3Jn. 5-8
Sal. 111
Lc. 18, 1-8
‘Para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse...’ Es la razón por la que Jesús propone la parábola. Muchas veces los discípulos le habían pedido que les enseñara a orar. Ahora quiere Jesús enseñarnos algo más, a orar siempre, sin desanimarse.
Necesitamos también nosotros aprender. Nos entra la desgana y el cansancio, el aburrimiento y la falta de confianza, el desánimo y la falta de esperanza. ¿Para qué pedir a Dios si no nos escucha? ¿Para qué pedir si no se nos concede lo que pedimos? ¿Para qué pedir si no lo tenemos en el momento en que lo deseamos? ¿Para qué pedir si no nos sirve de nada?, llegan a decir algunos por falta de fe.
Propone Jesús la parábola del juez inicuo que no escucha la petición de justicia. ‘Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres... y había una viuda que solía ir a decir: hazme justicia frente a mi adversario...’ Se negaba a escuchar a la pobre viuda, aunque al final aquel juez la atendió aunque tendríamos que analizar las motivaciones.
Las motivaciones de aquel juez no serían las mejores ‘ni temo a Dios ni me importan los hombres... le haré justicia no vaya a acabar pegándome en la cara...’ –, pero al final escucha la súplica de aquella mujer. Pero lo que Jesús quiere decirnos es que si los hombres incluso con nuestras limitaciones somos capaces de hacer cosas buenas, ¡cuánto más no hará nuestro Padre del cielo que es infinito en su amor! ‘Pues Dios ¿no hará justicia con los elegidos que le gritan día y noche?’ viene a decirnos Jesús.
Confianza, pues, en Dios que es Amor y es nuestro Padre. Claro que sí nos escucha y nos concede lo que mejor necesitamos. Siempre nos dará lo mejor.
Esa confianza en Dios tiene que nacer de la fe. Cuando hemos descubierto y experimentado en nuestra vida lo bueno que es Dios, el amor que nos tiene, nos sentiremos más motivados para acudir a El con confianza.
Tendríamos que comenzar siempre nuestra oración con un acto de fe. Normalmente iniciamos cualquier oración con la señal de la cruz. Pero ¡ojo!, no hagamos la señal de la cruz mecánicamente; detengámonos a hacerla sin prisas y con sentido. Es una forma de hacer esa profesión de fe de la que hablábamos. En el nombre de Dios comenzamos; invocando al Dios en quien creemos y a quien amamos. Lo hacemos cuando venimos a rezar, o iniciamos cualquier oración. Lo hacemos al comienzo de toda celebración litúrgica. Pero, repito, hagámoslo bien y con sentido.
Si con ese acto de fe y de amor iniciamos nuestra oración, nuestro encuentro con El, ¿por qué nos va a faltar la confianza?
¿Será por eso por lo que hoy al final del Evangelio Jesús se pregunta si ‘cuando venga el Hijo del Hombre encontrará esa fe en la tierra’?
sábado, 15 de noviembre de 2008
viernes, 14 de noviembre de 2008
estemos atentos y preparados
2Jn. 4-9
Sal. 118
Lc. 17, 26-37
Lenguaje enigmático el que emplea Jesús en el Evangelio. Si ayer le preguntaban a Jesús cuando iba a llegar el Reino de Dios y El nos decía que no llegaría de forma espectacular porque estaba dentro de nosotros, ahora para hablarnos del tiempo de la venida final del Hijo del Hombre sí nos habla de que vendrá cuando menos lo esperemos.
Por eso nos recuerda a Noé, cuando lo del Diluvio universal; ‘comían, bebían y se casaban, hasta el día en que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y acabó con todos.... así será en los días del Hijo del Hombre’. Y recuerda la destrucción de Sodoma y Gomorra: ‘...comían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día en que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó con todos’.
‘Así sucederá el día que se manifiesta el Hijo del Hombre’, nos dice Jesús en el evangelio. Hemos, pues, de estar atentos y preparados; ya sea para la hora de nuestra muerte, que vendrá cuando menos lo esperemos, o ya sea para el final de los tiempos. Será la hora del juicio; entonces nos daremos cuenta de cuál es el verdadero valor de nuestra vida y de lo que tenemos.
No nos valdrán nuestros apegos, las cosas que tengamos. Por eso nos dice que si estamos en la azotea no bajemos a la casa, y si estamos en el campo no vengamos a la ciudad. No queramos apegarnos a las cosas que tengamos en la vida.
¡Cuántos apegos! ¡cuántas cosas que vamos acumulando! ¡cuántos afanes y preocupaciones innecesarias! ¡de cuántas cosas nos cuesta desprendernos!
¿Qué es lo importante? Miremos nuestra vida, lo que somos o lo que tenemos, ¿va a añadirnos un minuto a nuestra existencia?
Nos preocupamos de cosas y descuidamos lo principal. Lo que tengo, ¿a quién se lo voy a dejar? ¿quién realmente va a disfrutar del fruto de tantos afanes que hemos tenido en la vida? Pero ¿te has preocupado de la vida verdadera? ¿Te has preocupado de la misma manera de tú disfrutar por toda la eternidad de la vida verdadera?
Por eso lo importante es estar preparados. Lo importante es la ganancia que podamos haber atesorado en el cielo, donde la polilla no lo corroe ni los ladrones nos lo roban, como nos dice Jesús en otros lugares del Evangelio. ¿Cuál es el tesoro verdadero que hemos procurado? ‘Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor’, meditamos en el salmo. Es el camino para atesorar el verdadero tesoro que nos llevaría a la plenitud.
Estamos casi al final del año litúrgico y en la liturgia y en la Palabra de Dios que vamos a escuchar ahora y en los primeros días del nuevo año litúrgico en el adviento se nos van a recordar todas estas cosas. Pero no solo tenemos que recordarlo ahora, sino que es algo que tenemos que tener muy presente en nuestra vida, si pensamos en serio en la trascendencia que tiene nuestra existencia porque el Señor nos tiene reservada una vida eterna en plenitud.
Sal. 118
Lc. 17, 26-37
Lenguaje enigmático el que emplea Jesús en el Evangelio. Si ayer le preguntaban a Jesús cuando iba a llegar el Reino de Dios y El nos decía que no llegaría de forma espectacular porque estaba dentro de nosotros, ahora para hablarnos del tiempo de la venida final del Hijo del Hombre sí nos habla de que vendrá cuando menos lo esperemos.
Por eso nos recuerda a Noé, cuando lo del Diluvio universal; ‘comían, bebían y se casaban, hasta el día en que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y acabó con todos.... así será en los días del Hijo del Hombre’. Y recuerda la destrucción de Sodoma y Gomorra: ‘...comían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día en que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó con todos’.
‘Así sucederá el día que se manifiesta el Hijo del Hombre’, nos dice Jesús en el evangelio. Hemos, pues, de estar atentos y preparados; ya sea para la hora de nuestra muerte, que vendrá cuando menos lo esperemos, o ya sea para el final de los tiempos. Será la hora del juicio; entonces nos daremos cuenta de cuál es el verdadero valor de nuestra vida y de lo que tenemos.
No nos valdrán nuestros apegos, las cosas que tengamos. Por eso nos dice que si estamos en la azotea no bajemos a la casa, y si estamos en el campo no vengamos a la ciudad. No queramos apegarnos a las cosas que tengamos en la vida.
¡Cuántos apegos! ¡cuántas cosas que vamos acumulando! ¡cuántos afanes y preocupaciones innecesarias! ¡de cuántas cosas nos cuesta desprendernos!
¿Qué es lo importante? Miremos nuestra vida, lo que somos o lo que tenemos, ¿va a añadirnos un minuto a nuestra existencia?
Nos preocupamos de cosas y descuidamos lo principal. Lo que tengo, ¿a quién se lo voy a dejar? ¿quién realmente va a disfrutar del fruto de tantos afanes que hemos tenido en la vida? Pero ¿te has preocupado de la vida verdadera? ¿Te has preocupado de la misma manera de tú disfrutar por toda la eternidad de la vida verdadera?
Por eso lo importante es estar preparados. Lo importante es la ganancia que podamos haber atesorado en el cielo, donde la polilla no lo corroe ni los ladrones nos lo roban, como nos dice Jesús en otros lugares del Evangelio. ¿Cuál es el tesoro verdadero que hemos procurado? ‘Dichoso el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor’, meditamos en el salmo. Es el camino para atesorar el verdadero tesoro que nos llevaría a la plenitud.
Estamos casi al final del año litúrgico y en la liturgia y en la Palabra de Dios que vamos a escuchar ahora y en los primeros días del nuevo año litúrgico en el adviento se nos van a recordar todas estas cosas. Pero no solo tenemos que recordarlo ahora, sino que es algo que tenemos que tener muy presente en nuestra vida, si pensamos en serio en la trascendencia que tiene nuestra existencia porque el Señor nos tiene reservada una vida eterna en plenitud.
jueves, 13 de noviembre de 2008
El reino de Dios está dentro de vosotros
Filemón, 7-20
Sal. 145
Lc. 17, 20-15
‘Unos fariseos le preguntaban cuando iba a llegar el Reino de Dios’. Es la predicación repetida de Jesús a través de todo el Evangelio. Su primer anuncio era decir que estaba cerca y había que creer la Buena Noticia. Continuamente hablaba Jesús del Reino de Dios.
Una pregunta lógica que podía hacer cualquiera dado el concepto que los judíos podían tener del Reino de Dios, como vemos a través del Evangelio. Los mismos discípulos más cercanos de Jesús andaban peleándose por ver quién iba a ser el primero en el Reino de Dios. Cuando pensaban en una restauración de la soberanía de Israel que ahora se sentía subyugado bajo un poder extranjero, parece lógico la urgencia de saber cuándo iba a llegar el Reino de Dios.
También podían pensar en un mundo idílico que pudiera comenzar de un momento a otro porque podría venir alguien que lo impusiera por la fuerza. No estamos nosotros muy distantes de esta manera de ver las cosas cuando pensamos por qué Dios con su poder no hace desaparecer para siempre el mal que hay en el mundo, o por qué no pueden ser suprimidos tantos que obran el mal y son causa de la injusticia que padece nuestro mundo.
Pero lo que nos dice Jesús es distinto. No vendrá espectacularmente, no será una imposición, no es algo que viene o se impone desde fuera o por poderes humanos o externos al corazón del hombre. ‘El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros’.
Será el cambio de nuestro corazón lo que hará presente el reino de Dios. Serán las actitudes profundas de nuestro corazón las que harán presente y visible ese Reino de Dios. Será el reconocimiento desde lo más hondo de nosotros mismos de esa soberanía de Dios sobre nuestra vida lo que nos hará cambiar el corazón, lo que nos llevará a actitudes y valores nuevos, los que harán presente el Reino de Dios.
Allí donde pongamos amor y paz, justicia y autenticidad de vida, verdad y respeto, comprensión y perdón, allí podemos decir que está el Reino de Dios.
Allí donde venzamos el mal, desterremos el odio, y donde hagamos desaparecer la mentira y la falsedad, allí haremos presente el Reino de Dios.
Querrán engañarnos diciéndonos que está aquí o allí, que hagamos esto o aquello, que hay unas visiones o unas apariciones milagrosas. ‘Si os dicen que está aquí o allí no os vayáis detrás’, nos dice Jesús. ‘Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del Hombre en su día’. No podemos quedarnos en supuestas apariciones o visiones, si no hacemos en nosotros esa transformación de nuestro corazón que nos haga vivir de verdad el Reino de Dios. No lo podemos ir a buscar a un sitio o a otro, no estará más en un sitio que en otro, porque allí donde pongamos la señales del Reino, donde resplandezcan los valores del Evangelio, sea donde sea, allí sentiremos siempre la presencia del Hijo del Hombre, la presencia del Reino de Dios.
Allí donde seamos cada día capaces de vencer el mal o hacer resplandecer el amor, allí donde nos dejemos transformar por la vida nueva que El nos ofrece, donde seamos capaces de morir más a nosotros mismos, para ser más para los demás, allí estaremos viviendo el Reino de Dios.
Jesús habla de que el Hijo del Hombre ‘antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación’. Nos está hablando de la Pascua, la Pascua de Jesús en su muerte y resurrección pero de la Pascua que tenemos que vivir en nosotros, en ese morir al mal y al pecador, para renacer a una vida nueva. Por eso Pascua nos llegará, se hará presente en nuestra vida y más en nuestro mundo el Reino de Dios. El Reino de Dios está, pues, dentro de nosotros.
Sal. 145
Lc. 17, 20-15
‘Unos fariseos le preguntaban cuando iba a llegar el Reino de Dios’. Es la predicación repetida de Jesús a través de todo el Evangelio. Su primer anuncio era decir que estaba cerca y había que creer la Buena Noticia. Continuamente hablaba Jesús del Reino de Dios.
Una pregunta lógica que podía hacer cualquiera dado el concepto que los judíos podían tener del Reino de Dios, como vemos a través del Evangelio. Los mismos discípulos más cercanos de Jesús andaban peleándose por ver quién iba a ser el primero en el Reino de Dios. Cuando pensaban en una restauración de la soberanía de Israel que ahora se sentía subyugado bajo un poder extranjero, parece lógico la urgencia de saber cuándo iba a llegar el Reino de Dios.
También podían pensar en un mundo idílico que pudiera comenzar de un momento a otro porque podría venir alguien que lo impusiera por la fuerza. No estamos nosotros muy distantes de esta manera de ver las cosas cuando pensamos por qué Dios con su poder no hace desaparecer para siempre el mal que hay en el mundo, o por qué no pueden ser suprimidos tantos que obran el mal y son causa de la injusticia que padece nuestro mundo.
Pero lo que nos dice Jesús es distinto. No vendrá espectacularmente, no será una imposición, no es algo que viene o se impone desde fuera o por poderes humanos o externos al corazón del hombre. ‘El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros’.
Será el cambio de nuestro corazón lo que hará presente el reino de Dios. Serán las actitudes profundas de nuestro corazón las que harán presente y visible ese Reino de Dios. Será el reconocimiento desde lo más hondo de nosotros mismos de esa soberanía de Dios sobre nuestra vida lo que nos hará cambiar el corazón, lo que nos llevará a actitudes y valores nuevos, los que harán presente el Reino de Dios.
Allí donde pongamos amor y paz, justicia y autenticidad de vida, verdad y respeto, comprensión y perdón, allí podemos decir que está el Reino de Dios.
Allí donde venzamos el mal, desterremos el odio, y donde hagamos desaparecer la mentira y la falsedad, allí haremos presente el Reino de Dios.
Querrán engañarnos diciéndonos que está aquí o allí, que hagamos esto o aquello, que hay unas visiones o unas apariciones milagrosas. ‘Si os dicen que está aquí o allí no os vayáis detrás’, nos dice Jesús. ‘Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del Hombre en su día’. No podemos quedarnos en supuestas apariciones o visiones, si no hacemos en nosotros esa transformación de nuestro corazón que nos haga vivir de verdad el Reino de Dios. No lo podemos ir a buscar a un sitio o a otro, no estará más en un sitio que en otro, porque allí donde pongamos la señales del Reino, donde resplandezcan los valores del Evangelio, sea donde sea, allí sentiremos siempre la presencia del Hijo del Hombre, la presencia del Reino de Dios.
Allí donde seamos cada día capaces de vencer el mal o hacer resplandecer el amor, allí donde nos dejemos transformar por la vida nueva que El nos ofrece, donde seamos capaces de morir más a nosotros mismos, para ser más para los demás, allí estaremos viviendo el Reino de Dios.
Jesús habla de que el Hijo del Hombre ‘antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación’. Nos está hablando de la Pascua, la Pascua de Jesús en su muerte y resurrección pero de la Pascua que tenemos que vivir en nosotros, en ese morir al mal y al pecador, para renacer a una vida nueva. Por eso Pascua nos llegará, se hará presente en nuestra vida y más en nuestro mundo el Reino de Dios. El Reino de Dios está, pues, dentro de nosotros.
miércoles, 12 de noviembre de 2008
Se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias
Tito, 3, 1-7
Sal. 22
Lc. 17, 11-19
‘Uno, viendo que estaba curado... se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias...’
hemos escuchado el relato del evangelio. ‘Salieron a su encuentro diez leprosos... a gritos le decían: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros’. El mandato de Jesús de cumplir lo prescrito por la ley de Moisés para quien fuera curado de la lepra. ‘Mientras iban de camino, quedaron limpios’. La queja final de Jesús. ‘¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gracias a Dios?’
‘Levántate, vete: tu fe te ha salvado’. Son las palabras finales de Jesús. Es lo más grande que le ha sucedido a aquel hombre.
Una súplica que se corresponde con la compasión de Jesús. Quedaron limpios, fueron curados, recobraron la salud, maravillas de Dios. Reconocimiento y acción de gracias de uno de los curados, a lo que se corresponde fe y salvación. Un camino para despertar la fe, para alcanzar la salvación.
Jesús que en el camino de la vida nos va saliendo a nuestro encuentro. Acudimos a El desde nuestras necesidades, incluso materiales, pidiendo compasión y misericordia. Lo hacemos de tantas maneras. Y de tantas maneras se van manifestando en nuestra vida las obras maravillosas de Dios. Pero tiene que surgir el reconocimiento de esa acción de Dios y la acción de gracias. No siempre acabamos de hacerlo de verdad. Fáciles para pedir, prontos para olvidar, abandonados para realizar ese reconocimiento y esa acción de gracias. Nos sucede tantas veces en la vida.
Tenemos que dar el salto de esa súplica que hacemos a Dios desde nuestras necesidades hasta el aprender a hacer el reconocimiento de esas obras de Dios, para que así surja la acción de gracias. Pero hemos de aprender a no quedarnos en lo inmediato que recibimos sino que tenemos que saber ir más allá para descubrir lo que la fe nos manifiesta. Es entonces cuando descubriremos y alcanzaremos la salvación de Dios.
Fue el camino que hizo el samaritano leproso y curado. Vio más allá de ese quedar limpio de la lepra para reconocer la acción de Dios. Fue el que ‘volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias’. Descubrió quién era Jesús. Se despertó en él la fe verdadera y alcanzó la salvación. ‘Tu fe te ha salvado’, le dice Jesús.
Hagamos el recorrido nosotros también. Sepamos descubrir esa acción de Dios en nuestra vida y reconocerla. Dar gracias es reconocerla. Es sentir que es una gracia que Dios nos ha otorgado. No son obras nuestras. ‘Mas cuando ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre, no por las obras de justicia que nosotros hayamos hecho, sino que según su misericordia nos ha salvado: con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo’, que nos ha dicho san Pablo en la carta a Tito.
‘Seremos justificados por su gracia, seremos, en esperanza, herederos de vida eterna’. Es grande el regalo. Es grande el gozo de la salvación que obtenemos. Es inmensa, porque es eterna, la herencia que nos tiene reservada, ‘la vida eterna’.
Sal. 22
Lc. 17, 11-19
‘Uno, viendo que estaba curado... se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias...’
hemos escuchado el relato del evangelio. ‘Salieron a su encuentro diez leprosos... a gritos le decían: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros’. El mandato de Jesús de cumplir lo prescrito por la ley de Moisés para quien fuera curado de la lepra. ‘Mientras iban de camino, quedaron limpios’. La queja final de Jesús. ‘¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gracias a Dios?’
‘Levántate, vete: tu fe te ha salvado’. Son las palabras finales de Jesús. Es lo más grande que le ha sucedido a aquel hombre.
Una súplica que se corresponde con la compasión de Jesús. Quedaron limpios, fueron curados, recobraron la salud, maravillas de Dios. Reconocimiento y acción de gracias de uno de los curados, a lo que se corresponde fe y salvación. Un camino para despertar la fe, para alcanzar la salvación.
Jesús que en el camino de la vida nos va saliendo a nuestro encuentro. Acudimos a El desde nuestras necesidades, incluso materiales, pidiendo compasión y misericordia. Lo hacemos de tantas maneras. Y de tantas maneras se van manifestando en nuestra vida las obras maravillosas de Dios. Pero tiene que surgir el reconocimiento de esa acción de Dios y la acción de gracias. No siempre acabamos de hacerlo de verdad. Fáciles para pedir, prontos para olvidar, abandonados para realizar ese reconocimiento y esa acción de gracias. Nos sucede tantas veces en la vida.
Tenemos que dar el salto de esa súplica que hacemos a Dios desde nuestras necesidades hasta el aprender a hacer el reconocimiento de esas obras de Dios, para que así surja la acción de gracias. Pero hemos de aprender a no quedarnos en lo inmediato que recibimos sino que tenemos que saber ir más allá para descubrir lo que la fe nos manifiesta. Es entonces cuando descubriremos y alcanzaremos la salvación de Dios.
Fue el camino que hizo el samaritano leproso y curado. Vio más allá de ese quedar limpio de la lepra para reconocer la acción de Dios. Fue el que ‘volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias’. Descubrió quién era Jesús. Se despertó en él la fe verdadera y alcanzó la salvación. ‘Tu fe te ha salvado’, le dice Jesús.
Hagamos el recorrido nosotros también. Sepamos descubrir esa acción de Dios en nuestra vida y reconocerla. Dar gracias es reconocerla. Es sentir que es una gracia que Dios nos ha otorgado. No son obras nuestras. ‘Mas cuando ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre, no por las obras de justicia que nosotros hayamos hecho, sino que según su misericordia nos ha salvado: con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo’, que nos ha dicho san Pablo en la carta a Tito.
‘Seremos justificados por su gracia, seremos, en esperanza, herederos de vida eterna’. Es grande el regalo. Es grande el gozo de la salvación que obtenemos. Es inmensa, porque es eterna, la herencia que nos tiene reservada, ‘la vida eterna’.
martes, 11 de noviembre de 2008
Llevar desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa
Tito 2, 1-8.11-14
Sal. 36
Lc. 17, 7-10
‘Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres’. Un texto que hace referencia a la venida de Cristo al mundo, Dios que se ha hecho hombre, trayéndonos la gracia y la salvación. Precisamente es un texto que se lee en la Misa del Nacimiento del Señor.
Su venida es para nuestra salvación. En El nos sentimos salvados y llenos de gracia. Cuando nosotros estábamos en el pecado, El nos trae la gracia y el perdón. Cuando nosotros andábamos en tinieblas, El viene a traernos la luz. Es gracia. Porque es el regalo grande que nos hace el Señor en su amor infinito por nosotros. Pero pide de nosotros una respuesta.
Supongamos que alguien porque yerra en el camino, se pierde y se ve arrastrado hacia un abismo del que no puede salir por sí mismo. Se organizará un rescate utilizando todos los medios posibles para lograr sacarlo de aquel abismo y aquel peligro en el que estaba que podía llevarlo a la muerte. El que ha sido salvado, el que ha sido rescatado, seguramente no querrá volver por aquel camino que le puede poner en peligro de nuevo su vida, se andará con cuidado, estudiará bien las rutas que ha de seguir, será más previsor, e incluso, si fuera necesario, buscará alguien que le enseñe el buen camino para no ponerse en peligro de nuevo.
Así tendríamos que ser nosotros los cristianos. Hemos sido rescatados y no de cualquier manera porque ha sido al precio de la sangre de Jesucristo. Somos conscientes, o deberíamos serlo, de que el Señor nos ha liberado, nos ha arrancado de la muerte y quiere ponernos en camino de vida. Lo normal sería que de ahora en adelante no volviéramos a las andadas; que ahora buscáramos la manera de andar por el buen camino. Es la respuesta que nos está pidiendo el Señor.
'Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación a todos los hombres...’ Renunciemos al camino malo, renunciemos al pecado, vivamos en la vida nueva de la gracia. Como nos dice hoy san Pablo ‘enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa de nuestro Señor Jesucristo’.
Porque hemos sido salvados, lejos de nosotros las obras de las tinieblas, vivamos la obras de la luz. ‘Una vida sobria, honrada, religiosa’, que nos dice el Apóstol. La rectitud que tiene que brillar en nuestra vida. Nuestra unión agradecida y gozosa con el Señor. Nuestra vida de humildad y de amor. Hay una alegría nueva en nuestra vida: la de la salvación que recibimos -¡cuánto tendríamos que agradecerlo una y otra vez! – y la esperanza del encuentro definitivo con el Señor. ‘La dicha que esperamos: la aparición gloriosa de nuestro Señor Jesucristo’. Como termina diciendo el texto de hoy: ‘El se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras’. Somos ese pueblo purificado. Somos el pueblo del amor, ‘las buenas obras’ que nos dice el apóstol. Vivamos en ese camino de santidad que nos ofrece el Señor.
Sal. 36
Lc. 17, 7-10
‘Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres’. Un texto que hace referencia a la venida de Cristo al mundo, Dios que se ha hecho hombre, trayéndonos la gracia y la salvación. Precisamente es un texto que se lee en la Misa del Nacimiento del Señor.
Su venida es para nuestra salvación. En El nos sentimos salvados y llenos de gracia. Cuando nosotros estábamos en el pecado, El nos trae la gracia y el perdón. Cuando nosotros andábamos en tinieblas, El viene a traernos la luz. Es gracia. Porque es el regalo grande que nos hace el Señor en su amor infinito por nosotros. Pero pide de nosotros una respuesta.
Supongamos que alguien porque yerra en el camino, se pierde y se ve arrastrado hacia un abismo del que no puede salir por sí mismo. Se organizará un rescate utilizando todos los medios posibles para lograr sacarlo de aquel abismo y aquel peligro en el que estaba que podía llevarlo a la muerte. El que ha sido salvado, el que ha sido rescatado, seguramente no querrá volver por aquel camino que le puede poner en peligro de nuevo su vida, se andará con cuidado, estudiará bien las rutas que ha de seguir, será más previsor, e incluso, si fuera necesario, buscará alguien que le enseñe el buen camino para no ponerse en peligro de nuevo.
Así tendríamos que ser nosotros los cristianos. Hemos sido rescatados y no de cualquier manera porque ha sido al precio de la sangre de Jesucristo. Somos conscientes, o deberíamos serlo, de que el Señor nos ha liberado, nos ha arrancado de la muerte y quiere ponernos en camino de vida. Lo normal sería que de ahora en adelante no volviéramos a las andadas; que ahora buscáramos la manera de andar por el buen camino. Es la respuesta que nos está pidiendo el Señor.
'Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación a todos los hombres...’ Renunciemos al camino malo, renunciemos al pecado, vivamos en la vida nueva de la gracia. Como nos dice hoy san Pablo ‘enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa de nuestro Señor Jesucristo’.
Porque hemos sido salvados, lejos de nosotros las obras de las tinieblas, vivamos la obras de la luz. ‘Una vida sobria, honrada, religiosa’, que nos dice el Apóstol. La rectitud que tiene que brillar en nuestra vida. Nuestra unión agradecida y gozosa con el Señor. Nuestra vida de humildad y de amor. Hay una alegría nueva en nuestra vida: la de la salvación que recibimos -¡cuánto tendríamos que agradecerlo una y otra vez! – y la esperanza del encuentro definitivo con el Señor. ‘La dicha que esperamos: la aparición gloriosa de nuestro Señor Jesucristo’. Como termina diciendo el texto de hoy: ‘El se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras’. Somos ese pueblo purificado. Somos el pueblo del amor, ‘las buenas obras’ que nos dice el apóstol. Vivamos en ese camino de santidad que nos ofrece el Señor.
lunes, 10 de noviembre de 2008
Auméntanos la fe para descubrir la grandeza del perdón
Tito, 1, 1-9
Sal. 23
Lc. 17, 1-4
Habla en primer lugar hoy Jesús en el Evangelio de la gravedad del escándalo. ‘Es inevitable que sucedan escándalos, pero ¡ay del que los provoca!’ Escándalo, hacer o decir algo malo que puede inducir al otro a hacer el mal, al pecado. ‘Tened cuidado’, nos dice Jesús. Siempre tenemos que llevar a los otros a lo bueno, nunca a lo malo.
Pero luego Jesús sigue hablándonos del perdón y de la fe. Claro que alguno podría preguntarse, ¿Qué relación tiene la fe con el perdón?
Jesús habla de perdonar una y otra vez al hermano que nos ha ofendido. ‘Si tu hermano te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: lo siento, lo perdonarás’, viene a concluir el Señor. Nos recuerda otro pasaje del evangelio, cuando Pedro le pregunta a Jesús si hay que perdonar hasta siete veces. Y ya recordamos la respuesta de Jesús, ‘hasta setenta veces siete’, para indicarnos que tenemos que perdonar siempre.
Pues bien, es en ese momento cuando los apóstoles, después de escuchar a Jesús, le piden: ‘Auméntanos la fe’. Creo que bien podemos ver la relación si reflexionamos un poquito.
Aunque nos parezca lo contrario – porque es desgraciadamente lo que más comúnmente se realiza en nuestro mundo de violencias – podemos decir que la persona es más persona cuando ha sido capaz de perdonar.
Para perdonar hay que tener valentía y coraje en el corazón. El que es capaz de perdonar está manifestando la nobleza e hidalguía de su ser, la madurez de su personalidad, y su mayor grandeza de alma.
El hombre es más hombre, me atrevo a decir, cuando es capaz de perdonar. El hombre está alcanzando la cota más alta de su nobleza en su vida cuando es capaz de perdonar. La persona se está pareciendo más a Dios – a cuya imagen y semejanza ha sido creado – cuando es capaz de perdonar.
Guardar rencor, dejarse arrastrar por la venganza, responder con violencia ya sea física o moral al que te ha ofendido, manifiesta los instintos más primarios y menos racionales del ser humano, e indica la inmadurez de su corazón que así se ve afectado por lo que le puedan hacer los otros. No seré más grande o más noble por la venganza, ni por guardar rencor. No indica mayor fortaleza o valentía el responder con violencia al que te ofende. No es la forma de ganar la batalla emprender otra en la que vas a quedar más herido en el corazón.
Ya sé que esos son los primeros impulsos que podemos sentir en nuestro interior y que es necesario una fortaleza grande para no dejarse arrastrar por ellos. Pero en ese dominio de la situación que pasa por un dominio de ti mismo es donde vas a presentar el lado más noble de tu vida.
Con el perdón nos parecemos a Dios. ¿Por qué no recordamos a Jesús cuando está siendo crucificado y con su poder divino podía desbaratar todos los planes homicidas que contra El se planeaban? ‘Padre, perdónales porque no saben lo que hacen’. Perdona y disculpa. Tan grande es su amor.
Seremos capaces de practicar la valentía del perdón sólo con la fuerza de la gracia de Dios que nos engrandece. Porque la fe no nos anula, sino todo lo contrario. La fe nos hará descubrir , como si una nueva luz iluminara nuestra vida, donde está la verdadera grandeza de la persona.
‘Auméntanos la fe’, aunque sólo fuera como un granito de mostaza, para que no nos falte nunca en nuestra vida y nos ayude a descubrir la grandeza y maravilla del perdón.
Sal. 23
Lc. 17, 1-4
Habla en primer lugar hoy Jesús en el Evangelio de la gravedad del escándalo. ‘Es inevitable que sucedan escándalos, pero ¡ay del que los provoca!’ Escándalo, hacer o decir algo malo que puede inducir al otro a hacer el mal, al pecado. ‘Tened cuidado’, nos dice Jesús. Siempre tenemos que llevar a los otros a lo bueno, nunca a lo malo.
Pero luego Jesús sigue hablándonos del perdón y de la fe. Claro que alguno podría preguntarse, ¿Qué relación tiene la fe con el perdón?
Jesús habla de perdonar una y otra vez al hermano que nos ha ofendido. ‘Si tu hermano te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: lo siento, lo perdonarás’, viene a concluir el Señor. Nos recuerda otro pasaje del evangelio, cuando Pedro le pregunta a Jesús si hay que perdonar hasta siete veces. Y ya recordamos la respuesta de Jesús, ‘hasta setenta veces siete’, para indicarnos que tenemos que perdonar siempre.
Pues bien, es en ese momento cuando los apóstoles, después de escuchar a Jesús, le piden: ‘Auméntanos la fe’. Creo que bien podemos ver la relación si reflexionamos un poquito.
Aunque nos parezca lo contrario – porque es desgraciadamente lo que más comúnmente se realiza en nuestro mundo de violencias – podemos decir que la persona es más persona cuando ha sido capaz de perdonar.
Para perdonar hay que tener valentía y coraje en el corazón. El que es capaz de perdonar está manifestando la nobleza e hidalguía de su ser, la madurez de su personalidad, y su mayor grandeza de alma.
El hombre es más hombre, me atrevo a decir, cuando es capaz de perdonar. El hombre está alcanzando la cota más alta de su nobleza en su vida cuando es capaz de perdonar. La persona se está pareciendo más a Dios – a cuya imagen y semejanza ha sido creado – cuando es capaz de perdonar.
Guardar rencor, dejarse arrastrar por la venganza, responder con violencia ya sea física o moral al que te ha ofendido, manifiesta los instintos más primarios y menos racionales del ser humano, e indica la inmadurez de su corazón que así se ve afectado por lo que le puedan hacer los otros. No seré más grande o más noble por la venganza, ni por guardar rencor. No indica mayor fortaleza o valentía el responder con violencia al que te ofende. No es la forma de ganar la batalla emprender otra en la que vas a quedar más herido en el corazón.
Ya sé que esos son los primeros impulsos que podemos sentir en nuestro interior y que es necesario una fortaleza grande para no dejarse arrastrar por ellos. Pero en ese dominio de la situación que pasa por un dominio de ti mismo es donde vas a presentar el lado más noble de tu vida.
Con el perdón nos parecemos a Dios. ¿Por qué no recordamos a Jesús cuando está siendo crucificado y con su poder divino podía desbaratar todos los planes homicidas que contra El se planeaban? ‘Padre, perdónales porque no saben lo que hacen’. Perdona y disculpa. Tan grande es su amor.
Seremos capaces de practicar la valentía del perdón sólo con la fuerza de la gracia de Dios que nos engrandece. Porque la fe no nos anula, sino todo lo contrario. La fe nos hará descubrir , como si una nueva luz iluminara nuestra vida, donde está la verdadera grandeza de la persona.
‘Auméntanos la fe’, aunque sólo fuera como un granito de mostaza, para que no nos falte nunca en nuestra vida y nos ayude a descubrir la grandeza y maravilla del perdón.
domingo, 9 de noviembre de 2008
Templo, lugar y signo de la presencia de Dios
Ez. 47, 1-2.8-9.12; Sal. 45; 1Cor. 3. 9-11.16-17; Jn. 2, 13-22
La celebración de este domingo tiene un significado especial. En este día conmemoramos la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma, que realmente es la catedral de Roma, la Sede, entonces, del Papa. ‘Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe (la ciudad, Roma) y del Orbe (toda la Iglesia)’, reza en el frontispicio de la catedral; viene a ser la celebración de este día signo de la comunión de toda la Iglesia con el Papa, sucesor de Pedro y Vicario de Cristo para toda la tierra.
Es una ocasión propicia para hacernos una reflexión, ayudados e iluminados por la Palabra de Dios proclamada, sobre el sentido del templo y de la Iglesia.
Cuando Jesús entra en el templo de Jerusalén y trata de purificarlo de aquel mercadeo que allí se realiza, al preguntarle los judíos con qué autoridad lo hacía, les responde: ‘Destruid este templo y en tres días lo levantaré’. No entienden los judíos, pero el evangelista nos aclara - ellos lo entenderían después de su resurrección de entre los muertos - que realmente ‘él les hablaba del templo de su cuerpo’.
¿Qué es un templo? Por decirlo sencillamente, podríamos decir que es un lugar sagrado que se convierte para nosotros en signo de la presencia de Dios en medio de nosotros y lugar donde de manera especial vamos a realizar, celebrar y vivir ese encuentro con Dios.
Pero en sentido cristiano, y dejándonos iluminar por lo que el mismo Jesús nos dice, para nosotros ese templo de Dios es Cristo mismo. ‘El les hablaba de su cuerpo’, hemos escuchado que decía Jesús en el Evangelio. Por eso mismo, más que quedarnos en un lugar o edificio material, nosotros pensamos en la persona de Jesucristo, verdadero lugar de encuentro del hombre con Dios, cuando El ha venido hasta nosotros ofreciéndonos el amor del Padre y en El quiere llevarnos también hasta Dios. Dios habita en El porque es el mismo Dios hecho hombre y se convierte para nosotros en camino que nos lleva hasta Dios. Podemos recordar varios textos del evangelio. ‘Nadie puede hacer las obras que tú haces si Dios no está con El’, le decía Nicodemo. ‘El que me ve a mi, ve al Padre, nadie va al Padre sino por mí... yo soy el camino, y la verdad y la vida...’ que tantas veces hemos escuchado.
Es la primera consideración que tenemos que hacernos. Es con Cristo, en Cristo y por Cristo cómo queremos dar gloria a Dios. Así lo expresamos en el momento cumbre de la Eucaristía en la doxología final de la Plegaria Eucarística.
Pero siguiendo con nuestra reflexión a la luz de la Palabra de Dios proclamada tenemos lo que nos dice el apóstol Pablo en su carta a los Corintios. Nos dice dos cosas. Por una parte nos pregunta: ‘¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?... ese templo sois vosotros’ termina diciéndonos. Por nuestra unión con Cristo, por la participación en su vida divina que El nos regala, por nuestra unción bautismal nos hemos configurado con Cristo para ser también ese templo de Dios y esa morada del Espíritu. Un aspecto importante que no podemos olvidar. De ahí la santidad que hemos de vivir. Muchas consecuencias podríamos sacar de aquí, porque tenemos que ser también por la santidad de nuestra vida signos de la presencia de Dios en medio de los hombres; y consecuencias también para el respeto que hemos de tener a los demás que igualmente son templo de Dios.
Pero también san Pablo nos propone algo más. Usa la metáfora del templo para referirse a la comunidad cristiana. ‘Sois edificio de Dios. Conforme al don que Dios me ha dado, yo como hábil arquitecto coloqué el cimiento, otro levanta el edificio. Mire cada uno cómo construye’. Pablo inició con su predicación la construcción de ese edificio de la comunidad cristiana, dándoles los fundamentos de la fe en Jesús. Luego con la colaboración de todos ese edificio se ha ido levantando con el crecimiento de la comunidad cristiana. No olvidemos que el verdadero cimiento es Cristo mismo y la fe que en El tenemos. Pero así la comunidad cristiana, la Iglesia, se convierte en ese edificio de Dios, en ese templo de Dios donde El quiere habitar de manera especial y donde damos culto a Dios con la ofrenda de nuestras vidas unidos a Cristo. La comunidad, pues, lugar de la presencia de Dios y el Espíritu Santo habita en ella. Todos unidos formamos ese edificio, ese templo del Señor. Pablo previene para que lo ayudemos a crecer y no la destruyamos con nuestras divisiones.
Finalmente fijémonos en esa bella imagen que hemos contemplado en el profeta Ezequiel; el manantial de agua que mana del templo hasta desembocar en el mar de las aguas salobres llenando de vida y haciendo fructificar todo a su paso, nos está hablando también de la Iglesia. Ese templo de Dios donde mora de manera especial el Espíritu del Señor y a través de la cual nos llega a nosotros esa gracia que nos salva, nos purifica y nos llena de vida. Ahí en la Iglesia se hace presente el Señor y en la Iglesia escuchamos su Palabra, por medio de la Iglesia nos llega la gracia de los sacramentos y se nos hace palpable y visible esa salvación de Dios. Porque así lo ha querido el Señor.
Y nos queda considerar lo que son esos templos materiales, lugares sagrados que son signo también de la presencia del Señor en medio de nosotros. ¡Cómo nos habla el templo, lugar de encuentro de la comunidad cristiana y de la celebración de la fe, de esa presencia de Dios! ¡Cómo se convierte el templo en medio de nuestro mundo en ese signo religioso que nos está hablando también de esa presencia de Dios y cómo hasta El tenemos que ir siempre para que sea en verdad el centro de nuestra vida! No nos quedamos en lo material, pero lo material es signo visible de esa realidad espiritual, de esa realidad sobrenatural que nos hace llegar la gracia del Señor. De ahí el respeto y la veneración que hemos de sentir por nuestros templos, porque su presencia visible nos está hablando de esa presencia, invisible a los ojos pero real en nuestro corazón y nuestra vida, de la presencia de Dios y su gracia.
Son nuestros lugares de encuentro y de celebración; encuentro de los hermanos, de la asamblea santa que se reúne, pero encuentro vivo también con el Señor en la oración y en la escucha de su Palabra. ‘En esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros’, decimos en el prefacio. Pero pedimos algo más. ‘En este lugar, Señor, tu vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como Cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz’. Pedimos también que, ‘por la participación en este sacramento – la eucaristía que aquí celebramos – seamos transformados en templos del Espíritu y podamos entrar en el reino de tu gloria’.
Nos quedaría sacar muchas consecuencias para nuestra vida de lo aquí reflexionado. Santidad, unidad y comunión, sentido de Iglesia y comunidad, conciencia de nuestra dignidad y de la dignidad de todo cristiano, de todo hermano nuestro, y ser en verdad en medio de los hermanos, como templos que somos de Dios, signos también de esa presencia de Dios en medio de nuestro mundo.
La celebración de este domingo tiene un significado especial. En este día conmemoramos la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma, que realmente es la catedral de Roma, la Sede, entonces, del Papa. ‘Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe (la ciudad, Roma) y del Orbe (toda la Iglesia)’, reza en el frontispicio de la catedral; viene a ser la celebración de este día signo de la comunión de toda la Iglesia con el Papa, sucesor de Pedro y Vicario de Cristo para toda la tierra.
Es una ocasión propicia para hacernos una reflexión, ayudados e iluminados por la Palabra de Dios proclamada, sobre el sentido del templo y de la Iglesia.
Cuando Jesús entra en el templo de Jerusalén y trata de purificarlo de aquel mercadeo que allí se realiza, al preguntarle los judíos con qué autoridad lo hacía, les responde: ‘Destruid este templo y en tres días lo levantaré’. No entienden los judíos, pero el evangelista nos aclara - ellos lo entenderían después de su resurrección de entre los muertos - que realmente ‘él les hablaba del templo de su cuerpo’.
¿Qué es un templo? Por decirlo sencillamente, podríamos decir que es un lugar sagrado que se convierte para nosotros en signo de la presencia de Dios en medio de nosotros y lugar donde de manera especial vamos a realizar, celebrar y vivir ese encuentro con Dios.
Pero en sentido cristiano, y dejándonos iluminar por lo que el mismo Jesús nos dice, para nosotros ese templo de Dios es Cristo mismo. ‘El les hablaba de su cuerpo’, hemos escuchado que decía Jesús en el Evangelio. Por eso mismo, más que quedarnos en un lugar o edificio material, nosotros pensamos en la persona de Jesucristo, verdadero lugar de encuentro del hombre con Dios, cuando El ha venido hasta nosotros ofreciéndonos el amor del Padre y en El quiere llevarnos también hasta Dios. Dios habita en El porque es el mismo Dios hecho hombre y se convierte para nosotros en camino que nos lleva hasta Dios. Podemos recordar varios textos del evangelio. ‘Nadie puede hacer las obras que tú haces si Dios no está con El’, le decía Nicodemo. ‘El que me ve a mi, ve al Padre, nadie va al Padre sino por mí... yo soy el camino, y la verdad y la vida...’ que tantas veces hemos escuchado.
Es la primera consideración que tenemos que hacernos. Es con Cristo, en Cristo y por Cristo cómo queremos dar gloria a Dios. Así lo expresamos en el momento cumbre de la Eucaristía en la doxología final de la Plegaria Eucarística.
Pero siguiendo con nuestra reflexión a la luz de la Palabra de Dios proclamada tenemos lo que nos dice el apóstol Pablo en su carta a los Corintios. Nos dice dos cosas. Por una parte nos pregunta: ‘¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?... ese templo sois vosotros’ termina diciéndonos. Por nuestra unión con Cristo, por la participación en su vida divina que El nos regala, por nuestra unción bautismal nos hemos configurado con Cristo para ser también ese templo de Dios y esa morada del Espíritu. Un aspecto importante que no podemos olvidar. De ahí la santidad que hemos de vivir. Muchas consecuencias podríamos sacar de aquí, porque tenemos que ser también por la santidad de nuestra vida signos de la presencia de Dios en medio de los hombres; y consecuencias también para el respeto que hemos de tener a los demás que igualmente son templo de Dios.
Pero también san Pablo nos propone algo más. Usa la metáfora del templo para referirse a la comunidad cristiana. ‘Sois edificio de Dios. Conforme al don que Dios me ha dado, yo como hábil arquitecto coloqué el cimiento, otro levanta el edificio. Mire cada uno cómo construye’. Pablo inició con su predicación la construcción de ese edificio de la comunidad cristiana, dándoles los fundamentos de la fe en Jesús. Luego con la colaboración de todos ese edificio se ha ido levantando con el crecimiento de la comunidad cristiana. No olvidemos que el verdadero cimiento es Cristo mismo y la fe que en El tenemos. Pero así la comunidad cristiana, la Iglesia, se convierte en ese edificio de Dios, en ese templo de Dios donde El quiere habitar de manera especial y donde damos culto a Dios con la ofrenda de nuestras vidas unidos a Cristo. La comunidad, pues, lugar de la presencia de Dios y el Espíritu Santo habita en ella. Todos unidos formamos ese edificio, ese templo del Señor. Pablo previene para que lo ayudemos a crecer y no la destruyamos con nuestras divisiones.
Finalmente fijémonos en esa bella imagen que hemos contemplado en el profeta Ezequiel; el manantial de agua que mana del templo hasta desembocar en el mar de las aguas salobres llenando de vida y haciendo fructificar todo a su paso, nos está hablando también de la Iglesia. Ese templo de Dios donde mora de manera especial el Espíritu del Señor y a través de la cual nos llega a nosotros esa gracia que nos salva, nos purifica y nos llena de vida. Ahí en la Iglesia se hace presente el Señor y en la Iglesia escuchamos su Palabra, por medio de la Iglesia nos llega la gracia de los sacramentos y se nos hace palpable y visible esa salvación de Dios. Porque así lo ha querido el Señor.
Y nos queda considerar lo que son esos templos materiales, lugares sagrados que son signo también de la presencia del Señor en medio de nosotros. ¡Cómo nos habla el templo, lugar de encuentro de la comunidad cristiana y de la celebración de la fe, de esa presencia de Dios! ¡Cómo se convierte el templo en medio de nuestro mundo en ese signo religioso que nos está hablando también de esa presencia de Dios y cómo hasta El tenemos que ir siempre para que sea en verdad el centro de nuestra vida! No nos quedamos en lo material, pero lo material es signo visible de esa realidad espiritual, de esa realidad sobrenatural que nos hace llegar la gracia del Señor. De ahí el respeto y la veneración que hemos de sentir por nuestros templos, porque su presencia visible nos está hablando de esa presencia, invisible a los ojos pero real en nuestro corazón y nuestra vida, de la presencia de Dios y su gracia.
Son nuestros lugares de encuentro y de celebración; encuentro de los hermanos, de la asamblea santa que se reúne, pero encuentro vivo también con el Señor en la oración y en la escucha de su Palabra. ‘En esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros’, decimos en el prefacio. Pero pedimos algo más. ‘En este lugar, Señor, tu vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como Cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz’. Pedimos también que, ‘por la participación en este sacramento – la eucaristía que aquí celebramos – seamos transformados en templos del Espíritu y podamos entrar en el reino de tu gloria’.
Nos quedaría sacar muchas consecuencias para nuestra vida de lo aquí reflexionado. Santidad, unidad y comunión, sentido de Iglesia y comunidad, conciencia de nuestra dignidad y de la dignidad de todo cristiano, de todo hermano nuestro, y ser en verdad en medio de los hermanos, como templos que somos de Dios, signos también de esa presencia de Dios en medio de nuestro mundo.