. Un anuncio de hasta donde llega su amor de dar su vida por nosotros a quienes ama.
Y cuando va a comenzar la cena pascual volverá a hablarnos el evangelista de la hora que llega. ‘Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de dejar este mundo para ir al Padre, y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo’. La hora de pasar de este mundo al Padre, la hora del amor y del amor hasta el extremo, la hora de la glorificación.
Ahora en la cena se nos vuelve a hablar de la hora y de la hora de la glorificación. Es la hora del amor, la hora del grano de trigo que muere para dar fruto, la hora en que será glorificado Jesús y será glorificado el Padre en el supremo sacrificio de la Pascua, el supremo amor de quien se entrega hasta morir para que nosotros tengamos vida eterna.
El domingo de la Ascensión contemplábamos a Jesús glorificado subir al cielo y sentado a la derecha del Padre, Dios todopoderoso. Glorificado en la pasión, en la muerte, en la entrega de amor para llegar a la plenitud total junto a Dios. Y en ese momento hace el ofertorio, hace su oración por todos, y por todos aquellos que creyendo en su nombre van a alcanzar la salvación.
‘Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que tenía cerca de ti antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres que me diste en medio del mundo… y han creído que tú me has enviado… te ruego por ellos… en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo; pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti’.
Cristo no nos deja ni se desentiende de nosotros como decíamos el día de la Ascensión. Intercede por nosotros porque quiere darnos su Espíritu. ‘Ahora intercede por nosotros como mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu’, que decimos en el prefacio. Es un consuelo grande tener tal mediador e intercesor. Con cuánta seguridad y confianza hemos de seguir su camino.

lunes, 17 de mayo de 2010

Ser conscientes de que hemos recibido el Espíritu Santo

Hechos, 19, 1-8;
Sal. 67;
Jn-. 16, 29-33

‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’. Así respondieron aquellos discípulos de Éfeso cuando Pablo les pregunta si habían recibido el Espíritu Santo al aceptar la fe. Estamos en un nuevo viaje de Pablo y al llegar a Éfeso se encuentra con estos discípulos que sólo habían recibido el Bautismo de Juan.
Éfeso era una ciudad importante en el Asia Menor y además era de gran riqueza, lo que va a originar algunos conflictos en la predicación de Pablo, pero será una comunidad a la que Pablo dedicará gran atención. Conocemos la carta, muy importante que Pablo más tarde les dirigiría y que está contenida en el canon del Nuevo Testamento además del tiempo que ahora le dedica y las atenciones que tendrá más tarde con los presbíteros de aquella comunidad como ya escucharemos.
En esta ocasión Pablo instruirá a aquellos discípulos que sólo conocían el Bautismo de Juan y que ahora una vez aceptada la fe y recibir el Bautismo recibirán también el don del Espíritu con grandes signos y señales. No bastaba sólo aquel bautismo de Juan que era como un signo penitencial de preparación para recibir al verdadero Salvador, Cristo Jesús. No es sólo la acción del agua como rito de purificación lo que nos va a unir plenamente a Jesús, sino que será la acción del Espíritu.
Podemos recordar en este momento varias cosas. Por una parte recordemos que cuando Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán, porque el quiso ponerse en aquella fila de los pecadores, cuando así había asumido nuestra condición humana y venía a cargar con nuestros pecados para limpiarnos de ellos, se manifestó de manera especial el Espíritu Santo sobre El, como una consagración podríamos decir, porque así nos manifestaba en verdad quién era Jesús y cuál era su misión. Desde entonces las aguas del bautismo adquieren una especial significación como hoy mismo lo vemos en este hecho de la comunidad de Éfeso que al ser bautizados reciben el don del Espíritu. ‘Se bautizaron en el nombre del Señor Jesús; cuando Pablo les impuso las manos, bajó sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar’, nos dice.
Estamos en la última semana de Pascua y ya en la recta final que nos lleva a la fiesta del Espíritu Santo, a Pentecostés. – Digo fiesta pero todos sabemos que para nosotros es una gran solemnidad la celebración de Pentecostés - . Por eso esta semana es como una intensa preparación para ese gran día. Los textos de la liturgia de estos días nos van a ayudar en esa preparación, ese disponernos en verdad para sentir cómo el Espíritu Santo está y actúa en nosotros.
Somos nosotros los hombres y mujeres del Espíritu, que hemos recibido también en nuestro Bautismo y en el Sacramento de la Confirmación. El Espíritu que nos fortalece y nos llena de vida, porque nos ha dado la vida nueva de los hijos de Dios. El Espíritu que nos hace fuertes, porque nos hace sentir esa presencia de Dios en nosotros frente a los peligros a los que nos podamos enfrentar o las dificultades que podamos tener. Jesús en el Evangelio les habla de los momentos difíciles por los que van a pasar, pero que no han de tener miedo porque estando con Jesús por la fuerza de su Espíritu la victoria está asegurada.
‘Mirad que está para llegar la hora, mejor, ha llegado ya, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo – una referencia al abandono de los discípulos al comienzo de la pasión, pero seguirá diciéndoles -; pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Os he hablado de esto, para que encontréis paz en mí. En el mundo tendréis luchas, pero tened valor: Yo he vencido al mundo’.
Que sintamos esa fortaleza del Espíritu. Preparémonos para renovar su presencia en nuestra vida en la celebración de Pentecostés.

domingo, 16 de mayo de 2010

La Ascensión despierta una ardiente esperanza de seguirlo en su Reino


Hechos, 1, 1-11;
Sal. 46;
Hebreos, 9, 24-28; 10, 19-23;
Lc. 24, 46-53


‘Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso… y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino no tiene fin…’ Así confesamos nuestra fe. ‘Por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo…’ y ahora lo vemos glorioso subir al cielo, volver al Padre para manifestarse con todo poder y gloria sentado a la derecha de Dios todopoderoso.
Es lo que hoy estamos celebrando. Es día grande que brilla más que el sol, como recitamos en el dicho popular. Es la Ascensión del Señor. Se abajó y se hizo el último, pero Dios lo levantó, exaltó su nombre sobre todo nombre; podemos proclamarle el Señor.
Día de alegría, día de esperanza. Se manifiesta el triunfo y la glorificación de Cristo, se nos abren para nosotros las puertas del cielo, las puertas de la gloria. ‘Dios asciende entre aclamaciones…’ Jesús ha inaugurado la entrada en el cielo y nos ha dejado abierto el camino que conduce al mismo. Por eso la alegría de esta fiesta nos llena de esperanza. Tenemos ya ‘entrada libre en el Santuario del cielo, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que El ha inaugurado para nosotros’ que nos decía la carta a los Hebreos.
Cuando antes se ponían tristes cuando Jesús les hablaba de su marcha al Padre, ahora los vemos llenos de alegría, desaparecidos los temores, y no hacen otra cosa que bendecir a Dios. Desde que le vieron resucitado todo para ellos era alegría porque ya estaban pregustando el triunfo de Cristo. No se había quedado todo en la muerte, en la cruz, ni tras la loza de piedra que cerraba la entrada del sepulcro. Esos velos de oscuridad y temor se habían corrido, y la piedra había saltado a la entrada del sepulcro porque ya estaba vivo y resucitado. En las sombras de la muerte no había que ir a buscar a Jesús.
Ahora todo era luz y resplandor. Ahora ya pueden proclamar que Jesús es el Señor y por eso ahora daban continuamente gracias a Dios al descubrir que Jesús es el Señor, que Jesús es el Salvador. ‘Mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo al cielo. Ellos se postraron – reconocían que era el Señor – y se volvieron a Jerusalén con gran alegría… bendiciendo a Dios’, nos dice el evangelio.
Es que la Ascensión de Jesús al cielo es el camino de nuestra ascensión. Cristo asciende al cielo y le contemplamos revestido de gloria y sentado a la derecha del Padre. Pero eso es anticipo, prefiguración de la gloria a la que nosotros estamos llamados. Ahora sabemos hasta donde puede llegar la meta del hombre, alcanzar esa plenitud de Cristo, esa plenitud de gloria en el Señor.
La Ascensión del Señor es pasarnos a nosotros el testigo de su misión y para eso nos dará la fuerza del Espíritu Santo. ‘No os alejéis de Jerusalén; aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre… vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo… cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos… hasta los confines del mundo…’ Recibimos el testigo para ser testigos, para que demos el testimonio de Jesús.
Se acaba el ministerio terreno de Jesús pero comienza el ministerio de la Iglesia. La Iglesia que ha de continuar la obra y la misión de Jesús. Y cuando decimos Iglesia estamos diciendo nosotros. Nosotros tenemos ahora que seguir haciendo presente a Jesús en medio del mundo con la fuerza del Espíritu que recibimos en Pentecostés. Ahora nosotros somos los testigos que no podemos callar, que tenemos que dar testimonio, que tenemos que anunciar a Jesús, que tenemos que seguir realizando el reino nuevo de Dios.
Y esa obra y esa misión de Jesús pasa por el camino del amor, se manifiesta y se realiza en el amor. Por eso tenemos que amarnos. Por eso tenemos que llevar amor a nuestro mundo, sembrando semillas de amor. Fue el camino de Jesús y tiene que ser nuestro camino. Aunque sabemos que ese camino de amor de Jesús pasó por la cruz y por el calvario, y también de una manera o de otra en nuestro camino de amor tendremos que pasar por la cruz, por tantos calvarios de sufrimiento que son calvarios de entrega en la vida.
Pero no tememos. En ese amor nos sentimos elevados y liberados, transfigurados y llena de trascendencia nuestra vida. No tememos porque Cristo va delante de nosotros y aunque le vemos hoy subir al cielo, no por eso vamos a pensar que nos abandona o se desentiende de nosotros. Todo lo contrario, nos precede ‘para que vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su reino’. Fue elevado al cielo para levantar a nuestra humanidad, esa humanidad que el había querido asumir al hacerse hombre como nosotros, y así ‘hacernos partícipes de su divinidad’, de su vida divina, de su gracia, de la fuerza de su Espíritu. En Cristo ‘nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida que participa ya de su misma gloria’.
Por eso su victoria es nuestra victoria; su gloria será también nuestra gloria. Por eso sentimos que ‘se eleva nuestro espíritu aspirando a los bienes del cielo’. Miramos al cielo, no para quedarnos estáticos y como adormilados, sino que, caminando con los pies en la tierra de este mundo nuestro que estamos llamados y comprometidos a transformar, sentimos que es de ahí arriba, por decirlo de alguna manera, nos viene la fuerza, nos viene la gracia para que podamos ahora, aquí en la tierra, realizar nuestra misión y un día ‘podamos alcanzar los gozos de los premios eternos’.
¿No son todo esto razones para la alegría y la esperanza? Por eso es tan grande esta fiesta de la Ascensión, es tan importante en nuestra vida y así lo ha celebrado la Iglesia siempre.