sábado, 30 de enero de 2010

Que no nos hundamos, Señor, en el mar del pecado

2Sam. 12, 1-7.10-17
Sal. 50
Mc. 4, 35-40


‘Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?’ Una súplica casi desde la desesperación. Atravesaban el lago en barca y se levantó una de aquellas tormentas terribles que de vez en cuando azotaban el lago, debido al contraste de vientos entre altas montañas – el Golán y el Hermón en las cercanías - y en la depresión que de por sí tiene el mismo lago. ‘Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Jesús estaba a popa dormido sobre un almohadón’, dice el evangelio.
‘¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?’, fue la réplica de Jesús después de amainar el lago con su autoridad. ‘Silencio, cállate’. Se había puesto en pie, increpado al viento y dijo al lago.
La autoridad de Jesús también sobre las fuerzas naturales. Es el Hijo de Dios que igual cura a un enfermo, que resucita a un muerto o calma la tempestad. Pero todo es un signo de hondo que Jesús quiere hacer en nuestra vida con su salvación. Nos trae la gracia, el perdón, la vida.
Andamos muchas veces en medio de las turbulencias de las tempestades de la vida. ¿Sabremos acudir al Señor? Pero no son sólo esos problemas ordinarios en los que nos vemos envueltos. Será lucha por caminar con rectitud. Será el esfuerzo por superarnos y vivir el amor que El nos enseña. Pero a veces las turbulencias de las tentaciones están a punto de hundirnos o realmente algunas veces nos hunden. Y cuando caemos por esa pendiente todo se vuelve muy resbaladizo y peligroso.
Hemos escuchado ayer y hoy el relato del libro de Samuel que nos habla del pecado de David. Fueron muchas cosas que se fueron concatenando. Su lujuria que le llevó al adulterio; el intento de sobornar de alguna forma a Urías con regalos para que fuera a cohabitar con su mujer y todo pudiera pasar desapercibido; la maldad de mandar ponerlo en la batalla en lugar peligroso para que pereciera… Qué resbaladizo es el camino de la tentación y del pecado. Nos metemos en esa turbulencia y no sabemos cómo salir. Y luego hasta queremos justificarnos y decir que estábamos solos.
Hoy hemos escuchado cómo el profeta se encara con David y le hace reconocer su pecado con aquella sencilla parábola. Llegó a él la Palabra del Señor a través del profeta y supo reconocer su pecado. Pidió piedad al Señor. El salmo 50 que hemos recitado ayer y hoy es atribuido a David como confesión de su pecado.
Como los discípulos que iban en la barca junto a Jesús en medio de la tormenta y les parecía que Jesús se desentendía de ellos, así andamos a veces en la vida nosotros. Pero el Señor está ahí. Basta que lo invoquemos cuando llega el momento difícil de la tentación. El hará siempre que se calme esa tormenta que nos puede hundir. Pero tenemos que decirle en verdad y con todo sentido eso que ya decimos en el padrenuestro pero que lo decimos tan corriendo que no caemos en la cuenta de lo que decimos. ‘No nos dejes caer en la tentación… líbranos del mal’.
No temamos mientras vamos por el embravecido mar de la vida en medio de tantas turbulencias. El Señor está con nosotros. El nos hará llegar a la otra orilla sanos y salvos. Con el podemos vivir la santidad a la que estamos llamados.

viernes, 29 de enero de 2010

Las maravillas de Dios que se manifiestan en las cosas sencillas

2Sam. 11,1-17
Sal. 50
Mc. 4, 26-34


¡Ojalá tuviéramos la capacidad del hombre de corazón humilde y sencillo para dejarnos sorprender por las maravillas del Señor! Nuestros ojos se van oscureciendo, nos vamos acostumbrando a las cosas, son tan variadas las experiencias que vamos teniendo en la vida, que lo sencillo ya nos llama la atención, no nos dejamos sorprender por esas maravillas de Dios que se realizan las más de las veces en las cosas sencillas.
Hoy nos lo queremos explicar todo científicamente y no está mal que lo hagamos pues Dios nos ha dado también esa capacidad, pero no somos capaces de detenernos a admirar el mismo misterio de la vida, sea cual sea. Una semilla que se echa en la tierra, que germina y hace nacer una planta, que crece se llena de flores y de frutos, nos puede parecer lo más natural del mundo, pero ahí hay todo un misterio hermoso.
Hoy Jesús nos lo propone como parábola para hacernos comprender la maravilla del Reino de Dios. ‘El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra… la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo…’ Nos había hablado de la semilla en la parábola del sembrador para decirnos que es la Palabra que se siembra y se espera que dé fruto. Hoy nos habla de ese crecimiento misterioso a la vez que maravilloso que se va produciendo en el corazón del hombre, como se ha de producir también en nuestro mundo y en nuestra sociedad donde es sembrada la Palabra de Dios.
Es la fuerza y la vida de Dios que crece dentro de nosotros y nos transforma. Es la acción maravillosa de Dios que va actuando en nuestro mundo. Es la acción de la gracia que se derrama sobre nosotros y mueve nuestro corazón. No nos fuerza el Señor, porque siempre respeta nuestra libertad pero sí actúa en nosotros, sí mueve nuestro corazón con su gracia; sí se siente la acción del Espíritu que va realizando maravillas en nosotros.
¿Nos faltará fe para ver, para descubrir, para sentir esa acción de Dios? Es necesario que tengamos esa fe y esa confianza; es necesario dejarnos sorprender por ese actuar de Dios que actúa no a nuestros ritmos ni a nuestra manera. Unos ojos de fe para saber mirar con la mirada de Dios porque sólo así llegaremos a captar bien lo que es la acción de Dios.
Creo que nos puede ayudar en todo esto un espíritu fuerte de oración. Oración sí, en la que pedimos a Dios y tenemos en cuenta tantas necesidades o tantas intenciones que tengamos en nuestra mente y en nuestro corazón; pero oración en la que dejemos introducir a Dios en nuestro corazón; oración en la que seamos capaces de ponernos en sus manos para descubrir su voluntad y para saber aceptarla para nuestra vida.
Muchas veces hemos hablado de cómo tenemos que ir sembrando semillas del Reino de Dios en medio de ese mundo en el que vivimos. Pero en nuestras humanas impaciencias nos parece que no se manifiestan los frutos tal como nosotros quisiéramos y nos podría parecer inútil o un fracaso aquello que vamos haciendo. Recordemos la parábola de hoy. La semilla germina no por lo que nosotros hayamos hecho sino por la fuerza del Espíritu del Señor. Y recordemos también la otra parábola que nos ofrece hoy el evangelio, la parábola de la mostaza. Son las cosas pequeñas, como la pequeña semilla de la mostaza que puede darnos un arbusto grande, en las que Dios se manifiesta, o las que nosotros tenemos que ir sembrando, que será Dios el que hará que de ahí puedan salir cosas grandes y maravillosas.
Que seamos capaces de admirarnos de las maravillas de Dios que se manifiestan también en las cosas pequeñas, humildes y sencillas.

jueves, 28 de enero de 2010

Que alguien encienda una luz, nos piden

2Sam. 7, 18-19.24-29
Sal. 131
Mc. 4, 21-25


Por favor que alguien encienda una linterna o alguna luz, fue el grito que se escuchó en la oscuridad al fallar la energía eléctrica en aquella reunión donde había muchas personas. Poco a poco apareció una linterna por allá, la luz tintineante de un mechero de gas, unas cerillas que encendieron por otro lado, y hasta el resplandor de los teléfonos móviles comenzaron a iluminar la estancia; cada cual con la luz que tenía.
Hoy hablamos mucho de energías renovables entre ellas la energía solar, que recoge la luz del sol en unos acumuladores que tanto nos pueden dar luz luego como calor y otros productos energéticos. Recuerdo hace años cuando aun se estaba comenzando en esto ver algunas experiencias de iluminación de calles o caminos, con unas lámparas que llevaban adosada la placa solar con sus acumuladores que debían estar debidamente orientadas hacia el sol. Recibían la luz solar y eran luego portadoras o dispensadoras de luz.
¿Por qué toda esta introducción? Hoy nos ha dicho Jesús en el evangelio: ‘¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerle en el candelero?’ La lámpara hay que ponerla en un lugar adecuado, mejor en alto, para que pueda iluminar a todos. ¿Qué nos está queriendo decir Jesús? Que nosotros somos luz que tenemos que iluminar y nuestra luz no la podemos ocultar, sino todo lo contrario tiene que resplandecer para que ilumine bien a los demás.
En algún momento de la historia del cristianismo a los cristianos se les llamaba los iluminados. Habían sido iluminados por la luz de Cristo pero con esa luz habían de iluminar también a los demás. Ya Jesús nos lo dice: ‘sois la luz del mundo’. Aunque no es nuestra luz, sino la luz de Cristo que nos ha iluminado a nosotros y con la que tenemos que iluminar a los demás. Pero eso, tenemos que dejarnos iluminar por Cristo. Simbólicamente se nos dio una luz encendida del Cirio Pascual en nuestro Bautismo y se nos pedía que teníamos que mantener siempre encendida esa luz hasta que fuéramos al encuentro con Cristo. Por eso a la hora de la muerte de un cristiano, en sus exequias, se enciende de nuevo la luz del Cirio Pascual junto al cadáver del cristiano.
Es luz de la fe con la que tenemos que iluminar. Es la luz de nuestro amor y de nuestras buenas obras. Es la luz con que resplandecemos en nuestro ejemplo, en el cumplimiento de nuestras responsabilidades. Es la luz de nuestro compromiso por los demás y por nuestro mundo. Es la luz, en una palabra, de toda nuestra vida cristiana.
Pero eso luz tenemos que cuidarla, mantenerla encendida, alimentarla. Como aquellos acumuladores de energía solar que tienen que estar debidamente orientados hacia el sol, así nosotros tenemos que estar orientados siempre hacia el Señor. Para que nos llegue su luz, para que alimentemos debidamente nuestra vida y nuestra fe. Por eso qué presente tiene que estar la Palabra de Dios en nuestra vida, la oración, la participación en los sacramentos.
Ese mundo nuestro, del que nos quejamos tantas veces, que está a oscuras, nosotros tenemos que iluminarlo con nuestra luz, que no puede ser otra que la luz de Cristo. Que alguien encienda una luz, quizá escuchamos tantas veces pidiéndonos que llevemos nuestra luz, que iluminemos tantas oscuridades. Por eso tenemos que tener los acumuladores, las baterías bien recargadas, para que no nos falte esa luz y para que podamos dar esa luz a los demás.

miércoles, 27 de enero de 2010

Un templo agradable para nuestro Dios

2Sam. 7, 4-17
Sal. 88
Mc. 4, 1-20


‘¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?’ David había mostrado deseos de construir un templo para el Señor. En principio el profeta se lo había aprobado, pero ahora recibe una palabra del Señor para David que le comunica. Será otro, su hijo Salomón, el construya el templo del Señor, pero ahora Dios quiere hacerse presente y habitar de otra manera en medio de su pueblo. El Señor va darles paz en medio de los pueblos vecinos, va a hacer grande el nombre de Israel y va a consolidar el trono de David.
‘Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía… tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu reino durará para siempre…’ son las palabras proféticas y de esperanza del Señor a través del profeta.
En el orden humano la dinastía de David acabará, pero estas palabras tienen un claro anuncio mesiánico. No olvidemos que cuando el ángel del Señor le anuncia a María el nacimiento de Jesús le dice: ‘El será grande, será llamado Hijo del Altísimo: el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin…’
¿Cuál es el templo que hemos de construirle al Señor? ¿Será un templo material, un edificio terreno o será nuestro corazón y nuestra vida la que tiene que ser un templo agradable al Señor? Podemos recordar por una parte cuando Jesús hablaba del templo de su cuerpo, cuando lo de la expulsión de los vendedores del templo, con lo que venía a decirnos que El es el verdadero templo de Dios, ya que en El se nos está manifestando el mismo Dios. Lo relacionamos con lo anunciado por el profeta que le hablaban de que la casa y el reino de David iban a durar para siempre, en clara referencia a Jesús.
Y podemos recordar que nosotros hemos sido ungidos en nuestro bautismo para ser morada de Dios y templo del Espíritu. Lo que nos está hablando de nuestra dignidad grande que se nos ha concedido por nuestra unión con Jesús. El profeta le decía a David ‘te pondré en paz con todos tus enemigos y te haré grande y te daré una dinastía…’, lo cual ya nos está indicando cómo ha de ser nuestra vida con una santidad en consonancia con esa dignidad de hijos de Dios.
Finalmente si el profeta le anunciaba un reino que duraría para siempre y eso es lo que luego el ángel va a repetir de alguna forma en el anuncio a María del nacimiento de Jesús, hoy hemos escuchado en el Evangelio cómo Jesús con parábolas nos enseña cómo ha de ser ese Reino de Dios y las actitudes que tiene que haber en nuestro corazón para acogerlo.
‘Les enseñó mucho rato en parábolas, como solía enseñar’, nos dice Marcos. Y la primera parábola que nos propone es la parábola del sembrador. ¿Será necesario repetirla ahora? No nos hace daño, sino todo lo contrario, que una y otra vez la leamos, la escuchemos allá en lo más hondo de nosotros mismos, porque muchas veces esa actitud en la que damos por sabida ya una Palabra que se nos proclama nos está indicando que piedras o qué abrojos estamos poniendo en la tierra de nuestro corazón y que nos impedirán que podamos dar el fruto que se nos pide.
Esa necesaria actitud positiva, esa apertura de nuestro corazón, ese dejar a un lado todas esas cosas que nos puedan impedir escuchar con atención y sinceridad la Palabra que se nos proclama para que en verdad seamos esa buena tierra en la que caiga la semilla, son posturas y actitudes que hemos de tener en la escucha de la Palabra. Así podremos ir construyendo ese Reino de Dios en nosotros y haciéndolo presente en nuestro mundo. Así seremos ese templo digno y preparado para el Señor y todo nuestra vida sea un culto agradable a Dios.

martes, 26 de enero de 2010

Toma parte en los duros trabajos del evangelio

2Tim. 1, 1-9
Sal. 95
Lc. 10, 1-9


Si ayer celebrábamos la fiesta de la conversión de san Pablo, hoy celebramos la memoria de dos discípulos queridos de Pablo, Timoteo y Tito, y a los que dirige cartas que conservamos en el canon del Nuevo Testamento.
Timoteo, que procedía de Listra, hijo de padre griego y madre judía, acompañó a Pablo desde su segundo viaje y estuvo con él como compañero inseparable y a quien le confió misiones importantes. En más de una ocasión compartió hasta prisión con el apóstol que en la carta a los Filipenses da un precioso testimonio llamándolo su hijo muy querido. Esta segunda carta de la que hoy escuchamos los primeros párrafos fue escrita estando Pablo en prisión, y ya probablemente Timoteo al frente de la Iglesia de Éfeso.
Tito, de origen pagano, fue convertido a la fe por Pablo, que lo llama verdadero hijo en la fe común, y también acompañó a Pablo y que le confía diversas misiones y que la tradición nos lo sitúa al frente de la comunidad de Creta cuando le escribe la carta.
Hemos leído, como decíamos, los primeros párrafos de la segunda carta a Timoteo, donde vemos que el apóstol se hace todo elogios de la fe de Timoteo, así como la de su madre Eunice y su abuela Loida. ‘Guardo el recuerdo de la sinceridad de tu fe’, le dice el apóstol. Y después de recordarle que ‘Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación’, le invita a la fidelidad ‘con la confianza puesta en el poder del Señor’, y continuará diciéndole ‘no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor…, sino toma parte en los duros trabajos del evangelio según la fuerza que Dios te dé’. ¿Dónde nace esa confianza y esa fortaleza? ‘Dios nos ha salvado y nos ha dado una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia voluntad y por la gracia que nos ha sido dada desde la eternidad en Jesucristo’.
Podemos escuchar esa invitación como dicha a nosotros. Invitación a la fidelidad, a dar testimonio, a mantenernos firmes en nuestra fe y en nuestro amor. No nos faltará la gracia del Señor. El ha prometido estar con nosotros hasta el final de los tiempos, nos concede el don de su Espíritu, que es Espíritu de fortaleza. La gracia del Señor nos acompaña. Muchos serán los embates de las tentaciones o de un mundo adverso, pero nuestra fortaleza está en el Señor.
Ese testimonio de nuestra fe que hemos de dar cada día hasta en las cosas más pequeñas. Ese testimonio de nuestra fe que se traduce en paciencia en las adversidades, en detalles sencillos de amor y de amistad con los que nos rodean, en una palabra buena y alentadora para el que está a nuestro lado y quizá está pasando por una mala situación.
Tenemos tantas ocasiones de mostrar nuestra fe, de dar testimonio de que Dios lo es todo para nosotros. Un testimonio de nuestra fe que daremos también con la manifestación de nuestra religiosidad de una forma sencilla pero convencida. Un testimonio con nuestra oración que hemos de saber hacer no solo por nosotros sino también por los demás, por aquellos que más lo necesiten.
En el evangelio hemos escuchado el envío de los discípulos a anunciar la Buena Nueva del Reino y a llevar la paz. Sintámonos enviados nosotros también con ese testimonio de creyentes que damos a nuestro mundo. Pero invita el Señor a que oremos para que el dueño de la mies envíe operarios a su mies, porque es abundante y los obreros pocos. Bien sabemos que la oración por las vocaciones ha de estar siempre muy presente en nuestro corazón. Una oración que hacemos acompañada con el ofrecimiento de nuestra vida, de nuestros sufrimientos y debilidades. Todo eso que es nuestra vida, en la precariedad y debilidad de los muchos años, no es algo inútil sino muy valioso si sabemos hacer ofrenda de nuestra vida al Señor. Seamos capaces de ofrecer todo eso en oración por las vocaciones.

lunes, 25 de enero de 2010

Hemos de dejarnos encontrar por la Luz

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO

Hechos, 22, 3-16
Sal. 116
Mc. 16, 15-18


Cuando nos dejamos iluminar por la luz de Cristo todo lo demás nos parecen sombras y oscuridades. Lo importante y necesario es que esa luz llegue a nosotros y nos dejemos sorprender por esa luz. Mientras no la encontremos nos parece que nuestras pequeñas lucecitas son las más interesantes o más importantes y nos aferramos a ellas confundidos pensando que son lo mejor.
Hoy estamos celebrando a quien se encontró esa luz y quedó ciego para las luces anteriores. También él pensaba que sus lucecitas eran las únicas importantes y por eso sin conocer la luz verdadera luchaba contra ella. Pero esa luz un día le sorprendió y se encontró cara a cara con Jesús y ya no se pudo resistir y desde entonces para él Jesús fue su única luz que quiso llevar a todas partes y a todas las gentes.
Estamos celebrando a san Pablo y su conversión. Nos lo ha relatado detalladamente san Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Un relato repetido, primero contado por Lucas, luego relatado por el mismo Pablo, que finalmente nos lo vuelve a repetir en sus cartas. ‘¿Por qué me persigues?... ¿Quién eres, Señor?... Yo soy Jesús Nazareno a quien tu persigues… ¿Qué debo hacer?... Levántate, vete a Damasco y allí te dirán lo que tienes que hacer…’
Nos comentará a continuación que ‘como no veía cegado por el resplandor del relámpago, mis acompañantes me llevaron de la mano a Damasco…’ Ya no podía ver los caminos de este mundo. Otra luz brillaba en sus ojos, aunque ahora estuvieran ciegos. Cuando Ananías, enviado por el Señor llegue hasta él, recobrará la luz de sus ojos. Pero ya es otra luz la que lleva en su interior.
Ananías había opuesto cierta resistencia a recibir a Pablo porque ‘he oído hablar del daño que este hombre ha hecho en Jerusalén a los que creen en ti, y aquí está con poderes de los jefes de los sacerdotes para apresar a todos los que invocan tu nombre…’ Esa era realmente la misión con que iba a Damasco, pero el Señor le tenía reservado algo importante, y por eso le sale al paso. ‘Este es un instrumento elegido para llevar mi nombre a todas la naciones… yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre’.
Llegará a ser el Apóstol de las gentes. Sus caminos recorrerán el ancho Mediterráneo anunciando el nombre de Jesús: toda el Asia Menor, Grecia y Macedonia, Roma y la tradición nos lo trae también a España, como anunciaría en la carta a los Romanos. Cumplió a la perfección el mandato de Jesús: ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación…’ Conocemos sus cartas con la densidad de la doctrina cristiana. Pero como se había anunciado no le faltarán pruebas, persecuciones y tormentos, como él mismo recordará incluso en alguna ocasión.
Pero se había encontrado con la Luz que le había salido al encuentro y ya desde entonces su vivir será Cristo. ‘Vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí… sé de quién me he fiado’. Era consciente de las maravillas que el Señor había realizado en su vida, y eso ahora él tenía que trasmitirlo. De ahí el ardor y el coraje de su espíritu.
Es mucho lo que nos dice todo esto. No podemos extendernos en este momento haciendo un recorrido más completo por la vida y la figura de Pablo, pero sí puede ayudarnos mucho lo que significó para él el encuentro con la luz, el encuentro con Jesús. Porque eso es lo que nosotros necesitamos, dejarnos encontrar por Jesús. El viene a nuestro encuentro y algunas veces no terminamos de darnos cuenta de su presencia y su llamada. Viene la luz a nuestra vida y, como dice el evangelio, preferimos nuestras pequeñas luces que a la larga son tinieblas.
Dejémonos cautivar por la luz de Jesús y nuestra vida será distinta. No temamos el encuentro con esa Luz, porque a partir de entonces todo será vida para nosotros. Vida y dicha, aunque haya momentos difíciles, tengamos que pasar por incomprensiones, nos pueda aparecer el sufrimiento y hasta la persecución. Pero nuestra dicha es el Señor y todas las oscuridades desaparecerán.

domingo, 24 de enero de 2010

Una asamblea en la que se cumple la Palabra proclamada


Nehemias, 8, 1-10;

Sal. 18:

1Cor. 12, 12-30;

Lc. 1, 1-4; 4, 14-21


Una asamblea de creyentes, una proclamación de la Palabra de Dios, una presencia salvadora de Dios con una respuesta de fe por parte del pueblo creyente. ¿A qué asamblea nos estamos refiriendo? ¿la celebrada en el templo de Jerusalén en tiempos de Esdras y Nehemías? ¿la de la sinagoga de Nazaret? ¿o a esta asamblea cristiana congregada ahora y aquí que somos nosotros?
‘Hoy es un día consagrado a nuestro Dios… no estéis tristes pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza’, se dijo entonces. ‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, dijo Jesús en la sinagoga de Nazaret. ‘Palabra de Dios… Palabra del Señor… te alabamos, Señor… gloria y honor a ti, Señor Jesús’ , hemos aclamado nosotros.
‘Todo el pueblo estaba atento al libro de la ley…’ lloraba de alegría cuando ‘Esdras abrió el libro a vista del pueblo’, por lo que todo eran bendiciones para el Señor que así les hacía conocer su Palabra y a todos se les invitaba a la alegría y a la fiesta cuando se proclamaba el libro de la Ley y se les explicaba al pueblo. ‘Todos en la sinagoga estaban expectantes y tenían los ojos fijos en Jesús’. Quizá, sin embargo, tendríamos que preguntarnos si venimos nosotros con la misma expectación cada domingo y con la misma alegría y emoción en el corazón para escuchar la Palabra del Señor que se nos proclama.
Los textos hoy proclamados tanto Nehemías como el Evangelio nos ofrecen el testimonio de lo que podíamos decir una catequesis y una liturgia, una proclamación de la Palabra. ‘Los levitas leían el libro de la Ley de Dios con claridad y explicando el sentido de forma que comprendieran la lectura’. Por su parte san Lucas nos dice que ha resuelto ‘componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros. Siguiendo las tradiciones trasmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la Palabra… para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido’, le dice a Teófilo a quien dedica el evangelio.
Nos dirá Nehemías con detalle cómo fue aquella proclamación y lectura de la Ley, y nos contará Lucas la liturgia de todos los sábados en las sinagogas judías, con la proclamación aquel día en Nazaret del texto de Isaías.
‘Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír’, que acabamos de escuchar tenemos que decir nosotros. Cristo está también en medio de nosotros en esta Palabra que nos congrega y que se nos proclama. Es la Palabra de Dios que planta su tienda entre nosotros. Cristo es el Ungido del Señor – recordemos lo que celebramos hace un par de domingos, el Bautismo del Señor -, el que está lleno del Espíritu del Señor, como nos dice hoy Isaías, y que viene con su Buena Nueva de vida y salvación para nosotros, para los pobres, para los oprimidos y faltos de libertad, para todo nuestro mundo trayéndonos la amnistía, el perdón, anunciándonos el año de gracia del Señor.
Es así cómo nosotros hemos de recibir la Palabra de Dios que se nos proclama. Es así cómo tenemos que experimentar en nosotros esa presencia viva del Señor que nos anuncia y trae la salvación. No son unos textos o unos relatos cualesquiera que pudiéramos sustituir por cualquier otro texto o lectura. Es la Palabra salvadora del Señor. Una Palabra que tiene que ser eficaz en nosotros transformando de verdad nuestra vida. Palabra que es nuestro gozo y nuestra fortaleza. Palabra que es Buena Nueva, Buena Noticia de gracia y salvación para nuestra vida. Palabra que nos ilumina los ojos del corazón y que nos libera de la peor cautividad y opresión que es nuestro pecado. Palabra que nos llena de gracia y de vida produciéndose la más hermosa y profunda renovación.
¿Es así siempre en nosotros? Depende, no de la Palabra que se nos proclama, sino de nuestra expectativa y nuestra respuesta. ¡Qué lástima cuando escuchamos decir a alguien que no viene a nuestras celebraciones porque se aburre y se cansa, porque siempre es lo mismo y no hacemos sino repetir las mismas cosas!
Tenemos que pedir fe. La Palabra de Dios no se repite, aunque sean los mismos textos, sino que siempre será noticia nueva y buena para nosotros. Si con fe la escuchamos abriendo nuestro corazón como tierra buena, entonces podremos escuchar esa Palabra nueva y viva que el Señor tiene que decirnos en este momento concreto en que la escuchamos.
En la Parábola del sembrador, que tantas veces hemos escuchado, la semilla es la misma, pero era la tierra la que no estaba preparada de la misma manera para recibirla y por eso sólo la tierra buena y bien dispuesta hizo que pudiera producir fruto al ciento por uno. Así nosotros, depende de nuestra actitud, de la apertura de nuestro corazón, de la fe con que la recibamos.
Una última cosa; no olvidemos que la Palabra que recibimos y escuchamos nos convierte también a nosotros en mensajeros de esa Palabra. Mensajeros con nuestra vida nueva y comprometida para hacer el anuncio, para llevar la luz, para anunciar y realizar también la liberación de los oprimidos. De cuántas maneras esa Palabra puede ser liberación y anuncio de salvación para los demás a través de nosotros. Cuánto podemos y tenemos que transformar con el anuncio de esa Palabra.
Una Palabra que nos congrega y nos hace vivir en unidad y comunión. Recordemos la imagen que contemplábamos al principio de el asamblea congregada y reunida para la escucha de la Palabra. Una Palabra que nos llena a nosotros también con la fuerza del Espíritu del Señor. No olvidemos que tenemos que ser otros Cristos, porque así hemos sido ungidos por el Espíritu desde nuestro Bautismo.