sábado, 13 de marzo de 2010

Por algunos que despreciaban a los demás

Oseas, 6, 1-6;
Sal. 50;
Lc. 18, 9-14

‘Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos’. Así había dicho el profeta Oseas a aquellos cuya ‘misericordia era como nube mañanera, como rocío de la madrugada que se evapora’.
No nos valen las apariencias sino lo hondo que tengamos en el corazón. Una nube mañanera o un rocío del amanecer pronto se disipa y se evapora cuando sale el sol. Nos levantamos por la mañana, vemos el camino humedecido o el rocío perlando las piedras o las plantas, pero pronto no quedará nada de ello porque el calor del sol todo lo evapora.
Así seremos nosotros cuando sólo nos dejamos llevar por las apariencias o lo que hay en nuestra propia vida todo es vacío y apariencia sin nada en el interior, aunque por lo externo podamos presentar muchas cosas aparentemente brillantes. Perlas de ensueño y falsas que demuestran nuestra pobreza interior.
El Evangelio nos dice que ‘Jesús dijo esta parábola por algunos que teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’. Y les propone la parábola de los dos hombres que subieron al templo a orar: un fariseo y un publicano. Nos explica cómo fue la oración de cada uno y al final nos dice: ‘Os digo que éste (el publicano) bajó a su casa justificado y aquel (el fariseo) no’.
¿Qué habría pasado? ¿Por qué esos frutos tan dispares? ¿Qué es lo que le agrada a Dios y qué es más bien lo que nos agrada a nosotros los hombres? Cuando buscamos reconocimientos o alabanzas, o cuando nos echamos flores a nosotros mismos, es que bien pobre y vacío está nuestro corazón. En la autocomplacencia se había llenado de humos de incienso, de vanagloria y de flores marchitas sin profundidad en sus raíces y al final lo que quedó es la nada del vacío.
‘Por algunos que despreciaban a los demás’, dice el evangelista al darnos el motivo de la parábola. ‘Te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano… ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo’. Podría justificarse con las cosas que hacía, con ser un hombre muy religioso y cumplidor, pero no tenía misericordia en el corazón.
‘Misericordia quiero y no sacrificios…’ Experimenta el amor de Dios en ti y aprenderás a tener misericordia con el hermano. No es la ofrenda de las cosas materiales lo que agrada a Dios, sino la ofrenda de un corazón humilde y lleno de amor. Ese tendrá que ser el estilo de una auténtica oración.
‘El publicano se quedó atrás, no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sólo se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de este pecador’. Pedía y sentía la misericordia de Dios en su vida, estaba aprendiendo también a tener misericordia con los demás.
Cuando sientas la tentación de despreciar por cualquier motivo a alguien, mírate a ti mismo y tu condición pecadora. Mira el amor de Dios que te ha perdonado y vete a perdonar, a tener compasión y misericordia con el hermano.

viernes, 12 de marzo de 2010

Una parábola que es un tríptico de luces, sombras y transparencias



Josué, 5, 9-12;
Sal. 33;
2Cor. 5, 17.-21;
Lc. 15, 1-3.11-32


‘Que el pueblo cristiano se apresure con fe viva y con entrega generosa a celebrar las próximas fiestas pascuales’. Así hemos pedido en la oración en este tercer domingo de Cuaresma. Es nuestro deseo y es el esfuerzo que queremos ir haciendo en este camino cuaresmal dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, orando con mayor intensidad al Señor y haciendo la ofrenda de nuestra austeridad y espíritu penitencial.
Hoy la palabra de Dios nos ha ofrecido unos textos hermosos de hondo contenido y que han de ayudarnos en ese camino. Decir que las actitudes de los fariseos sobre todo hacia los publicanos y pecadores provocaron el que Jesús nos propusiese esta hermosa parábola. ‘Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle…’ nos señala el evangelista. Pero ahí está el rechazo, la murmuración de los fariseos que incluso pretendían manchar el nombre de Jesús, como queriendo decir que Jesús era de la misma condición. Jesús, el médico que venía a sanar a los enfermos, a dar vida a los que se sentían muertos, a alcanzar el perdón para todos los pecadores fueran quienes fueran. ‘Ese acoge a los pecadores y come con ellos’.
Esta hermosa parábola que Jesús nos propone es como un hermoso tríptico en transparencia. Y ahora me explico. Un tríptico cuyo centro está lleno de luz y que quiere disipar las sobras y tinieblas de las tablas laterales. Un tríptico en transparencia porque a través de sus figuras se nos va a ver a nosotros, o hemos de vernos nosotros en lo que somos y en lo que Dios quiere transformarnos.
Unas tablas llenas de sombras. El hijo menor que le pide al padre la parte de la fortuna que le toca y que ‘juntando todo lo suyo emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente’. Y en esa transparencia vemos nuestros negros sueños ansiando libertad para vivir nuestra vida prescindiendo de lo bueno de la casa paterna. Es la expresión de cómo nos alejamos de Dios. Quería vivir su vida, queremos vivir nuestra vida; no queremos nada que nos sujete, ningún principio que nos oriente y nos guíe. Es el no que damos a Dios cuando no aceptamos su voluntad, cuando dejamos al margen de nuestra vida el cumplimiento de los mandamientos. Nos dejamos arrastrar por el vértigo de la vida, de los deseos de placer o por el materialismo que a la larga nos va a atar en la peor de las esclavitudes.
Vendrán las soledades, los vacíos, los sin sentidos de la vida; las añoranzas de lo que pudo ser y no fue; al final el arrepentimiento porque en el fondo vamos a sentir el peso del mal. ‘Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre… le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba de comer…’ Vacío y soledad. Cuántos vacíos arrastramos por la vida cuando hemos perdido el sentido de las cosas. cuánta soledad en la superficialidad de unas relaciones meramente interesadas y muchas veces egoístas.
Pero la otra tabla está también llena de sombras. El hijo mayor podía parecer el bueno y el cumplidor porque se había quedado en la casa del padre. Pero quizá estaba más lejos que el hermano que se había marchado. Cuando la pasión corroe nuestro espíritu, cuando el orgullo o la envidia nos ciegan, cuando el egoísmo nos hace interesados porque a todo queremos sacarle ganancia – ‘a mí nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos’ -, cuando la soberbia nos hace subirnos en los pedestales de los que nos creemos mejores y despreciamos a los demás – que parecida a la actitud de los fariseos, ‘tantos años como te sirvo sin desobedecer una orden tuya… no soy como esos…’ -, entonces también nuestra vida está llena de sombras. Y en esas sombras estamos trasparentándonos nosotros también.
Pero el centro del tríptico, donde está verdaderamente el personaje central y principal, el verdadero protagonista de la parábola, está lleno de luz. Es el padre que no se cansa de amar; que espera pacientemente y que respeta las decisiones y la libertad de los hijos; que sale al encuentro del hijo que viene o del que no quiere acercarse; que ofrece el abrazo del perdón y de la reconciliación sin recriminaciones ni petición de explicaciones; que restaura la dignidad perdida del hijo al que siempre seguirá amando y tratando como tal; que hace fiesta grande en la vuelta del hijo perdido y encontrado; que nos invita a todos a esa fiesta y banquete de amor y de reconciliación; que busca siempre la reconciliación y la paz.
Cuántos detalles del amor de Dios nos da la parábola. El hijo que había decidido levantarse para volver al encuentro del padre camina quizá lleno de temor porque aún no ha aprendido todo lo que es el amor que el padre le tiene, pero el padre corre al encuentro de su hijo para recibirle lleno de alegría – ‘al verlo se conmovió echando a correr’ -; el hijo había preparado sus palabras de arrepentimiento – ‘padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo…’ - pidiéndole que le recibiera al menos como un jornalero, pero para el padre sigue siendo el hijo que vuelve y le reintegra en toda su dignidad, vistiéndole con la túnica nueva de la gracia, poniendo en su dedo el anillo de los hijos y en sus pies las sandalias de la dignidad recobrada.
Y es que en este tema de la reconciliación y reencuentro todo es cosa de Dios y las cosas de Dios son distintas. ‘Todo esto nos viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo…’ que nos decía san Pablo. ‘Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados.’
También en la transparencia de este cuadro central lleno de luz tenemos que vernos nosotros; nosotros en ese caminar hacia el padre con el arrepentimiento de nuestras sombras y pecados, sintiendo también ese abrazo de amor y participando también de esa fiesta y de ese banquete que el Señor ha preparado para nosotros. Pero recogiendo el sentir de lo que san Pablo nos ha dicho que ‘a nosotros nos encargó el ministerio de la reconciliación’.
Ministerio que ejerce la Iglesia en toda la acción pastoral y en la celebración de los sacramentos, pero ministerio que en cierto modo tenemos todos los que creemos en Jesús. Esto tendría también muchas consecuencias para nuestro actuar. Vivimos en nosotros la experiencia de sentirnos reconciliados con Dios, pero ¿no tendríamos que hacer partícipes de ese gozo a todos los hombres nuestros hermanos? También nosotros hemos de saber salir al encuentro con el otro para anunciarles ese misterio del amor de Dios que es tanto y tan grande que nos ha entregado a su propio Hijo. ‘Gustad y ved, qué bueno es el Señor’, hemos de decirle a todos con el salmo.
Hay un sacramento en el que de manera especial vivimos esta reconciliación y este reencuentro del hijo pecador con el Padre bueno que nos ama, que es el sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación. Con lo que hemos reflexionado hoy en esta parábola quizá tendríamos que preguntarnos si con el mismo gozo, alegría y esperanza vivimos nosotros la celebración de este sacramento. No otra cosa vamos a recibir en él que el abrazo de amor y de perdón del Padre que en Cristo nos ha perdonado. Lejos de nosotros temores, nervios y agobios cuando vamos al sacramento. No olvidemos que el Padre de toda misericordia está esperándonos con su amor para darnos ese abrazo de paz y de perdón.

¿Un examen de catecismo o un examen de amor?

Os. 14, 2-10;
Sal. 80;
Mc. 12, 28-34

Pareciera que el escriba quisiera hacerle un examen de catecismo a Jesús. ‘¿Qué mandamiento es el primero de todos?’ Como tenía la misión de ser maestro de la ley en Israel, quería poner a prueba a Jesús. Y Jesús pasó la prueba porque respondió citando textualmente al libro del Deuteronomio con algo que además todo buen judío sabía de memoria y además lo repetía, como una oración, varias veces al día.
‘Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. Y el segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo’.
Por eso el escriba vino como a aprobar lo que Jesús decía: ‘Muy bien, maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es único y no hay otro Dios más que El y hay que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y el amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios’. Pero será Jesús el que diga la palabra final al escriba: ‘No estás lejos del Reino de Dios’.
¿Estaremos nosotros lejos o cerca del Reino de Dios? ¿Es en verdad Dios el único Rey y Señor de nuestra vida porque le amamos con todo el corazón y sobre todas las cosas? No son preguntas sin importancia las que nos estamos haciendo. Porque igual cuando hacemos el examen de conciencia y repasamos los mandamientos por el primer mandamiento pasamos rápido porque damos por sentado que amamos al Señor.
Es un examen profundo el que tenemos que hacernos sobre nuestra fe y nuestro amor. El camino cuaresmal que estamos realizando a eso nos invita. Es una revisión, un examen para nuestra renovación, para nuestro crecer más y más en nuestra fe y en nuestro amor. Por eso tenemos que detenernos para ver cuál es la calidad de nuestro amor a Dios para que sea en verdad el centro y razón de ser de nuestra existencia, de todo lo que vivimos y de todo lo que hacemos.
Nos pudiera parecer repetitivo pero es necesario que lo hagamos. Porque tenemos el peligro y la tentación de ponernos otros ídolos en la vida, de buscar otros apoyos, de poner a un lado en ocasiones nuestra fe en el Señor. Y esto hasta nos puede suceder viniendo como hacemos a Misa todos los días, porque aunque estemos aquí en la celebración nuestra mente, nuestros deseos, nuestros sueños pueden estar por otro lado. ¡Cuántas veces nos distraemos, aunque nuestros labios estén pronunciando las oraciones, nuestra mente y nuestro corazón están en otro lado!
Esa invitación que nos hace una vez más el profeta, en este caso Oseas, es necesario que la escuchemos bien en lo más hondo de nosotros mismos. Fijémonos en lo que nos dice: ‘Israel, conviértete al Señor Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado… volved al Señor y decidle: Perdona del todo la iniquidad, recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios. No nos salvará Asiria, no montaremos a caballo, no volveremos a llamar Dios a la obra de nuestras manos…’
Por qué dice eso el profeta? Eran momentos en que Israel se sentía tentado, o a mantenía firme su fe en el Señor o se hacia unos ídolos en quien apoyarse; en la hora de la batalla fiarse más de sus fuerzas, sus ejércitos o sus caballerías que poner su confianza en el Señor. Su conversión consistía en volverse totalmente a Dios y sólo en El poner toda su confianza. Por eso las expresiones que usa el profeta.
Es lo que nos puede suceder a nosotros donde demos prioridad a nuestros orgullos o a nuestras fuerzas humanas antes que la confianza y el amor que hemos de poner en el Señor. Por eso sí, nos preguntamos por la calidad de nuestro amor a Dios, si en verdad lo amamos con todo el corazón, con toda nuestra mente, con todo nuestro ser.
‘Yo soy el Señor, Dios tuyo; escucha mi voz’, repetimos en el salmo. Es el Señor, amémosle en verdad sobre todas las cosas y mostremos ese amor escuchándole y haciendo en todo su voluntad.

jueves, 11 de marzo de 2010

Escuchemos la voz del Señor no endurezcamos el corazón

Jer. 7, 23-28;
Sal. 94;
Lc. 11, 14-23

‘Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón’. Hermoso responsorio del salmo que nos invita una vez más a escuchar la voz del Señor.
Un salmo que nos recuerda un momento duro en la historia de Israel. Digo duro, no sólo por la dificultad del camino del desierto, sino sobre todo por la crisis y rebelión que pasaba por el corazón de los israelitas. Les costaba ver las acciones de Dios, aún recorriendo aquel camino hacia la libertad de un pueblo nuevo donde tantas obras maravillosas iba realizando el Señor que los había sacado de la esclavitud de Egipto y les había hecho atravesar el mar Rojo.
Pero el camino del desierto era duro, como decíamos, y se rebelaron contra el Señor. Es la situación a la que hace referencia el salmo. ‘No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras’.
Es lo que nos repite el profeta Jeremías. Habían hecho Alianza con el Señor para que El fuera el único Dios y ellos su pueblo, ‘pero no escucharon ni prestaron oído; caminan según sus ideas, según la maldad de su corazón… Aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor su Dios y no quiso escarmentar’.
Como siempre nos preguntamos al escuchar la Palabra del Señor y reflexionar y orar con ella. ¿Y nosotros? ¿seremos también sordos a la voz del Señor? ¿endureceremos también nuestro corazón?
Creo que con sinceridad y humildad hemos de venir a ponernos delante del Señor para que nos sane y nos salve. El evangelio hoy nos habla de un hombre poseído por un espíritu maligno que era mudo. Y Jesús le curó. Y a aquel hombre se le soltó la lengua, se le abrieron los sentidos para oír y para hablar. ¿Seremos sordos y mudos nosotros también?
Algo de eso puede haber en nuestra vida. ¿Seremos sordos o nos haremos los sordos? ¿Estaremos tan aturdidos por las cosas de la vida que, como aquellos que andan siempre en el fragor de ruidos fuertes y estridentes, habremos perdido la capacidad de escuchar un suave murmullo o un sonido delicado? No somos capaces de escuchar ese suave susurro con el que el Señor quiere llegar hasta nosotros y hablarnos.
Lo mismo nos hemos acostumbrado tanto a la superficialidad de las palabras huecas y vanas, o de palabras estridentes y llenas de maldad o de violencias, de maldiciones o improperios, que ya no somos capaces de pronunciar una palabra buena de bendición y de alabanza. Ni bendecimos y alabamos al Señor, ni tenemos palabras buenas y bellas, llenas de ternura y delicadeza para los que están a nuestro lado. Hablaremos de todas las materialidades y sensualidades posibles, pero no seremos capaces de pronunciar santamente el nombre de Dios, o de llevar una palabra o un gesto de amor verdadero a los demás.
Vamos a dejarnos sanar y salvar por el Señor. Que toque nuestros labios, que toque nuestro corazón, que nos llene de vida, de luz, de amor, de gracia, de paz. El nos ofrece vida y salvación pero nosotros hemos de responder. Por eso vamos a cuidarnos también como nos dice el final del texto del evangelio de hoy. Hemos de estar atentos, vigilantes, bien fortalecidos con la gracia del Señor, para cuando nos llegue el momento malo de la tentación, que podrá venir muy fuerte y hacernos caer de nuevo.
‘Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín’. No nos creamos seguros que podemos caer. Eso nos pasa muchas veces en nuestra vida espiritual y en nuestro lucha contra el pecado. No abandonemos la vigilancia que puede volver la tentación. Llenémonos de la gracia del Señor que nos fortalece y así podremos vencer siempre al maligno. Escuchemos la voz del Señor para no endurecer nuestro corazón, sino para que siempre resplandezca la gracia y la santidad de nuestra vida.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Guarda los mandatos y preceptos que te doy que son tu sabiduría y tu prudencia

Deut. 4, 1.5-9;
Sal. 147;
Mt. 5, 17-19

‘Escucha los mandatos y decretos que yo os enseño a cumplir; así viviréis, entraréis y tomaréis posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar’. Así hablaba Moisés al pueblo antes de entrar en la tierra prometida.
Nosotros en este camino cuaresmal que estamos haciendo y que nos conduce a la Pascua así también escuchamos esta Palabra del Señor como una invitación a la vida, a vivir y a vivir en plenitud. Jesús nos lo corrobora hoy en el evangelio donde nos dice que no va a suprimir el mandamiento de Dios sino, todo lo contrario, a darle plenitud. ‘No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolir sino a dar plenitud’.
Con los salmos más de una vez hemos cantado ‘tu palabra me da vida, confío en ti, Señor; tu palabra es eterna, en ella esperaré’. Palabra de vida, palabra que da vida; palabra en la que ponemos toda nuestra confianza, que nos llena de esperanza, que nos conduce a la plenitud.
‘Guardarlos y cumplidlos, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra prudencia ante los demás pueblos’, nos decía el libro del Deuteronomio. Tenemos que convencernos de la verdad de estas palabras, nuestra sabiduría y nuestra prudencia. Moisés le dice al pueblo que los otros pueblos se van a admirar de la sabiduría que contiene la ley del Señor, y que precisamente en ella van a descubrir como el Señor está en medio de su pueblo. ‘Dirán: cierto que es un pueblo sabio y prudente… porque ¿cuál de las grandes naciones tiene unos dioses tan cercanos¿ ¿y cuál de las naciones tiene unos mandatos y decretos tan justos como toda la ley que hoy os voy a promulgar?’
Los hombres pareciera que queremos enmendarle la plana a Dios y pensamos que con nuestras leyes humanas vamos a conseguir algo mejor para el hombre que lo que nos pide y enseña la ley del Señor. Algunas veces hasta los cristianos pareciera que estuviéramos acomplejados. Las gentes del mundo nos dicen que quieren promulgar leyes mas justas y que los principios y normas nacidas de la religión no tienen que ser las que se impongan a la sociedad que tiene que hacerse sus propias leyes. y quieren demostrarnos su verdad desde su manera de entender las cosas.
Pero ¿es que acaso la ley del Señor, la ley evangélica, en algún momento va a ir en contra de la persona o buscar el daño o la muerte del hombre o de la mujer? Ninguno de los mandamientos de Dios irá contra el hombre, contra la persona. La ley del Señor es siempre ley de vida y lo que quiere la vida. Los hombres nos cegamos y con que facilidad dejamos meter la muerte en medio de nosotros y hasta la permitimos en nombre de no sé qué principios o derechos humanos, como sucede en leyes promulgadas recientemente en nuestra tierra como lo es la nueva ley del aborto. ¿Es que puede haber algo más sublime y más justo que todo lo envolvamos y empapemos en el mandamiento del amor que Jesús nos dará como plenitud de toda la ley de Dios?
Sintamos el orgullo de querer vivir en la ley del Señor; que sea en verdad la norma y el cauce de nuestra vida; que sea nuestra sabiduría y nuestra prudencia, como nos decía el Deuteronomio. Hundamos de verdad las raíces de nuestra vida en el mandamiento del Señor queriendo que sea el sentido de nuestra vida. Busquemos y amemos en todo momento lo que es la ley del Señor.
Y como se nos decía el final de la lectura del Deuteronomio ‘cuidado, guárdate muy bien de olvidar los hechos que presenciaron tus ojos, que no se aparten de tu memoria mientras te dure la vida’. Que no olvidemos nunca las acciones del Señor, como hemos cantado en más de una ocasión con los salmos; que no olvidemos el maravilloso amor que el Señor nos tiene y que de tantas maneras lo hemos experimentado a lo largo de nuestra vida. Dios ha estado con nosotros, se ha hecho presente en nuestra vida y su ley es la expresión del amor grande que nos tiene que buscará siempre lo mejor para el hombre que ha creado y que ha redimido haciéndolo hijo. ¿Cómo no obedecer la ley del Señor después de tanto amor que el Señor nos tiene?

martes, 9 de marzo de 2010

Seamos misericordiosos como grande es la misericordia del Señor

Dan. 3, 25.34-43;
Sal. 24;
Mt. 18, 21-35

‘Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿hasta siete veces?’ Es la pregunta de Pedro a Jesús. Y ya sabemos cómo Jesús sentencia firme y tajantemente que tenemos que perdonar siempre. Y además nos propone la parábola del hombre que es perdonado y luego no sabe perdonar a su hermano.
Pero antes de entrar en más detalles con sinceridad reconozcamos, ustedes y yo también, que esa pregunta de Pedro nos la hacemos nosotros muchas veces. Nos cuesta perdonar, seamos sinceros. Nos cuesta perdonar, cuando aquel que nos ha ofendido o nos ha molestado es reincidente en su ofensa o en su molestia. Pero, ¿tengo que perdonarlo otra vez?
La parábola que nos propone Jesús nos hace mirarnos a nosotros mismos por muy santos y buenos que nos creamos. Somos pecadores, y no pecadores de una vez, sino pecadores reincidentes. ¿Te habrás parado a ennumerar cuantas veces te has acercado a Dios para pedirle perdón por tus pecados en los que reincidimos una y otra vez? Y ¿qué hace el Señor? ¿Nos dirá porque ya te perdoné una vez ese pecado y has vuelto a caer en el mismo ya no te voy a perdonar más? No es así la misericordia de Dios.
Por eso la parábola nos está invitando a que seamos conscientes cómo el Señor nos ha perdonado y nos ha perdonado una y otra vez. ‘Un rey quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos… arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo… tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar perdonándole la deuda’.
Así es de generoso el Señor. No podemos pagar porque la ofensa es grande. Es el amor infinito de Dios el que hemos ofendido. Será ese amor infinito de Dios, que nos entrega a su Hijo que derrama su sangre y entrega su vida por nosotros, el que borra nuestras culpas, perdona nuestros pecados.
¡Qué hermosa oración la de Azarías en el libro de Daniel! Es la oración del hombre que se siente pecador; es la oración del pueblo que reconoce su pecado y su infidelidad. ‘Somos los más pequeños de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados… acepta nuestro corazón contrito, y nuestro espíritu humilde…’ más que todos los holocaustos y sacrificios ‘sea hoy éste nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, porque los que en ti confían no quedan defraudados…’ ¡Cómo tendríamos que aprender a presentarnos ante el Señor con sinceridad, con humildad, con amor.
Si consideramos todo esto, ¿por qué no somos compasivos y misericordiosos con nuestros hermanos? Ya sabemos cómo continúa la parábola. El que encontró compasión con su señor no fue capaz de tener compasión con su compañero. El debía diez mil talentos y se les perdonaron, a él le deben cien denarios y no es capaz de perdonar. ¿Merecía compasión de su señor el que no había sido capaz de tener compasión con su compañero?
‘¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano?’ es la pregunta que nos hacemos. Considera lo que el Señor te perdona a ti para que tú tengas igualmente compasión del hermano.
‘Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden’, decimos en el padrenuestros como nos enseñó Jesús. ¿Lo pediremos con autenticidad y sinceridad cuando rezamos el padrenuestro cada día? ¿Quién soy yo para juzgar y condenar al hermano? Por qué si tuvo un día la desgracia de caer le voy a seguir teniendo en cuenta para siempre su caída (su pecado)? Seamos misericordiosos como grande es la misericordia del Señor.

lunes, 8 de marzo de 2010

Sólo los de corazón humilde se llenarán de Dios

2Rey. 5, 1-15;
Sal. 41;
Lc. 4, 24-30

La sabia pedagogía de la cuaresma nos va ayudando a recorrer este camino que nos prepara y nos conduce a la Pascua, iluminándonos con la Palabra de Dios que cada día se nos proclama.
Repetidos anuncios de Pascua se nos van haciendo para que no olvidemos la meta de este camino, que son anuncios de pasión y cruz como hoy se refleja en el rechazo de las gentes de Nazaret que ya incluso quieren llevar a la muerte a Jesús. ‘Lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo…’
Pero también la palabra nos ilumina y nos ayuda en diferentes aspectos de nuestra fe y nuestra vida cristiana que hemos de ir aquilatando y purificando muy bien para que nuestra fe sea la más auténtica y vivamos con toda intensidad la celebración de la Pascua y haya en verdad pascua salvadora en nuestra vida.
Jesús había sido bien recibido en principio en su presentación en la sinagoga de Nazaret. Estaban llenos de orgullo por las palabras de gracia que salían de su boca, y era una de ellos, allí se había criado y por allí estaban sus parientes, presentes quizá algunos también en aquella ocasión en la sinagoga.
Pronto, sin embargo, se volverían interesados. ‘¿Por qué no haces aquí los milagros que sabemos que has hecho en Cafarnaún?’ No era por ese camino por dónde habían de aceptar a Jesús. no era ésa la fe que Jesús quería provocar en ellos. Y esa clarificación va hacer que surja el rechazo, que, como dijimos, en cierto modo es anuncio de pasión y de pascua.
‘Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra’. Y les recuerda ‘muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías… muchos leprosos habían en Israel en tiempos de profeta Eliseo…’ Pero a quienes se va a manifestar la acción de Dios y la gloria del Señor es al que, sintiéndose pobre y vacío de sí mismo porque nada tiene pos sí ni le tienta el orgullo, acude con fe al Señor. Será la viuda de Sarepta que llegará a dar el último puñado de harina y el poco aceite que le queda para hacerle un panecillo al profeta; será Naamán, el sirio, cuando se apea de su orgullo, que además no son judíos sino extranjeros.
Precisamente en la primera lectura hemos escuchado el relato de la curación de Naamán, el sirio. Un relato que nos trasmite todo un proceso que se realiza en aquel hombre. Mientras el sirio se presenta desde la prepotencia de sus riquezas y poderes, desde el orgullo de su condición de hombre poderoso, no va a obtener la curación. Cuando se baja del caballo de su orgullo y se sumerge humildemente en las aguas del Jordán como le pedía el profeta aunque fuera un río menor comparado con los de su tierra y lo que le pidiera Eliseo eran cosas humildes y sencillas, es cuando va a obtener el favor de Dios, es cuando nacerá la verdadera fe en él.
Se había presentado cargado de riquezas y opulentos dones. Quería que poco menos que el profeta se postrase ante él como si Dios estuviera a su servicio. Pensaba que así podría comprar el favor de Dios. ¿Nos sucederá a nosotros algo parecido? Buscamos grandiosidades, nos creemos merecedores de todo, ante todos y ante Dios, porque yo he sido bueno,, porque yo he hecho tantas cosas buenas. Hasta tengo el reconocimiento de los hombres en una plaquita con mi nombre puesta donde todos la vean, o tengo tantos diplomas merecidos por mis cosas buenas… No serán cosas así, pero muchas veces nos presentamos con nuestros orgullos ante Dios.
¿De qué me vale ganar todo el mundo… tener el reconocimiento y la alabanza de todos? ¿Qué es lo verdaderamente importante? Bajémonos del caballo de las prepotencias donde tenemos la tentación tantas veces de subirnos, de nuestra soberbia. Sólo los de corazón humilde se llenarán de Dios. Ya decíamos al principio que este tiempo nos ayuda a aquilatar y purificar nuestra fe.

domingo, 7 de marzo de 2010

Una llamada a transformar nuestro corazón en el amor y la solidaridad

Ex. 3, 1-8.13-15;
Sal. 102;
1Cor. 10, 1-6.10-12;
Lc. 13, 1-9


En tiempo de crisis respiremos esperanza. Me encontré con esta frase en estos días y creo que nos puede valer para iniciar nuestra reflexión de hoy. Es la esperanza una virtud que no puede faltar al cristiano. Y son muchas las razones que tenemos los que creemos y seguimos a Jesús para tener esperanza. Duras pueden ser las situaciones que vivamos por lo que nos va dando la vida, pero en todo ello hemos de saber leer con fe lo que el Señor nos quiere decir o nos pide.
Es necesaria una actitud de fe y de disponibilidad para dejarnos guiar y enseñar por el Señor que nos habla y nos habla también en esos acontecimientos. Porque la palabra de Dios que se nos proclama no es ajena a lo que nos sucede en la vida nuestra de cada día. Nos ilumina para que sepamos comprender el sentido de lo que vivimos y sepamos descubrir también en esos acontecimientos lo que el Señor quiere decirnos. Podíamos decir que hay como una iluminación mutua.
Acudieron a Jesús para contarle algo desagradable que había sucedido en Jerusalén y en el templo. ‘Se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilatos con la de los sacrificios’. Para un judío era algo abominable y ya estaban queriendo ver castigos de Dios o culpabilizaciones por considerarlos quizá unos pecadores merecedores de castigo. Y es en lo que Jesús quiere hacerles reflexionar. ‘¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así?’ Y Jesús dejó la lección diciéndonos que eso es una invitación a que nosotros nos convirtamos. Y les recuerda también lo sucedido con los que murieron aplastados por la caída de la torre de Siloé.
Creo que es lo que tenemos que aprender nosotros. Es una invitación a la conversión. Como ya dejamos entrever desde el comienzo de esta reflexión, pero además es cosa que todos palpamos muy bien, los momentos en que vivimos no son fáciles; por una parte la crisis económica que vive nuestra sociedad que está llevando a la pobreza a muchísimas familias que lo están realmente pasando mal, pero también los acontecimientos que suceden en el mundo; llevamos realmente unos días bien duros con terremotos y catástrofes por muchos lugares, Haití, Chile, Taiwan, por no mencionar guerras y atentados en tantos lugares.
Podemos sentir miedo, pensar en castigos de Dios y no sé cuantas cosas más. Pero quizá a través de todas esas cosas, ¿no querrá el Señor despertar nuestro corazón para que en verdad nos comprometamos para hacer un mundo mejor entre todos? Hay sufrimiento por todas partes, pero ¿cuál tendría que ser nuestra reacción? ¿No nos puede servir todo esto como una llamada a mejorar nuestro corazón, a que en verdad nos sintamos más impulsados al amor y a la solidaridad? Realmente contemplamos cómo tras todas estas cosas que se suceden se despierta en muchísimas personas por todas partes la solidaridad y el amor.
En la primera lectura escuchamos el episodio de la zarza ardiendo que fue la llamada de Dios a Moisés para confiarle la misión de ser el liberador de sus hermanos los israelitas de la esclavitud de Egipto. Podemos fijarnos un poquito en este episodio porque podría orientarnos y darnos luz para lo que hemos de hacer de alguna manera.
Ante Moisés está este suceso extraño de una zarza que arde pero que no se consume. Moisés se acerca para ver y averiguar qué es lo que realmente esta sucediendo. En su búsqueda escucha la voz de Dios que le llama. ‘Moisés, Moisés… no te acerques, quítate las sandalias, pues el sitio que pisas es terreno sagrado…’ Una primera actitud que Dios le está pidiendo a Moisés, tiene que despojarse de sus sandalias. Para escuchar a Dios, para sentir y descubrir lo que Dios le dice y le pide, hay que despojarse de muchas cosas, de muchas ideas preconcebidas o de muchos apoyos humanos.
Será entonces cuando Dios se le revele. ‘Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob… he visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas… me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a liberarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel’. El Dios que escucha a su pueblo; ‘el Señor compasivo y misericordioso’, como hemos recitado en el salmo; el Dios que nos quiere liberar de toda opresión y sufrimiento para darnos una nueva tierra, una nueva vida.
Surge entonces el compromiso y la disponibilidad de Moisés en lo que el Señor le pide. ‘Yo iré a los israelitas y les diré: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros…’ Pregunta Moisés por el nombre de Dios, pero lo importante será la actitud comprometida de Moisés que se siente enviado por Dios para hacer un nuevo pueblo libre de toda esclavitud.
San Pablo, en la segunda lectura, al recordar un poco la historia de Israel, nos dice que ‘todo esto sucedía como un ejemplo y fue escrito para escarmiento nuestro…’ para nuestra enseñanza. Es lo que tenemos que saber deducir de la Palabra que se nos proclama y en esta situación concreta del mundo en el que vivimos. Nos está pidiendo el Señor una nueva actitud en nuestro corazón, un cambio profundo dentro de nosotros porque en verdad hemos de hacer un hombre nuevo y un mundo nuevo y mejor.
Pero, ¿cuál es la respuesta que damos a lo que el Señor nos va señalando y pidiendo? Jesús nos ha propuesto una pequeña parábola hoy en el evangelio. La parábola de la higuera a la que vino a buscar fruto, pero al no darlo se iba a arrancar. ‘Llevo tres años viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó. Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto…’
Es la espera del Señor por nuestra conversión y nuestra vuelta a El. Tenemos que dar frutos. Pero hemos de hacer lo necesario para dar esos frutos. Desde el reconocimiento de lo que es nuestra vida infructuosa a veces y otras llena de malos frutos, de malas obras, hasta el cultivo que hemos de hacer de nuestra vida en esa escucha de Dios para descubrir lo que es su voluntad en todo momento; es ése en verdad dejarnos alimentar por su gracia que llega a nosotros en los sacramentos y en la oración; es ése ponernos nosotros en camino seriamente de producir esas buenas obras, de cambiar nuestro corazón, de vivir en un nuevo estilo de amor y de solidaridad; es ése comprometernos por hacer que nuestro mundo, empezando por ese mundo concreto en el que vivimos, sea cada día mejor y todos podamos ser en verdad más felices, porque seamos capaces de mitigar el sufrimiento de los demás y compartir generosamente lo que somos y tenemos con los que están a nuestro lado.
¿Daremos respuesta a lo que Dios nos pide? ¿daremos los frutos de la conversión?