sábado, 22 de noviembre de 2008

Profecía y lectura de la historia

Profecía y lectura de la historia

Apoc. 11, 4-12

Sal. 143

Lc. 20, 27-40

Dos testigos, como dos olivos o dos lámparas. Unas imágenes que nos hablan de los que son fieles y por eso serán perseguidos. Podíamos decir casi como resumen, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo se vuelven a repetir en los testigos, en los mártires. Es el mensaje final de este texto del Apocalipsis.

Se les da a estos dos testigos las características de dos grandes figuras o profetas del Antiguo Testamento: Elías y Moisés. ‘Tiene poder para cerrar el cielo, de modo que no llueva mientras dure su profecía’. Es una referencia clara al profeta Elías, que no dejó llover sobre la tierra. ‘Poder para trasformar el agua en sangre y herir la tierra a voluntad con plagas de toda especie’, en referencia a Moisés y las plagas de Egipto.

La misión del profeta y la misión del que iba a ser el caudillo de Israel que lo sacase de la esclavitud de Egipto y lo condujese a la tierra prometida no fue fácil. Elías vive en momentos difíciles de idolatría a los baales y fuerte será su lucha por mantener la fe en Yavé incluso en contra de los poderes humanos. No fue fácil la misión de Moisés, enfrentado al faraón para liberar a su pueblo de la esclavitud y enfrentado también muchas veces a su mismo pueblo mientras lo conducía por el desierto, siempre tentado a la vuelta, a la idolatría, al abandono de la alianza que habían hecho con Yavé.

Habla el Apocalipsis de momentos de persecución y de muerte. ‘Cuando termine su testimonio la bestia que sale del abismo les hará la guerra, los derrotará y los matará… los cadáveres yacerán en las calles, no permitirá que les den sepultura… todos se felicitarán con su muerte’.

Pero habla también de resurrección y de triunfo. ‘Al cabo de los tres días y medio, un aliento de vida los hará ponerse en pie en medio de todos los que los veían… subirán al cielo en una nube a la vista de sus enemigos…’

Apocalipsis es una profecía o una lectura de la historia en momentos de persecución y muerte, pero es anuncio de vida, de resurrección y de triunfo.

No sólo lo fue en aquellos momentos difíciles para la Iglesia en aquellos primeros siglos de persecuciones de la Iglesia, sino que sigue siendo profecía y lectura de nuestra historia. Son necesarios momentos de fidelidad y de testimonio de los creyentes. No podemos decaer por muchas que sean las cosas que tengamos en contra. Momentos difíciles porque nos cuesta también dar testimonio. Miremos lo que nos cuesta hoy. El rechazo de sectores de la sociedad a la religión y a la fe; cómo se busca de todas formas desprestigiar a la iglesia y a los creyentes, la indiferencia que se va infiltrando y haciendo decaer incluso la fe de los creyentes; la laicidad que quiere imponerse cada vez más; las costumbres que cambian y que se manifiesta incluso hasta en las leyes de nuestra sociedad civil; el materialismo y la sensualidad como forma y estilo de vida, la confusión que se pretende crear en la religión pretendiendo que todo sea igual, haciendo que la gente dude incluso hasta los más fieles… y así tantas cosas más de nuestra sociedad de hoy. Decimos las cosas no son como antes. La sociedad cambia y eso nos afecta.

Pero el cristiano no puede dudar del triunfo de Cristo. Fracaso más grande parecía la muerte de Jesús en la cruz, pero resucitó. La esperanza, pues, no nos puede faltar.

Es la esperanza que en el libro del Apocalipsis se quería suscitar en aquellos momentos de las persecuciones y es la esperanza que se quiere insuflar también en nuestro corazón.

‘Bendito el Señor, mi roca, mi bienhechor, mi alcázar, baluarte donde me pongo a salvo, mi escudo, mi refugio, que me somete los pueblos’. Es lo que orábamos con el salmo. Recemos con fe y esperanza.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Al paladar será dulce como la miel

Apoc. 10, 8-11
Sal. 118
Lc. 19, 45-48

‘¡Qué dulce al paladar tu promesa, más que miel en la boca!
’ Es la respuesta del salmo a lo escuchado en el Apocalipsis. Texto que nos recuerda también al profeta Ezequiel. Podríamos decir que de alguna manera el texto del Apocalipsis está calcado en el profeta.
‘Hijo del hombre, come lo que te presentaron… Come este libro y anda a hablar a la gente de Israel… Aliméntate y llena tus entrañas con este libro que te doy… Lo comí y en la boca lo sentí dulce como la miel’. Es lo que dice la profecía.
De la misma manera hemos escuchado en el Apocalipsis. ‘Ve a coger el librito abierto de la mano del ángel que está sobre el mar y la tierra… cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor… tienes que profetizar todavía contra pueblos, naciones, lenguas y pueblos’.
Es como una parábola. Todo son signos de algo profundo que tiene que realizarse dentro de nosotros.
Hemos de comer la Palabra de Dios, la ley y los mandatos del Señor. Y comerlo es asimilarlo en nuestra vida, hacerlo vida nuestra. De la misma manera que cuando tomamos nuestros alimentos. Los asimilamos. Se hacen vida en nosotros, porque serán nuestra energía para lo que hacemos y vivimos. Es hermosa la imagen. Cómo tenemos que asimilar dentro de nosotros la Palabra de Dios. No es sólo oírla, es más, escucharla para plantarla en nuestra vida y sea nuestra razón de vivir. No puede ser, entonces, algo superficial. Tiene que meterse en lo más hondo de nosotros mismos.
Esto nos llevaría a hacernos muchas preguntas, examinar a fondo nuestra vida, para ver cuál es la actitud que tenemos ante la Palabra que se nos proclama cada día. ¿La hemos hecho cosa nuestra para el resto del día? ¿Dentro de un rato la recordaremos? ¿O se convertirá quizá en un rito que hay que hacer, y que pase pronto para pronto acabar también porque tenemos otras cosas que hacer?
Es dulce como la miel la Palabra del Señor, la ley de Dios, lo que es su voluntad sobre nuestra vida. Es que en la Palabra encontramos vida y salvación. Tiene que ser un gozo y una dicha. Es lo que tiene que ponernos en camino de la verdadera felicidad.
Pero en el estómago produce ardor. En el fondo del corazón, en lo hondo de nuestra vida. Algunas veces nos hiere o nos molesta, como esa piedrita que se nos mete en el calzado. O como ese bisturí con que el médico tiene que tocar la herida para limpiarla y hacer que sane. Así la Palabra llega a nuestra vida y tiene que hacernos reflexionar, ver la realidad, lo que tenemos que mejor o cambiar. Y se nos hace duro y costoso. Nos exige ponernos en el camino de la cruz, del sacrificio, de la renuncia. Y eso cuesta. Eso duele como cuando hay que arrancar un vendaje que se nos ha pegado a la herida. Se nos pegan tantas cosas en el corazón que tenemos que arrancar y nos duele.
Será Pascua en nuestra vida. Y la Pascua es muerte y resurrección. Y esa Pascua tiene que estar presente en el día a día de nuestra vida.
Además la Palabra comida y asimilada hay que llevarla a los demás. ‘Come el libro y anda a hablar a los demás… profetiza…’ Algunas veces no es fácil. En muchas ocasiones encontraremos rechazo. Si continuáramos leyendo el texto del profeta al que hicimos mención al principio, veríamos cuánto le costó al profeta el cumplir con su misión.
Asimilemos de verdad la Palabra de Dios en nuestro corazón para que podamos hacerla vida y llevarla a los demás.

Hagamos como María, la dichosa porque ha creído, la dichosa por escucha la Palabra de Dios y la cumple, la que guardaba todo en su corazón.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Nos hiciste para nuestro Dios reyes y sacerdotes


Apoc. 5, 1-10

Sal. 149

Lc. 19, 41-44

Un libro con sus sellos, un Cordero degollado, una Sangre derramada, un rescate y una nueva dignidad (dinastía sacerdotal)… Son cosas que aparecen en este texto sagrado del Apocalipsis que hoy hemos escuchado y en el que seguimos contemplando la visión de la gloria de Dios que se manifiesta.

¿Quién puede abrir el sello, revelarnos el misterio de Dios? ‘Y vi a un ángel poderoso, gritando a grandes voces: ¿Quién es digno de abrir el rollo y soltar sus sellos? Y nadie… podía abrir el rollo y ver su contenido…’

‘Nadie conoce al Padre… nadie conoce al Hijo…’ escuchamos en una ocasión decir a Jesús en el Evangelio.

‘Pero uno de los ancianos me dijo: No llores más. Sábete que ha vencido el león de la tribu de Judá, el vástago de David, y que puede abrir el rollo y sus siete sellos’. ¿De quién nos está hablando? A lo que antes escuchábamos a Jesús, sabemos bien cómo terminaba la frase. ‘Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar, y nadie conoce al Hijo sino el Padre…’ Es Jesús es que nos viene a revelar el misterio de Dios. El Verbo de Dios, la Palabra de Dios que se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros. Es el Mesías de Dios que de la tribu de Judá había de nacer, y de la familia de David, como bien sabemos.

Por eso sigamos escuchando lo que contemplamos en el Apocalipsis. ‘Entonces vi delante del trono, rodeado por los seres vivientes y los ancianos, a un Cordero en pie; se notaba que lo habían degollado…’ ¡Cuántas cosas nos recuerda del evangelio. Juan Bautista lo señala a sus discípulos como ‘el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’. Y ya Isaías lo había señalado cuando nos hablaba del Siervo de Yavé, ‘como cordero llevado al matadero… enmudecía y no abría la boca… torturado en el sufrimiento... entrega su vida como expiación…’ Y pensamos también en el Cordero Pascual inmolado, cuya sangre liberó a los judíos de la muerte y se convirtió en el signo de la Pascua que cada año celebraban.

‘Cuando tomó el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante él; tenían cítaras y copas de oro llenas de perfume, son las oraciones del pueblo santo, y entonaron un cántico: eres digno de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y con tu sangre has comprado para Dios, hombres de toda tribu, pueblo y nación; has hecho de ellos un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra’.

La sangre de Cristo derramada en la Cruz es la Sangre de la Alianza nueva y eterna. Su entrega y su sangre derramada nos ha rescatado del poder del enemigo, pero no solo eso sino que nos ha elevado a una dignidad nueva y distinta. Nos ha hecho partícipes de su vida; nos ha unido a El para que con El seamos una sola cosa; nos ha configurado con el para hacernos sacerdotes, profetas y reyes, como recordamos, desde nuestro Bautismo. ‘Has hecho para nuestro Dios un reino de sacerdotes’, hemos repetido hoy en el salmo. ‘A los vencedores los sentaré en mi trono junto a mí…’ escuchábamos que le decía a las Iglesias. ‘A los vencedores los vestiré con vestiduras blancas…’ como en el Bautismo fuimos revestidos con la vestidura blanca signo de nuestra dignidad de cristianos, de hijos de Dios.

Demos gracias a Dios. Cantemos también nosotros la alabanza del Señor. Entonemos también ese cántico nuevo. ¡Cuántas cosas recibimos en Cristo!

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Llenos de esperanza y con deseos de cielo

Apoc. 4, 1-11

Sal. 150

Lc. 19, 11-28

¿Cómo no llenarnos de esperanza y sentir deseos de cielo cuando vislumbramos la gloria de Dios que nos describe el Apocalipsis? Concluido el mensaje del Espíritu a las siete Iglesia que hemos tenido en los capítulos anteriores, ahora aparece una visión de la gloria del cielo. Decíamos que era un libro de esperanza que venía a iluminar y a dar fuerza a los cristianos en el momento en que estaban viviendo de grandes dificultades. Con esta visión de la gloria de Dios se sienten alentados en su camino y llenos de esperanza, lo que nos vale a nosotros también.

En este capítulo que hoy se nos ha proclamado tenemos una primera visión de la gloria de Dios en el cielo donde ya contemplamos a todas las criaturas cantando la gloria de Dios.

‘Santo, santo, santo es el Señor, soberano de todo; el que era, el que es y el que viene’, hemos escuchado lo que es el canto del cielo. ‘Digno eres, Señor y Dueño nuestro, de recibir la gloria, el honor y la fuerza, por haber creado el universo; por tu voluntad fue creado y existe…’

Nos recuerdan estas palabras lo que nosotros queremos hacer anticipando con nuestra liturgia terrena la liturgia celestial. Es el canto del Santo tras el prefacio que inicia la plegaria eucarística, pero que también tiene su resonancia en el gloria que cantamos los domingos y fiesta en el inicio de la Eucaristía. Pero es que toda la liturgia está llena de esos cánticos de alabanza y de búsqueda de la gloria de Dios.

Se repiten los Aleluyas y alabanzas en la celebración y llegamos a la culminación en la doxología final de la plegaria Eucarística donde con Cristo, en Cristo y por Cristo queremos dar todo honor y toda gloria a Dios Padre. Para el Señor la gloria y la alabanza. Hoy también en el salmo hemos querido cantar la alabanza del Señor con trompetas, arpas y cítaras, tambores y danzas, platillos sonoros y platillos vibrantes.

Nos describe el Apocalipsis la gloria del cielo. Ayer escuchábamos que estaba a nuestra puerta llamando y a quien le abriese lo invitaría a comer del Banquete del Reino de los cielos. Ahora nos dice Juan: ‘Yo miré y vi en el cielo una puerta abierta. La voz con timbre de trompeta me estaba diciendo: Sube aquí y te mostraré lo que tiene que suceder… Caí en éxtasis. En el cielo había un trono y uno sentado en el trono…’

Luego nos habla de ‘los veinticuatro ancianos sentados alrededor en veinticuatro tronos con ropajes blancos y con coronas de oro en la cabeza…’ Ayer escuchábamos cómo a los vencedores los vestiría con vestiduras blancas y los haría sentar en su trono junto a sí. Es lo que hoy contemplamos. Estos ancianos que son imagen de los santos del Antiguo Testamento y que representan al pueblo fiel que canta la gloria de Dios.

Y habla también de otros seres vivientes que también adoran a Dios y cantan su alabanza. Los ángeles del cielo que adoran y alaban a Dios. ‘En el centro, alrededor del trono , había cuatro seres vivientes… el primero se parecía a un león, el segundo a un toro, el tercero tenía cara de hombre, y el cuarto parecía un águila en vuelo…’ Son imágenes que están tomadas de los profetas de Isaías, de Ezequiel. Y estas cuatro figuras han servido en el arte cristiano para representar a los cuatro evangelistas.

Todos alababan a Dios. ‘Los ancianos se postran ante el que está sentado en el trono, adorando al que vive por los siglos de los siglos… y arrojan sus coronas ante el trono…’

Todo nos habla del resplandor de la gloria de Dios. ‘El arco iris que brilla como una esmeralda, el trono que brilla como jaspe y granate, los relámpagos que salían del trono y los truenos, las siete lámparas que ardían, la especie de mar transparente que parecía un cristal…’ Todo para expresar el resplandor de la gloria del cielo.

¿Cómo no tener deseos de cielo? ¿Cómo no llenarnos de esperanza, aunque ahora vivamos en nuestras luchas, si sabemos que saldremos vencedores y podemos sentarnos en su trono de gloria? Por eso queremos ahora que toda nuestra vida sea siempre para alabanza de su gloria. Aquí en la tierra mientras peregrinamos nos hacemos partícipes de su gloria cada vez que celebramos la Eucaristía. Que siempre la vivamos con sentido y que siempre sepamos unirnos con toda nuestra vida a los coros celestiales que eternamente alaban a Dios.

martes, 18 de noviembre de 2008

A los vencedores los sentaré en mi trono junto a mí

Apoc, 3, 1-6. 14-22
Sal. 14
Lc. 19, 1-10

Hay que ver cómo nos ponemos cuando nos corrigen o nos llaman la atención por algo que no hacemos bien. No nos gustan las correcciones. Pero fijémonos en lo que nos dice hoy el Señor. ‘A los que yo amo, los reprendo y los corrijo. Sé ferviente y conviértete’. Es una manifestación del amor que el Señor nos tiene que quiere para nosotros lo mejor y entonces corrijamos aquellas cosas que no van bien en nuestra vida.
Seguimos escuchando el mensaje del Espíritu en el Apocalipsis a las distintas Iglesias. Hoy a la de Sardes y a la de Laodicea. Es hermosa la promesa que hace a una y otra Iglesia para los que salgan vencedores. ‘Al que venza lo vestiré todo de blanco y no borraré su nombre del libro de la vida’, le dice a Sardes. ‘A los vencedores los sentaré en mi trono, junto a mì’, le dice a Laodicea.
Pero la lucha es grande. Muchas son las cosas que tienen que cambiar en una y otra Iglesia. ‘No he encontrado tus obras perfectas a los ojos de mi Dios... si no estás en vela, vendré como ladrón y no sabrás a qué hora vendré sobre ti...’ le dice a Sardes, mientras a Laodicea le dice: ‘Conozco tu manera de obrar y no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero como eres tibio, y no eres frío ni caliente, voy a escupirte de mi boca...’
¿Serán nuestras obras perfectas a los ojos de Dios? ¿cuál es la intensidad con que vivimos el amor de Dios? La tibieza en nuestra vida espiritual es algo bastante malo. Es caer en la indiferencia, en la desgana, pendiente que nos lleva a abandonar todo y al pecado con mucha facilidad. Es una tentación fácil que además nos lleva a caer en muchas tentaciones. No le damos importancia a las cosas; nos da igual una cosa que otra, rehuimos lo que nos pueda comprometer, queremos nadar entre dos aguas, como suele decirse, y así nos va al final. Es un gran pecado de muchos cristianos, en el que todos podemos caer casi sin darnos cuenta. Por eso el cristiano tiene que estar siempre vigilante. Porque la intensidad de nuestro amor tiene que ser siempre grande. Tenemos que caldearnos de verdad en el fuego del Espíritu.
El Espíritu le dice cosas muy concretas a ambas iglesias: ‘Acuérdate de cómo recibiste y oíste mi Palabra: guárdala y arrepiéntete... te aconsejo que me compres oro refinado en el fuego, y así serás rico; y un vestido blanco, para ponértelo y que no se vea tu vergonzosa desnudez; y colirio para untártelo en los ojos y ver...’
La Palabra de Dios que hemos de escuchar y saber guardar en nuestro corazón. El oro refinado de nuestra santidad purificada a fuego para limpiar nuestra vida de toda impureza y de todo pecado, como el oro que se purifica en el fuego del crisol para quitarle toda mancha. La vestidura blanca y reluciente que recibimos en el bautismo con nuestra dignidad de cristianos e hijos de Dios y que hemos de cuidar de mantener siempre inmaculada. El colirio del Espíritu de amor que nos haga mirar con una mirada nueva, tanto al misterio de Dios que se nos revela, como a los demás para verlos como unos hermanos a quien amar.
Estoy a la puerta llamando: si alguien me oye y me abre, entraré y comeremos juntos’. ‘Pasa al banquete de tu Señor’, escuchábamos el domingo en la parábola de los talentos para aquellos que supieron ser fieles al menos en lo poco. Pero hoy en el evangelio también escuchamos cómo Jesús se detiene ante Zaqueo sumergido entre las hojas de la higuera para decirle: ‘Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa’.
Cristo quiere hospedarse en nuestra casa. Cristo llama a las puertas de nuestra vida. Nos invita al banquete del amor, al banquete de la Eucaristía, al banquete del Reino de Dios. Quiere vestirnos con la vestidura blanca y sentarnos junto a sí. Que como Zaqueo abramos pronto la puerta de nuestra vida y lo recibamos muy contentos.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Esta es la revelación... Apocalipsis

Apoc. 1, 1-4; 2, 1-5
Sal. 1
Lc. 18, 35-43

‘Esta es la revelación que Dios ha entregado a Jesucristo...’ Así comienza el libro de la Revelación, el libro del Apocalipsis, último libro del Nuevo Testamento, que vamos a leer de forma continua durante las dos semanas que nos quedan del tiempo ordinario.
Cuando decimos Apocalipsis seguramente pensamos en calamidades, catástrofes, cosas portentosas y normalmente es un libro de la Biblia que nos cuesta leer porque nos parecen habitualmente ininteligibles las imágenes que van apareciendo en él. De entrada decir que la palabra Apocalipsis no significa nada de eso. Significa revelación. Fijémonos que es así como ha comenzado. ‘Esta es la revelación...’
Es cierto que todo el texto está muy lleno de imágenes, muchas de ellas impactantes, y visiones celestiales. Es un lenguaje propio del Oriente y que nos quiere expresar precisamente esa grandiosidad del Misterio de Dios que se nos revela. Pero todas esas imágenes quieren ser reflejo de una situación que vive la comunidad cristiana en aquellos momentos, pero también de la esperanza que quiere infundir esta Revelación. Todo está ordenado al triunfo de Cristo. Frente a las persecuciones que están sufriendo los cristianos en aquellos momentos, finales del siglo primero donde ya han arreciado las persecuciones del imperio romano sobre los cristianos, está el anuncio de la victoria final. Como decíamos en el salmo, ‘al que salga vencedor, le daré a comer del árbol de la vida’.
Juan es testigo y quiere dar testimonio de esa revelación que en sus visiones ha recibido de Cristo. Un testimonio para el ánimo y para la esperanza. ‘Dichoso el que lee y dichosos los que escuchan las palabras de esta profecía y tienen presente lo que en ella está escrito’. Una palabra profética de ánimo y de esperanza, porque viene a hacer una interpretación profética de la historia.
A partir del capítulo segundo se va a dirigir a las siete Iglesias de la antigüedad. En la lectura continuada sólo veremos la profecía para algunas. Hoy escuchamos las palabras dirigidas a la Iglesia de Éfeso. Como siempre iremos viendo, son palabras de aliento que parten de un reconocimiento de lo bueno que esas iglesias hay, para luego tener también unas palabras de denuncia o de corrección para que no olviden cosas esenciales y caminen por el camino recto.
Alaba las obras de la Iglesia de Éfeso. ‘Conozco tus obras, tu esfuerzo y tu entereza...’ Reconoce como no puede ‘soportar a los malvados, tienes entereza y has sufrido por mi nombre sin claudicar...’ Pero al mismo tiempo hay algo que corregir. Se trata de que su amor no es tan intenso como al principio, ha perdido calor. ‘Has dejado enfriar el amor primero’. Invita a la conversión, a realizar una transformación en nuestra vida, ‘cambia tu actitud y vuelve a tu conducta primera’.
No se trata ahora en nuestra reflexión de hacer un estudio a qué cosas concretas de aquella comunidad de Efeso se está refiriendo. Pero creo que lo que dice nos afecta a nosotros también. Hay cosas buenas en nuestra vida; siempre nos fijamos en nuestros lados negativos, pero necesitamos también hacer un reconocimiento del camino recorrido, de las cosas buenas que hacemos, de los pasos que hemos ido dando con ayuda de la gracia de Dios. Sería quizá un orgullo no hacerlo.
Luego tenemos que reconocer lo que a nosotros también nos sucede parecido a lo que se denuncia de aquella Iglesia. No mantenemos el mismo ardor del principio en nuestra vida. Tras un momento de intenso fervor, viene el enfriamiento espiritual, y para que ya nuestra fe y nuestro amor no es el mismo de antes. Por eso tenemos que escuchar esta palabra profética dicha también para nosotros. ‘Cambia tu actitud y vuelve a tu conducta primera’.Tenemos que pedirle hoy al Señor como el ciego de Jericó que hemos contemplado en el Evangelio. ‘Señor, que vea otra vez... ten compasión de mí’. Que alcancemos esa luz de la Revelación para que descubramos el misterio de Dios. Para que nos llenemos de su luz, de su vida y de su amor. Para que vuelva a ser intenso de nuevo nuestro amor como lo era en el principio.

domingo, 16 de noviembre de 2008

¿Qué hacemos con nuestros talentos?


Proverbios 31,10-13; Salmo: 127; 1 Ts 5, 16-6; Mt 25,14-30
Tenemos que conjugar en nuestra reflexión la Palabra de Dios proclamada, sobre todo la parábola de los talentos que hemos escuchado, y la celebración, que en nuestra Iglesia española tenemos este domingo, del Día de la Iglesia Diocesana.
‘Un hombre al irse de viaje dejó a sus empleados encargados de sus bienes... a cada cual según su capacidad’, nos dice la parábola. No es difícil entender su significado. Cada uno de nosotros tiene sus valores y cualidades. Como creyentes somos conscientes de esos dones que Dios nos ha confiado al darnos la vida. Unos dones, cualidades, carismas, capacidades que son nuestra mayor riqueza, porque no pensamos esencialmente en cosas o riquezas materiales.
Dones y cualidades de nuestra vida que tenemos que saber desarrollar porque ahí estamos expresando lo que realmente somos. Unos dones que sabemos recibidos de Dios en nuestro ser y naturaleza para nuestro desarrollo personal pero que también tienen su función en nuestra relación con los demás y en el bien en consecuencia de esa sociedad o ese mundo en el que vivimos.
En el desarrollo de la parábola nos dice que ‘al cabo del tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar cuentas con ellos’. Cada uno había de rendir cuentas según los talentos recibidos y a aquellos que los habían ‘negociado’ bien –valga la palabra – les valora la creatividad de cada uno en hacerlos fructificar y les dice: ‘como has sido fiel en lo poco... pasa al banquete de tu Señor’, mientras reprueba a quien por miedo ni siquiera había intentado hacer fructificar el talento que le había confiado su señor.
No se trababa, pues, de aguardar la vuelta de su señor guardando pasivamente el talento recibido para no perderlo, sino que la espera tenía que ser una espera positiva y constructiva. Es lo que nos pide Dios con aquellos dones y cualidades con El nos ha enriquecido en la vida. Nos habla, pues, el evangelio de la responsabilidad con que hemos de asumir nuestra vida y las responsabilidades igual que los dones que se nos han confiado – la primera lectura es un ejemplo de esa laboriosidad con que hemos de vivir nuestra vida -. Como en el fondo nos está hablando también de esa virtud de la esperanza tan necesaria en la vida del cristiano, que nunca puede ser una actitud pasiva.
Precisamente en la segunda lectura de este domingo san Pablo nos habla de la venida del Señor ‘que llegará como ladrón en la noche’, cuando menos lo esperemos. Pero nos dice también ‘no nos durmamos... sino que estemos vigilantes y despejados’. Es un tema que se nos repite en estos últimos domingos del año litúrgico y que volverá a aparecer en los primeros domingos del Adviento.
Esta imagen de los talentos de la parábola nos ayuda también en esta celebración del Día de la Iglesia Diocesana. Una Jornada instituida en la Iglesia de España para ayudarnos a tomar conciencia de nuestra pertenencia a la Iglesia, y a esa Iglesia particular que es la Diócesis presidida por nuestro Obispo, como sucesor de los Apóstoles.
Como tantas veces hemos reflexionado, Cristo quiso constituirnos así en comunidad, en Iglesia, en esa comunión de fe y de amor donde nos sentimos hermanos, miembros de una misma familia, formando parte de ese pueblo de Dios que peregrina aquí en la tierra. La Iglesia, la familia de los hijos de Dios; la Iglesia, pueblo de Dios y comunidad que nos acoge; pueblo de Dios en el que hemos nacido a la fe, en el que alimentamos la fe con la escucha de la Palabra y celebración de los Sacramentos; comunidad o pueblo de Dios en el que crecemos y desarrollamos la fe recibida y desde donde nos sentimos enviados al mundo a hacer ese anuncio de Jesús con nuestras palabras y nuestras obras.
Comunidad, la Iglesia, de la que no nos podemos sentir ajenos o lejanos, sino que la sentimos como algo nuestro; comunidad en la que tenemos que ser unos miembros vivos y a la que hacemos crecer con nuestra vida, con nuestra participación, con nuestro compromiso, con nuestro amor. Es nuestra Iglesia, nuestra familia, nuestra casa, nuestro hogar de la fe. La Iglesia no es sólo cosa del Obispo o de los sacerdotes y de algunas personas de buena voluntad que colaboran en algunas cosas, como si estuvieran ayudando o haciendo un favor. La Iglesia somos todos, cada uno en su función o ministerio, cada uno con sus talentos y valores con los que la hace crecer y dar vida cuando los hace fructificar.
Por eso cuando trabajamos en la Iglesia es algo nuestro, de nuestra responsabilidad, lo que estamos haciendo. Todos tenemos que sentirnos Iglesia. Unos con más participación, otros quizá con menos, según sean sus valores o talentos, su posibilidad o su disponibilidad. Y aquí tenemos que volver a la parábola de los talentos que se nos ha ofrecido hoy en la Palabra de Dios. ¿Estaré yo poniendo todos mis talentos y mis posibilidades al servicio del pueblo de Dios al que pertenezco?
Unos lo vivirán en un compromiso apostólico concreto, otros en cualquiera de los servicios que se pueden y tienen que realizar en la Iglesia, siempre con una participación viva en las celebraciones de la comunidad, también con su oración y el ofrecimiento de su vida, de sus sacrificios e incluso sus sufrimientos que son así corredentores también con Cristo. Tendríamos que conocer un poco más – mucho tendríamos que decir - nuestra Iglesia, lo que es su vida, lo que son las acciones que realiza, para descubrir también la colaboración que en lo económico tendría que realizar para que se pudieran llevar a cabo todas esas obras de la Iglesia.
Hoy se nos está diciendo como lema: TU ERES TESTIGO DE LA FE DE LA IGLESIA ¡PARTICIPA! Que así lo hagamos siendo testigos de fe y participando con toda nuestra vida.