sábado, 24 de octubre de 2009

Si no os convertís… el árbol que hay que cuidar para que dé fruto

Rom. 8, 1-11
Sal. 23
Lc. 13, 1-9


Habían sucedido unos hechos calamitosos y desagradables en Jerusalén y vienen a contárselo a Jesús. Unos galileos que se habían rebelado contra los romanos Pilatos los había ejecutado dentro del recinto del templo, lo cual para los judíos era una profanación de lo sagrado porque se había derramado sangre humana allí donde se ofrecía la sangre de los sacrificios al Señor.
Por otra parte no hacía mucho tiempo dieciocho personas habían muerto aplastadas por la caída de la torre de la piscina de Siloé. Recordamos allí donde Jesús había enviado al ciego de nacimiento para que se lavara y recobrara la vista.
Los judíos hacían diversas interpretaciones de estos hechos y los veían como un castigo de Dios por algún pecado oculto quizá de los que murieron. Y es aquí donde Jesús quiere hacerles pensar. ‘¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque acabaron así?... y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?’
Jesús quiere hacerles comprender que Dios nos habla a través de los hechos para que saquemos lecciones para nuestra vida. En versículos anteriores del evangelio había hablado de los signos de los tiempos que hemos de saber interpretar. ‘Si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?’, había dicho Jesús.
Estos hechos son una invitación, una llamada del Señor a la conversión. ‘Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera’, les viene a decir Jesús. Y les propuso una parábola que viene a señalarnos la paciencia de Dios esperando que demos frutos, esperando nuestra conversión. ‘A ver si da fruto’, dice el viñador después de cavar y abonar una vez más la higuera que no daba frutos.
A nosotros también nos dice: ‘Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera’. La conversión ha de ser una actitud constante en la vida del cristiano. Siempre hemos de estar en esa actitud de conversión para lograr una mayor perfección y una mayor santidad en nuestra vida. Siempre hay cosas en nuestra vida que tenemos que purificar, que podemos mejorar.
Algunas veces nos contentamos con decir ‘yo no tengo grandes pecados… yo no tengo de qué confesarme… de qué me voy a convertir’. Todo en la vida no lo hacemos a la perfección. Pero si no somos exigentes con nosotros mismos y simplemente dejamos pasar las cosas y en principio dejamos a un lado algunas cosas que no nos parecen tan importantes, ya sabemos que este camino es muy resbaladizo y poco a poco iremos dejando de darle importancia a cosas que sí la tienen y caemos por la pendiente primero de la mediocridad, luego de una frialdad espiritual y terminaremos por volver a una vida de pecado.
Jesús nos proponía la parábola de la higuera que no daba fruto, pero que el viñador la podó, la abonó y la cuidó con mimo especial. Acostumbrados estamos a ver en nuestros campos por ejemplo árboles frutales a los que se les ha abandonado en su cuidado, y que al final nos darán malos frutos que se nos vuelven hasta incomestibles. Cuando de nuevo son cuidados con mimo por el agricultor, volverán a dar buenos frutos y merecerá la pena tenerlos en nuestras huertos.
Así nos puede suceder en la vida espiritual. Esa conversión de la que se nos habla hoy es ese cuidado constante, creciente que hemos de tener con nuestra vida espiritual y nuestra vida cristiana si en verdad queremos mantener nuestra fidelidad a Jesús y su evangelio. Es a lo que hoy nos está invitando la palabra del Señor.

viernes, 23 de octubre de 2009

¿Quién me librará de este ser mío presa de la muerte?

Rom. 7, 18-25
Sal. 118
Lc. 12, 54-59


‘¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío presa de la muerte?’ Así se pregunta san Pablo en este texto de su carta a los romanos. Se lo pregunta por lo que ve en su propia vida y en la vida de todos. Queremos ser buenos, digámoslo así. Porque queremos hacer el bien, nunca el mal, nada que haga daño o haga daño a los demás. Pero bien sabemos cuántas veces hacemos cosas que parece irresistibles. Cuánto nos cuesta superar esos malos momentos y situaciones.
Hoy el apóstol dice en su carta: ‘El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago’. Parece que nos sintamos arrastrados por una fuerza superior. ¿Por qué actuamos así? Es nuestra debilidad, nuestra flaqueza, nuestra inconstancia, nuestra falta de voluntad, nuestras incongruencias. Nos proponemos algo, tenemos buenos propósitos pero no los llevamos a cabo, nos sentimos como sin fuerzas.
Las tentaciones por otra parte nos acechan; el mal parece que nos engaña porque nos sentimos cautivados por él; nos confundimos tantas veces sin saber bien lo que es bueno y lo que es malo; nos vemos rodeados por tantas luces fatuas que quieren encandilarnos. El pecado se nos mete en la vida y nos esclaviza, nos llena de sombras, de muerte. ¿Seremos libres de verdad para escoger lo bueno y hacerlo o para apartarnos de lo malo?
‘¿Quién me librará de este ser mío presa de la muerte?’ se preguntaba el apóstol. Pero él también nos daba una respuesta. ‘Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias’. Recordemos lo que había anunciado el profeta y Jesús proclama en la sinagoga de Nazaret. ‘El Espíritu está sobre mí porque me ha ungido y me ha enviado… para dar libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor’. Es Jesús, nuestro salvador. Jesús que nos libera. Jesús que está con nosotros, porque no estamos solos en esa lucha contra el mal. Jesús, el lleno y ungido del Espíritu del Señor, que nos da su Espíritu para que nosotros tengamos fuerzas para esa victoria contra el mal.
En el salmo hoy pedíamos ‘instrúyeme, Señor, en tus leyes’. Dejarnos enseñar por el Espíritu divino. Espíritu de Sabiduría y Espíritu de fortaleza. Aquello que le pedía Salomón al Señor. Sabiduría para saber discernir el mal y el bien. Decíamos que muchas veces nos vemos confundidos. El Espíritu de Sabiduría nos ilumine, para que no nos dejemos confundir. Porque no discerniremos lo bueno de lo malo sólo por nosotros mismos. Estamos marcados por el pecado y eso nos puede llevar a la confusión. Por eso tenemos que dejarnos conducir por el Espíritu del Señor, que nos lo enseñará todo y nos llevará a la verdad plena. Conocer sus mandamientos, saber lo que es la voluntad del Señor para poder realizarla. Tarea importante que hemos de realizar.
Abramos los ojos para saber leer las lecciones de Dios, los signos de los tiempos, que nos habla a través también de lo que nos sucede. Es lo que nos dice hoy Jesús en el evangelio. Les echa en cara a sus oyentes que saben discernir cuando el tiempo está de lluvia o de bochorno según sean los vientos o las señales del firmamento, pero ‘¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer?’ Que con la fuerza del Espíritu del Señor sepamos leer esas señales de Dios y actuemos luego siempre en consecuencia.
‘Instrúyeme, Señor, en tus leyes… enséñame a gustar y comprender… tus mandatos… mi delicia será hacer tu voluntad… jamás olvidaré tus decretos, pues con ellos me diste vida…’

jueves, 22 de octubre de 2009

He venido a prender fuego en el mundo…

Rom. 6, 19-23
Sal. 1
Lc. 12, 49-53

En una primera impresión quedándonos sólo en la literalidad del texto las palabras de Jesús nos pueden resultar desconcertantes. Parecieran excesivamente violentas y hasta aparentemente contradictorias con otros textos del evangelio.
Pero precisamente vamos a hacer una lectura en este comentario en paralelo con otros textos y situaciones del Evangelio. ‘He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!’ Recordemos lo que fueron las primeras palabras de Jesús al comienzo de la cena pascual. San Lucas nos relata: ‘Cuando llegó la hora se puso a la mesa, y los apóstoles con El. Y les dijo: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer…’ Y por su parte Juan en su evangelio nos dice: ‘Viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo’.
Ahí contemplar arder el corazón de Cristo en amor, un amor hasta el final. Un amor hasta la muerte, tal era el deseo de Cristo. Sabía Jesús lo que significaba aquella pascua cuya celebración se estaba iniciando. Ya era cruento, podíamos decir, comer aquel cordero pascual, que era un signo del paso de Dios en medio de su pueblo liberándolos de Egipto; pero ahora era el verdadero Cordero Pascual el que se inmolaba, ‘el Cordero que quita el pecado del mundo’.
No nos extrañan, pues, las palabras ‘tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!’ Entendemos bien que el bautismo al que se refiere es precisamente su pasión y su muerte, su entrega. Recordamos que cuando los hermanos Zebedeos le piden los primeros puestos, Él les pregunta: ‘¿Estáis dispuestos a beber el cáliz que yo he de beber, a bautizaros en el bautismo con que yo me voy a bautizar?’ Ese bautismo del que les habla es precisamente su pasión. Lo que ahora escuchamos de nuevo.
Optar por seguir a Jesús exige radicalidad en los planteamientos, en su seguimiento. Con Jesús no podemos andar a medias tintas, aunque nos cueste la incomprensión e incluso la persecución de los que nos rodean. Unos optarán por seguir a Jesús, otros por ponerse en contra. Cuando la presentación de Jesús niño en el templo el anciano Simeón anuncia que aquel niño va a ser un signo de contradicción. ‘Está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten. Será una bandera discutida’.
Ahora nos ha dicho: ‘¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división’. Y nos habla de división en las familias. El anuncio y vivencia del Evangelio no va a ser comprendido ni aceptado por todos de la misma manera. Y habrá quienes nos hagan frente. Ya lo anunció Jesús cuando envía a sus discípulos a predicar. Les anuncia incluso persecuciones. ‘Os entregarán a los sanedrines y en las sinagogas seréis azotados, y compareceréis ante los gobernadores y reyes por amor de mí para dar testimonio….El hermano entregará a muerte al hermano, y el padre al hijo, y se levantarán los hijos contra los padres y les darán muerte, y seréis aborrecidos de todos por mi nombre. El que perseverare hasta el fin, se salvará’. Pero ya promete la asistencia y fuerza del Espíritu Santo que pondrá palabras en nuestros labios. Es de lo que ahora nos ha hablado en el texto hoy proclamado.
Es lo que sigue sucediendo, porque muchas veces hasta de los más cercanos a nosotros vamos a encontrar oposición. Es la historia de los mártires de la Iglesia a través de todos los tiempos. Mártires que hoy siguen dando testimonio de Jesús y del evangelio en medio de nuestro mundo. No suelen ser noticias de las que nos hablen los medios de comunicación habituales, pero en distintos lugares del mundo sigue habiendo mártires que derraman su sangre, dan su vida por su condición de cristianos.
Pero sin llegar a eso también en nuestro propio entorno muchas veces y de maneras algunas veces bien sutiles se siguen sufriendo descalificaciones, burlas, desprecios, oposición y hasta una larvada persecución cuando se quiere dar un testimonio auténtico de la fe, o se quiere proclamar la verdad del evangelio.
En nombre de ese laicismo que va imperando en nuestra sociedad contemplamos como se quiere acallar la voz de la iglesia, el testimonio del evangelio. Cualquiera puede expresar su opinión o su manera de concebir la vida o la sociedad, pero cuando habla la Iglesia, cuando un cristiano habla en nombre de su fe, vemos cómo se le quiere acallar, se manipulan sus palabras o se le ridiculiza, porque la verdad del evangelio y los valores cristianos a muchos le molestan.
Que el Señor nos ponga ese fuego divino en nuestro corazón para que con coraje y ardor proclamemos su nombre. Que nos contagiemos con el fuego de su amor y con él prendamos nuestro mundo para en verdad hacerlo mejor. Que el fuego de su Espíritu nos inunde – pensemos que una imagen precisamente que nos habla del Espíritu Santo son las llamaradas de fuego que aparecieron sobre las cabezas de los apóstoles en Pentecostés – y que incendiemos nuestro mundo con una vida nueva de amor y de gracia.

miércoles, 21 de octubre de 2009

A la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre

Rom. 6, 12-18
Sal. 123
Lc. 12, 39-48


‘Estad en vela, preparados porque a la hora que menos pensáis, viene el Hijo del Hombre’. El que no espera nada ni a nadie, no tiene nada que preparar. El que tiene esperanza se prepara debidamente para aquello que espera, que es su esperanza. ¿Tendremos nosotros esperanza? ¿Qué esperamos? ¿Esperamos algo o a alguien?
En el tiempo litúrgico que se prolonga ahora hasta el Adviento, e incluso, iniciado el mismo Adviento será algo que se nos irá repitiendo. ¿Qué esperamos? La segunda venida del Señor, como El nos lo anunció en el evangelio y como es parte fundamental de nuestra fe. Vendrá el Señor al final de los tiempos. ¿Cuándo será ese final? ‘¿Cuándo sucederá todo eso?’ le preguntaban los discípulos cuando Jesús les habla de esos momentos finales. Pero Jesús no nos dio respuesta. Sólo nos invita a estar vigilantes.
Viene el Señor cuando nos llegue la hora de nuestra muerte, porque también así hemos de verla. Una llamada del Señor, una venida del Señor a nosotros para llevarnos con El. Y viene el Señor a cada momento, en cada instante de nuestra vida hemos de saber descubrir esas venidas, esas llamadas que el Señor nos va haciendo.
Como decíamos es parte de nuestra fe. Así lo confesamos en el Credo. Creemos en la vida eterna, creemos en la resurrección de los muertos, creemos y esperamos esa venida del Señor Jesús, que murió, resucitó y ‘está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso; y de allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos’.
Jesús nos lo había anunciado. ‘Veréis venir al Hijo del Hombre con gran majestad y gloria entre las nubes del cielo’. Pero son otros los momentos en que nos habla de esa venida, como lo ha hecho hoy mismo para decirnos que estemos preparados. ‘A la hora que menos esperéis viene el Hijo del Hombre’.
Y en la liturgia lo proclamamos y celebramos en distintos momentos, por ejemplo, de la celebración de la Eucaristía. ‘¡Ven, Señor Jesús!’, aclamamos como una profesión de fe también tras la consagración. Pero será también en el embolismo del Padrenuestro, esa oración que lo prolonga, donde decimos ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo’, y queremos que nos libre de todo mal y tentación, que nos libre de toda perturbación.
Sin embargo, aunque esto lo vamos repitiendo cada día, muchas veces parece que viviéramos sin esperanza del mundo futuro, como si todo se redujera al momento presente y fuera la único importante. Y entonces no nos preparamos, ni estamos vigilantes para evitar aquello que nos pueda distraer o apartar de ese encuentro con el Señor en su segunda venida; estamos con las lámparas apagadas como las vírgenes necias de la parábola, porque dejamos agotar nuestro aceite; no tenemos conciencia de la trascendencia que tiene los actos de nuestra vida.
A esto nos está invitando el evangelio de hoy. A mantener viva nuestra esperanza, a vivir con esperanza, a tomarnos en serio y con gran responsabilidad nuestra vida. Una vida que decimos es nuestra pero de la que sólo somos administradores de todos esos dones que Dios nos entregó empezando por la vida misma, con todos sus valores, sus cualidades, con tanto con lo que el Señor nos ha enriquecido.
Y este no caer en la cuenta que somos administradores de la vida que Dios nos dio tiene muchas consecuencias, porque a veces nos creemos dueños absolutos que podemos hacer con ella lo que queramos, ya sea nuestra vida o la de los demás, ya sea un anciano o un enfermo terminal o en una criatura en gestación en el seno de su madre, al que pretendemos eliminar desde nuestra sinrazón.
Estemos, pues, vigilantes y preparados, que viene el Señor y al que hemos de recibir con las lámparas encendidas de nuestra fe y nuestro amor. Muchas consecuencias podríamos sacar.

martes, 20 de octubre de 2009

Un derroche de gracia y el don de la salvación

Rom. 5, 12.15.17-19-21
Sal. 39
Lc. 12, 35-38


‘Por el pecado de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte.¡Cuánto más ahora, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la salvación!’. Hermoso el mensaje que nos ofrece este texto de la carta a los Romanos de la liturgia de este día. Mucha tendría que ser la reflexión que sobre él hagamos y comprometida y seria tendría que ser la respuesta que diéramos.
Misterio del pecado y misterio de la gracia. El pecado que nos llena de muerte. La gracia que nos hace renacer a la vida. ‘Vivirán y reinarán’, nos dice el Apóstol.
‘Por un hombre…’, estamos hablando del principio de la humanidad, de Adán en el paraíso en la primera página de la Biblia, el pecado original que llenó de muerte a toda la humanidad. Es el mal en el que todos nos vemos involucrados. Es la inclinación al mal que sentimos dentro de nosotros mismos como una tentación que nos parece irresistible.
Pero ‘por un hombre, Jesucristo…’ No es un hombre cualquiera porque es el Hijo de Dios hecho hombre, en el Señor y el Mesías de nuestra salvación, por eso decimos Jesucristo, Jesús el Señor, Jesús el Cristo. Nos inunda la gracia. El Apóstol nos habla de derroche de gracia. Si es derroche significa que es sobreabundante. Si es gracia es un don y un regalo que nosotros no merecemos. ‘Derroche de gracia y don de salvación’, regalo que nos justifica y que nos salva.
San Pablo nos dirá más adelante. ‘Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia’. Si poderosa es la inclinación al mal, bien lo sabemos cuando somos tentados y parece que nos sentimos sin fuerzas, que es algo irresistible, sin embargo tenemos que decir más fuerte y poderosa es la gracia del Señor que nos salva y nos arranca del mal. Claro que estamos hablando del valor infinito de la muerte de Cristo, que es el Hijo de Dios. ‘Así como reinó el pecado causando la muerte, así también, por Jesucristo nuestro Señor, reinará la gracia causando la salvación y la vida eterna’.
No son necesarias muchas explicaciones para esto que nos dice el Apóstol. Sólo tenemos que ponernos con sinceridad ante ese misterio de gracia de Dios con nosotros. Así es su amor, un amor infinito, un amor que no se acaba ni se agota. Así nos regala El con su vida divina. Misterio maravilloso de la gracia divina.
Si lo consideramos bien, cuánta esperanza se suscita en nuestra alma. Nos vemos desbordados por la gracia de Dios que nos arranca del pecado. Nos podríamos sentir hundidos bajo el peso de nuestros pecados si no tuviéramos esperanza. Pero contemplando todo lo que es ese amor que Dios nos tiene que así nos regala se despierta esa esperanza y ese gozo de la salvación que el Señor nos ofrece.
Sólo nos pide respuesta. Una respuesta en principio que tiene que ser de amor. Una respuesta que nos impulsa a una vida más santa. Lejos de nosotros el pecado, porque en Cristo podemos vencer al mal y a la muerte. Cuánto tenemos que amar. Cómo tenemos que ser agradecidos a tanta gracia que el Señor derrocha en nuestra vida. Si lo consideráramos lo suficientes, qué santos seríamos en nuestra vida.

lunes, 19 de octubre de 2009

La vanidad de las cosas que nos atrapan

Rom. 4, 20-25
Sal.: Lc. 1, 69-75
Lc. 12, 13-21


‘Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos’. Este primer versículo de las Bienaventuranzas que es la mejor antífona que la liturgia nos propone en el aleluya como aclamación al Evangelio que hoy hemos escuchado y ahora comentamos.
Recordamos el evangelio. Alguien la plantea a Jesús que intervenga en un problema de herencia que tiene con su hermano. ‘¿Quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?’, le responde Jesús. Pero aprovecha para darnos una hermosa lección con una sentencia y una parábola. ‘Mirad: Guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes’.
¡Cómo se nos apega el corazón a los bienes materiales, a las posesiones que tengamos sean muchas o sean pocas! Os digo sinceramente que este evangelio que estamos comentando a mí me hace pensar mucho, plantearme muchas cosas, de qué me valen o me sirven tantos cachivaches de los que vamos llenando la vida. La vida no depende de los bienes, nos dice Jesús. Pero no terminamos de escucharlo y aceptarlo. Y nos volvemos egoístas, insensibles, insolidarios, duros de corazón. Todo eso que has acumulado, al final, cuando nos llegue la hora de la muerte, ¿de qué nos servirá? ¡Cuánta vanidad en la vida!
Recordemos la parábola que propone Jesús. El hombre que obtiene grandes cosechas, se construye grandes graneros que llena abundantemente con el fruto recogido y piensa que ya lo tiene todo conseguido. ‘Entonces me diré a mí mismo: hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida…’
Porque tenemos los bolsillos llenos, o buena cuenta en el banco, o muchas posesiones, ya pensamos que lo tenemos todo. ¿Habremos olvidado lo principal? ¡Es sólo eso lo que da la verdadera felicidad a la persona? Ya sé que algunos dicen que no lo da pero ayuda, pero ¿lo creeremos de verdad?
No quiero extenderme demasiado, sino que creo que tenemos que pararnos un poco para pensar y reflexionar sobre nuestros apegos y apetencias, nuestra manera de buscar la felicidad o los sueños que tenemos en la vida. Porque tendríamos que preguntarnos quizá, ¿al final somos nosotros los que poseemos las cosas o resultará por el contrario que son las cosas las que nos atrapan a nosotros? Vanidad y nada más que vanidad, que decía el sabio del Antiguo Testamento. Los bienes materiales y las riquezas se esfuman y desaparecen como el humo, porque eso hemos de buscar lo que tenga una consistencia con valor de eternidad.
Da este evangelio para pensar mucho y para orar mucho delante del Señor. Pidámosle que nos de un corazón generoso, desprendido, abierto, solidario. Que sepamos desprendernos de nuestros apegos. Que nunca las cosas nos posean ni nos dominen. Que valoremos más el encuentro con las personas, el amor y la amistad que nos une, la compasión misericordioso que nos hace estar cerca de su corazón con sus sufrimientos y también sus alegrías. Que busquemos el tesoro que tiene duración eterna. Que en verdad seamos siempre ricos para Dios.
‘Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos’.

domingo, 18 de octubre de 2009

Una diaconía de servicio que nos lleva a dar la vida


Is. 53, 10-11;

Sal. 32;

Heb. 4, 14-16;

Mc. 10, 35-45


A todos nos gusta - ¿por qué no reconocerlo? – ser tenidos en cuenta, ser valorados, reconocidos y, podríamos decir, triunfar en la vida. Nos eleva la autoestima. Nos estimula en el desarrollo de nuestras cualidades y valores, para poner en práctica aquello otro que se nos dice, que hemos de hacer fructificar los talentos que Dios nos ha confiado.
Esto que digo no está reñido ni en contradicción que lo que Jesús nos enseña hoy en el Evangelio. Porque lo que nos quiere enseñar Jesús es el evitar que nos llenemos de tales ambiciones que lo que a la larga deseemos es estar por encima de los demás, ser considerados mejores o más importantes, y para lograrlo nos valgamos incluso de malas mañas como puedan ser los codazos o la manipulación de las situaciones o de las personas.
Aquello que decíamos que nos agrada no es porque todo lo hagamos pensando sólo en nosotros o en nuestra ganancia personal. Es que tendríamos que pensar en la repercusión social que tienen nuestros actos, porque somos seres sociales que hemos de vivir en plena y sana convivencia con los demás. Nuestros valores no están sólo en función de nosotros mismos sino que tienen una repercusión en beneficio de los demás. Creo que es el momento de profundizar en el mensaje que hoy nos ofrece el evangelio y toda la Palabra de Dios proclamada, y lo que es el sentido mismo de lo que hoy estamos celebrando, de lo que tiene que ser nuestra celebración cristiana.
Ya hemos escuchado el Evangelio con la petición, las ambiciones y hasta las manipulaciones de los hermanos Zebedeos. Comenzando por esto último, vemos que ellos se estaban valiendo de que eran parientes de Jesús para hacer esta petición y esto les podría dar ‘derecho’ a unas preferencias especiales – eso creían – o a unos puestos especiales en el Reino que Jesús estaba anunciando. Además el otro evangelista que nos relata este mismo hecho habla en el mismo sentido de la madre ambiciosa que hace las peticiones para sus hijos.
¿Sería buena o sería mala la petición que hacen a Jesús? Podríamos pensar muchas cosas. Habían estado con Jesús desde el principio. En el cuarto evangelio vemos que Juan es uno de los que oyeron al Bautista y fueron él y Andrés los primeros que se vinieron con Jesús. Los otros evangelistas nos hablan de la orilla del lago y del paso de Jesús llamando primero a Pedro y Andrés y luego a Santiago y Juan que estaban con su padre repasando las redes después de la pesca. Cómo lo dejaron todo, las redes, la barca, su padre por seguir a Jesús para ser como luego les llamaría ‘pescadores de hombres’. Ser reconocidos por esa prontitud no estaba mal, pero es que ellos pedían otra cosa, tenían otras ambiciones, que provocarían los comentarios y envidias de los demás discípulos. Querían ser los primeros, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Y es aquí donde Cristo quiere enseñarnos. Seguir a Jesús para estar junto a El, muy cerca de El, significaba un bautismo de sangre, un beber el cáliz de la pasión, les viene a decir. Y el aceptar ese bautismo y ese cáliz no se podía quedar en bonitas palabras o buenas intenciones. Eso tenía que traducirse en unas actitudes profundas de dar la vida. Actitudes que tenían que pasar por el servicio incondicional y total hasta llegar a ser capaces de dar la vida. No era cualquier cosa lo que Jesús les planteaba.
Si Jesús les llega a decir que el que quiera ser grande, ‘sea vuestro servidor’, y el que quiera ser primero, ‘sea vuestro esclavo’, es porque el modelo lo tenemos en El. ’El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos’.
Como nos dice la carta a los Hebreos ‘se hizo en todo semejante a nosotros menos en el pecado’, pero es ‘el siervo que nos justificará a todos, porque carga con los crímenes de todos’.
Así lo vemos a través de todas las páginas del evangelio. Porque el dar la vida no fue un acto puntual de un momento, no es un hecho aislado, sino la consecuencia de una actitud constante de servicio que envuelve toda su vida como su razón de ser. El que veremos dando su vida en la cruz y muriendo por nosotros, fue el que pasó haciendo el bien, el que compasivo en todo momento ofrece salud y salvación, compasión para aliviar el dolor de los que sufren y perdón para rehabilitarnos de todo pecado y llenar de paz nuestro corazón; será el que nos hable de amor y de servicio, pero al que veremos de rodillas delante de sus discípulos para lavarles los pies.
No seremos ya nosotros como los poderosos que por ser jefes tiranizan a los demás, no como los que se consideran grandes e importantes y por eso oprimen a todos. ‘Vosotros, nada de eso’, nos dice Jesús. Ese no puede ser nuestro estilo. Esa no puede ser nuestra vida. Mucho tendría que hacernos pensar este evangelio para que en verdad vivamos una diaconía de servicio a favor de los hermanos.
Quisiera conectar esta reflexión con la jornada misionera que hoy estamos celebrando en toda la Iglesia. Podríamos decir que la Iglesia misionera es la expresión de esa diaconía de servicio que la Iglesia quiere ser para toda la humanidad. Y el mejor mensaje de servicio que ofrecemos es el anuncio de Jesús, su salvación a todos los hombres, a toda la humanidad. Es el regalo de la fe y del amor que la Iglesia ofrece a todos los hombres. Es el regalo también de la esperanza. Al anunciar a Jesús queremos ofrecer la posibilidad de una nueva humanidad; queremos hacer una nueva humanidad, un hombre nuevo, una civilización nueva, la civilización del amor, como le gustaba decir a Juan Pablo II. Cuánto se va transformando el corazón del hombre y en consecuencia, cuánto se va transformando también nuestra sociedad cuando hacemos un auténtico anuncio de Jesús y de su Evangelio. Hoy se nos recuerda que somos una Iglesia misionera.
Tenemos reciente, del pasado domingo, la canonización de varios testigos que supieron encarnar en su vida el mensaje del evangelio que hoy hemos meditado. Me quiero referir de manera especial al P. Damián de Molokai que todos quizá conocemos más, aunque podríamos referirnos también a los otros santos canonizados. El P. Damián de Veuster se fue con los últimos, se unió a la vida de los últimos y de los que nadie quería, los leprosos de Molokai, hasta morir contagiado de la lepra con ellos y por ellos sin ni siquiera poder salir de la isla para buscar su propia curación. Es el testimonio vivo, el testigo con su vida inmolada del evangelio que hoy hemos escuchado. Supo plasmar en su vida lo que Jesús nos enseña hoy. Creo que nos sobran palabras y comentarios.
¿Aprenderemos a hacernos los últimos y servidores, a inmolar nuestra vida en el amor aunque no seamos reconocidos y valorados?