Ap. 7, 2-4.9-14;
Sal. 23;
1Jn. 3, 1-3;
Mt. 5, 1-12
‘Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo’. Así ha terminado la proclamación de la Bienaventuranzas. No sé si siempre pensaremos en el actuar de cada día en esa ‘recompensa grande en el cielo’. Nos falta muchas veces esa perspectiva, esa trascendencia. La contemplación de todos los Santos a quienes hoy celebramos creo que tendría que hacérnoslo pensar.
Hoy es la fiesta de los peregrinos que ya han llegado a la meta, llevando en sus manos las palmas del triunfo con sus vestiduras blanqueadas y purificadas. Podemos contemplar esa ‘muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua’, para quienes se han abierto las puertas grandes del cielo, que ‘gritaban con voz potente: la victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero’, como hemos escuchado en el Apocalipsis.
Pero es también la fiesta de toda la Iglesia, de los que ya llegaron y cantan la gloria de Dios en el cielo, pero también de los que aún peregrinamos alentados por la esperanza, movidos por el amor, fortalecidos en nuestra fe, conscientes del camino a recorrer, pero alentados por el testimonio de los que nos precedieron.
Somos peregrinos que caminamos hacia una meta. Como Abrahán cuando salió de Ur de Caldea para ir a donde Dios quisiera llevarle. Como Moisés con el pueblo elegido a través del desierto hacia la tierra prometida. Con fe y fiados de Dios hicieron su peregrinar, aunque muchas fueran las noches oscuras, las tentaciones del desánimo y el cansancio. Pero se fiaron de la Palabra con la que el Señor les había llamado y pudieron alcanzar la meta de la tierra que Dios les regalaba.
Caminamos nosotros también un camino largo, lleno de tribulaciones; peregrinos que no tienen un hospedaje permanente mientras recorren el camino porque saben que su patria es eterna y está junto a Dios; peregrinos que se encuentran en situaciones diversas y muchas veces adversas, pero tratando de mantenerse en la fidelidad para no abandonar el camino; peregrinos desprendidos y pobres - las excesivas cargas son un estorbo para realizar con toda libertad el camino -, que saben poner toda su confianza en Dios porque El es su único apoyo y fortaleza; peregrinos sembradores de paz y de esperanza allí por donde caminan sembrando ilusión y vida; peregrinos con entrañas de misericordia para todos aquellos con los que se encuentran o con los que caminan a su lado el mismo peregrinar; peregrinos con corazón limpio, con nobleza y rectitud, que quieren buscar siempre lo bueno y lo justo para todos; peregrinos que saben levantarse de los desánimos y de las caídas porque tienen puesto los ojos en la meta a la que han de llegar; peregrinos siempre con el ánimo y la esperanza de poder conquistar, alcanzar, un día aquello hermoso y grande que Dios les va a dar.
No siempre nos es fácil recorrer ese camino. Nos acechan las tentaciones y están muy presentes en nuestra vida todas nuestras debilidades. Flaqueamos muchas veces y sentimos el cansancio y el desánimo. Pero el Señor es nuestra fortaleza, nuestra vida y nuestra gracia. No podemos sentirnos nunca solos porque el Señor pondrá a nuestro lado muchos que nos ayuden en nuestro caminar. No puede desfallecer la esperanza. No podemos decaer en el amor. Sentimos el deseo de que un día podamos contemplar cara a cara al Señor, hacernos semejantes a El, porque El nos ha dado la gracia, El ha querido no sólo llamarnos sino hacernos sus hijos, como nos decía la carta de San Juan. ‘Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!’.
Los que hoy contemplamos en el cielo recorrieron ese camino, que no fue otro que el de las bienaventuranzas que Jesús nos proclamó en el Evangelio. Porque se hicieron pobres desprendiéndose incluso de sí mismos, para no apoyarse sino en Dios, porque se dejaron llevar por el Espíritu de Jesús, hoy los contemplamos en la gloria del cielo.
Pobres, sufridos, con lágrimas en los ojos o con hambre y sed de justicia en el corazón, limpios y puros en su espíritu y sembradores de paz, no importándoles la persecución o los desprecios cuando fuera por el nombre de Jesús, hoy los vemos partícipes en plenitud del Reino de Dios, coherederos con Cristo de la herencia prometida, saciados en sus deseos más hondos y más hermosos, alcanzando misericordia y pudiendo contemplar cara a cara a Dios como hijos de Dios para siempre, y viviendo ya la felicidad plena de la recompensa eterna de los cielos. Es a lo que nosotros aspiramos, a lo que nosotros queremos llegar.
Celebrar la fiesta de todos los santos, como decíamos antes, nos alienta en nuestro caminar, en nuestro peregrinar. Nosotros nos sentimos también peregrinos, pero queremos caminar guiados por la fe y alentados por el ejemplo de los que ya participan de la asamblea festiva de todos los santos. ‘En ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad’. Son ejemplo, sí, porque nos enseñan ese camino de la vida que es nuestro peregrinar, que tiene que ser camino de santidad y de fidelidad; pero son también intercesores que desde el cielo nos ayudan con su protección y alcanzándonos la gracia del Señor. Por eso pedíamos en la oración litúrgica que nos concediera ‘por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón’.
Queremos, pues, en este día, mejor que nunca al celebrar a todos los santos, con los ángeles y con los santos cantar sin cesar el himno de la gloria del Señor. Es que estamos alegres y contentos porque la recompensa de la gloria del Señor para los que son fieles es grande.
sábado, 1 de noviembre de 2008
viernes, 31 de octubre de 2008
Demos cabida en nuestro corazón con la ternura del amor a toda la Iglesia
Flp. 1, 1-11
Sal. 110
Lc. 14, 1-6
‘Grandes son las obras del Señor’. Así hemos reconocido y rezado en el salmo. Así podemos decir que también san Pablo lo está reconociendo en este principio de la carta a los Filipenses, cuya lectura hoy comenzamos.
Pablo visitó Filipos por primera vez en su segundo viaje apostólico. Era una ciudad importante de Macedonia, cuyos ciudadanos tenían derecho a la ciudadanía romana. Estando en Troas Pablo había escuchado la voz del Señor que le impulsaba a saltar a Europa, en Macedonia para allí hacer también el anuncio de la Buena Noticia. Así llega a Filipos. Recordamos cómo allí se encontró con Lidia a la orilla del río donde se reunían a rezar, que lo invitó a su casa. Posteriormente a causa de una adivina que lo seguía diciendo a todos quién era Pablo, es encarcelado. Y recordamos lo acaecido allí; las puertas de la cárcel se abren, el carcelero que piensa que los presos han huido y quiere suicidarse, Pablo que lo detiene, le anuncia la Buena Nueva de Jesús, y cree él y toda su familia. En otra ocasión probablemente Pablo volvería por Filipos.
Pablo tiene un buen recuerdo de aquella comunidad, que incluso en momentos difíciles para él estando en la cárcel saben estar a su lado. Lo manifiesta en este principio de la carta. ‘Doy gracias a Dios... rezo por vosotros... os llevo dentro... testigo me es Dios de lo entrañablemente que os quiero...’
Pablo tiene esperanzas en aquella comunidad. Confía en que la semilla plantada en ellos dará fruto. ‘Esta es mi confianza: que el que ha inaugurado en vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús’. Es la confianza en la gracia del Señor que riega nuestros esfuerzos y trabajos. Pero aquella comunidad va dando respuesta. ‘Habéis sido colaboradores míos desde el primer día hasta hoy... esto que siento por vosotros está plenamente justificado: os llevo dentro tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del Evangelio, todos compartís el privilegio que me ha tocado’.
Por eso Pablo ora con gratitud por ellos. ‘Esta es mi oración: que vuestra comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis límpidos e irreprochables, cargados de frutos de justicia...’
Es la oración del Apóstol y es la oración de todo pastor por su comunidad, aquella que le ha sido confiada en el nombre del Señor. Los pastores queremos llevaros también muy dentro de nuestro corazón y nuestra oración siempre es por nuestras comunidades, para así sigan creciendo en la fe y en el amor.
Pero creo que también tiene que ser la oración de la comunidad, por sus pastores y por la comunidad misma. Para se siga proclamando el anuncio de la Buena Noticia; para que la comunidad vaya creciendo más y más siendo y formando verdadera comunidad entre sus miembros.
Pero quería decir algo más. Sí tenemos que rezar por esa comunidad a la que pertenecemos, sea una parroquia o sea ese pequeño grupo en el que vives y convives y en el que compartes tu vida y tu fe. Pero nuestra oración no se puede quedar encerrada en unos límites o en unas fronteras. Tenemos que ampliar nuestro círculo. Sentirnos miembros de una comunidad grande que es la Iglesia, y pensamos en nuestra Iglesia local o diocesana, o pensamos en la Iglesia de nuestro país, como pensamos en la Iglesia universal.
Es importante esa oración por la Iglesia. Por que la oración nos une más. Porque la oración muestra nuestra inquietud y nuestro espíritu misionero. Porque así tenemos que sentirnos siempre católicos y universales. Que crezca más y más nuestra Iglesia. Que seamos cada vez más ese signo del amor de Dios en medio de nuestro mundo.
Que como Pablo le demos cabida a todos en nuestro corazón con esa ternura tan hermosa del amor.
Sal. 110
Lc. 14, 1-6
‘Grandes son las obras del Señor’. Así hemos reconocido y rezado en el salmo. Así podemos decir que también san Pablo lo está reconociendo en este principio de la carta a los Filipenses, cuya lectura hoy comenzamos.
Pablo visitó Filipos por primera vez en su segundo viaje apostólico. Era una ciudad importante de Macedonia, cuyos ciudadanos tenían derecho a la ciudadanía romana. Estando en Troas Pablo había escuchado la voz del Señor que le impulsaba a saltar a Europa, en Macedonia para allí hacer también el anuncio de la Buena Noticia. Así llega a Filipos. Recordamos cómo allí se encontró con Lidia a la orilla del río donde se reunían a rezar, que lo invitó a su casa. Posteriormente a causa de una adivina que lo seguía diciendo a todos quién era Pablo, es encarcelado. Y recordamos lo acaecido allí; las puertas de la cárcel se abren, el carcelero que piensa que los presos han huido y quiere suicidarse, Pablo que lo detiene, le anuncia la Buena Nueva de Jesús, y cree él y toda su familia. En otra ocasión probablemente Pablo volvería por Filipos.
Pablo tiene un buen recuerdo de aquella comunidad, que incluso en momentos difíciles para él estando en la cárcel saben estar a su lado. Lo manifiesta en este principio de la carta. ‘Doy gracias a Dios... rezo por vosotros... os llevo dentro... testigo me es Dios de lo entrañablemente que os quiero...’
Pablo tiene esperanzas en aquella comunidad. Confía en que la semilla plantada en ellos dará fruto. ‘Esta es mi confianza: que el que ha inaugurado en vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús’. Es la confianza en la gracia del Señor que riega nuestros esfuerzos y trabajos. Pero aquella comunidad va dando respuesta. ‘Habéis sido colaboradores míos desde el primer día hasta hoy... esto que siento por vosotros está plenamente justificado: os llevo dentro tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del Evangelio, todos compartís el privilegio que me ha tocado’.
Por eso Pablo ora con gratitud por ellos. ‘Esta es mi oración: que vuestra comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis límpidos e irreprochables, cargados de frutos de justicia...’
Es la oración del Apóstol y es la oración de todo pastor por su comunidad, aquella que le ha sido confiada en el nombre del Señor. Los pastores queremos llevaros también muy dentro de nuestro corazón y nuestra oración siempre es por nuestras comunidades, para así sigan creciendo en la fe y en el amor.
Pero creo que también tiene que ser la oración de la comunidad, por sus pastores y por la comunidad misma. Para se siga proclamando el anuncio de la Buena Noticia; para que la comunidad vaya creciendo más y más siendo y formando verdadera comunidad entre sus miembros.
Pero quería decir algo más. Sí tenemos que rezar por esa comunidad a la que pertenecemos, sea una parroquia o sea ese pequeño grupo en el que vives y convives y en el que compartes tu vida y tu fe. Pero nuestra oración no se puede quedar encerrada en unos límites o en unas fronteras. Tenemos que ampliar nuestro círculo. Sentirnos miembros de una comunidad grande que es la Iglesia, y pensamos en nuestra Iglesia local o diocesana, o pensamos en la Iglesia de nuestro país, como pensamos en la Iglesia universal.
Es importante esa oración por la Iglesia. Por que la oración nos une más. Porque la oración muestra nuestra inquietud y nuestro espíritu misionero. Porque así tenemos que sentirnos siempre católicos y universales. Que crezca más y más nuestra Iglesia. Que seamos cada vez más ese signo del amor de Dios en medio de nuestro mundo.
Que como Pablo le demos cabida a todos en nuestro corazón con esa ternura tan hermosa del amor.
jueves, 30 de octubre de 2008
Buscad vuestra fuerza en el Señor
Ef. 6, 10-20
Sal. 143
Lc. 13, 31-35
‘Buscad vuestra fuerza en el Señor’, nos ha dicho hoy el apóstol. Estamos llegando al final de la carta a los Efesios que hemos venido leyendo de forma continuada en estas últimas semanas.
Casi al principio de la carta pedía el apóstol ‘que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo...’ Ahora al final de la carta además de rogar que pidan a Dios por él, ‘para Dios abra mi boca y me conceda palabras que anuncien sin temor el secreto designio contenido en el evangelio’, les insiste para que busquen toda su fuerza en el Señor.
Emplea la imagen del luchador que ponerse las armas necesarias para poder vencer en la lucha. Nos puede parecer un tanto guerrero el lenguaje, pero son imágenes ricas en significado y que nos hacen ver qué cosas importantes tenemos que cuidar en nuestra vida para vencer al mal. No es una lucha entre hombres nos dice sino que son ‘las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal’. Por eso, nos dice, ‘tomad las armas de Dios para resistir... y mantener las posiciones’.
No son medios humanos sino sobrenaturales, porque espiritual es nuestra lucha. Nos habla de cinturón, coraza, calzado adecuado, escudo, casco y espada. Pero, repito, no son esas armas materiales y mortíferas, sino son las armas de la gracia, de la fuerza de Dios, las que fortalecen nuestro espíritu para mantenernos firmes en el camino del Señor.
Por eso nos habla de la verdad, de la justicia, de la fe, de la palabra de Dios, de la oración. Firmes y seguros en nuestra fe y en la verdad del Evangelio que nos salva. Luchadores por la justicia y por la paz, buscando siempre lo bueno y lo justo, buscando siempre la paz. Disponibles y siempre generosos para anunciar la Buena Noticia de salvación.
Con la fuerza del Espíritu que nos ayuda con la gracia del Señor y nos protege, como nos dice, de las flechas incendiarias de tantas tentaciones que quieren herirnos y apartarnos del camino recto. Fortalecidos en la oración que nos hace sentir la presencia y la gracia del Señor en todo momento.
‘Orad en toda ocasión con la ayuda del Espíritu. Tened vigilias en que oréis con constancia por todo el pueblo santo’. Nos insiste una y otra vez. Porque no es nuestra fuerza, sino la fuerza del Señor lo que nos ayuda. No es nuestra obra, sino la obra de Dios en nosotros lo que tenemos que realizar.
Recordemos algunas de las cosas que nos decía el apóstol al principio de la carta. ‘El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad... el plan que había proyectado... recapitular todas las cosas en Cristo’. Se nos ha ido descubriendo en este día a día de la Palabra que con toda riqueza hemos recibiendo. Bendigamos al Señor por ello y mantengámonos siempre en su gracia.
Sal. 143
Lc. 13, 31-35
‘Buscad vuestra fuerza en el Señor’, nos ha dicho hoy el apóstol. Estamos llegando al final de la carta a los Efesios que hemos venido leyendo de forma continuada en estas últimas semanas.
Casi al principio de la carta pedía el apóstol ‘que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo...’ Ahora al final de la carta además de rogar que pidan a Dios por él, ‘para Dios abra mi boca y me conceda palabras que anuncien sin temor el secreto designio contenido en el evangelio’, les insiste para que busquen toda su fuerza en el Señor.
Emplea la imagen del luchador que ponerse las armas necesarias para poder vencer en la lucha. Nos puede parecer un tanto guerrero el lenguaje, pero son imágenes ricas en significado y que nos hacen ver qué cosas importantes tenemos que cuidar en nuestra vida para vencer al mal. No es una lucha entre hombres nos dice sino que son ‘las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal’. Por eso, nos dice, ‘tomad las armas de Dios para resistir... y mantener las posiciones’.
No son medios humanos sino sobrenaturales, porque espiritual es nuestra lucha. Nos habla de cinturón, coraza, calzado adecuado, escudo, casco y espada. Pero, repito, no son esas armas materiales y mortíferas, sino son las armas de la gracia, de la fuerza de Dios, las que fortalecen nuestro espíritu para mantenernos firmes en el camino del Señor.
Por eso nos habla de la verdad, de la justicia, de la fe, de la palabra de Dios, de la oración. Firmes y seguros en nuestra fe y en la verdad del Evangelio que nos salva. Luchadores por la justicia y por la paz, buscando siempre lo bueno y lo justo, buscando siempre la paz. Disponibles y siempre generosos para anunciar la Buena Noticia de salvación.
Con la fuerza del Espíritu que nos ayuda con la gracia del Señor y nos protege, como nos dice, de las flechas incendiarias de tantas tentaciones que quieren herirnos y apartarnos del camino recto. Fortalecidos en la oración que nos hace sentir la presencia y la gracia del Señor en todo momento.
‘Orad en toda ocasión con la ayuda del Espíritu. Tened vigilias en que oréis con constancia por todo el pueblo santo’. Nos insiste una y otra vez. Porque no es nuestra fuerza, sino la fuerza del Señor lo que nos ayuda. No es nuestra obra, sino la obra de Dios en nosotros lo que tenemos que realizar.
Recordemos algunas de las cosas que nos decía el apóstol al principio de la carta. ‘El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad... el plan que había proyectado... recapitular todas las cosas en Cristo’. Se nos ha ido descubriendo en este día a día de la Palabra que con toda riqueza hemos recibiendo. Bendigamos al Señor por ello y mantengámonos siempre en su gracia.
miércoles, 29 de octubre de 2008
¿Serán pocos los que se salven? Esforzaos en entrar por la puerta estrecha
Ef. 6, 1-9
Sal.44, 144
Lc. 13, 22-30
Inquietud en el corazón. El encuentro con Jesús, con su vida, con su palabra despierta en nuestro corazón la inquietud. Al escucharle y ver la oferta de salvación que nos ofrece, sentimos en nuestro corazón el deseo de poder alcanzar y al mismo tiempo nos preguntamos si seremos capaces o dignos de poder recibirla; sentimos en nosotros deseo de cielo, deseos de vida eterna.
Es lo que contemplamos en el evangelio. ‘De camino a Jerusalén, Jesús recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: Señor, ¿serán pocos los que se salven?’ Escuchaba sus enseñanzas, descubría el camino que Jesús está ofreciendo, sentía deseos también de salvación. Pero, ¿serían muchas las exigencias? ¿será posible alcanzar esa salvación que ofrece Jesús?
La respuesta de Jesús no es con rebajas. ‘Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán’. Alcanzar la vida eterna tiene sus exigencias. No es vivir la vida simplemente dejándonos llevar. Exige un esfuerzo en nuestra respuesta porque algo nuevo tiene que producirse en nosotros, lo que nos llevará también a dejar cosas viejas. En el texto paralelo a éste del evangelio de san Mateo Jesús dirá: ‘Entrad por la puerta estrecha, porque es ancha y espacioso el camino que lleva a la perdición. En cambio es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la pica y son pocos los que lo encuentran’.
¿Será que el Señor querrá ponernos dificultades para alcanzar la salvación? Todo lo contrario El ‘quiere que todos los hombres se salven y alcancen la vida eterna’. Pero la respuesta tiene sus exigencias, porque es toda la vida la que hay que implicar. No me vale decir es que yo soy cristiano de toda la vida, es que mi familia es muy bueno, soy de buena y cristiana familia, es que mi pueblo es un pueblo muy cristiano. No es tu familia, no es tu pueblo, eres tú el que tienes que dar la respuesta. ‘Hemos comido y bebido contigo y tu has enseñado en nuestras plazas... pero El os replicará: no os conozco, apartaos de mí malvados’.
‘Señor, ábrenos... no sé quienes sois...’ Es nuestra súplica y será su respuesta. Como a aquellas doncellas que llegaron tarde porque se les había acabado el aceite. ‘Os aseguro que no os conozco...’ Hay que estar vigilante y atentos. Es necesaria una apertura a la palabra de Dios para plantarla en nuestro corazón, para llevarla a nuestra vida. ‘Cuando el amo de casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera’. Andamos tantas veces despistados, entretenidos en tantas cosas, que no somos conscientes de la gracia que llega a nosotros. No vale decir ‘Señor, Señor’, sino que es necesario escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra. No nos vale decir que nosotros rezamos mucho o llevamos flores a la Virgen o cumplimos con nuestras promesas, si luego nuestra vida va por otros derroteros distintos a los del amor, si somos injustos en el trato con los demás, o realmente no hemos puesto el evangelio de Jesús en el centro de nuestra vida.
‘Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas del Reino y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán en la mesa en el Reino de Dios’. Todos están llamados a esa salvación, a sentarse en la mesa del Reino de Dios. Pero hemos de dar la respuesta de nuestra fe, vestirnos el vestido de fiesta - y ya hemos hablado de lo que significa vestirse el vestido de fiesta - para entrar en su Reino.
Recordamos otra ocasión en que Jesús pronuncia estas mismas palabras. Cuando aquel centurión romano, un pagano, que tiene un criado enfermo ruega a Jesús que lo cure, y al querer Jesús ir a su casa, él se siente indigno de que Jesús entre en su casa y cree que con solo su palabra podrá salvarlo. ‘Os aseguro, replicó Jesús, que en ninguno en Israel he encontrado tanta fe. Por eso os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del reino de los cielos, mientras los hijos del reino serán echados fuera a las tinieblas...’
‘Señor, ábrenos...’ le pedimos a Jesús, pero queremos poner toda nuestra fe; queremos abrir de verdad nuestro corazón a la Palabra de Dios para plantarla en nuestra vida y que dé fruto; queremos en verdad vestirnos con el vestido del amor y de la misericordia para que el Señor nos reconozca, a pesar de nuestras debilidades, flaquezas y despistes. El Señor es misericordioso y seguro que nos abrirá la puerta. Esforcémonos a entrar por la puerta estrecha de nuestra entrega, de nuestro amor, de nuestra fe.
Sal.44, 144
Lc. 13, 22-30
Inquietud en el corazón. El encuentro con Jesús, con su vida, con su palabra despierta en nuestro corazón la inquietud. Al escucharle y ver la oferta de salvación que nos ofrece, sentimos en nuestro corazón el deseo de poder alcanzar y al mismo tiempo nos preguntamos si seremos capaces o dignos de poder recibirla; sentimos en nosotros deseo de cielo, deseos de vida eterna.
Es lo que contemplamos en el evangelio. ‘De camino a Jerusalén, Jesús recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: Señor, ¿serán pocos los que se salven?’ Escuchaba sus enseñanzas, descubría el camino que Jesús está ofreciendo, sentía deseos también de salvación. Pero, ¿serían muchas las exigencias? ¿será posible alcanzar esa salvación que ofrece Jesús?
La respuesta de Jesús no es con rebajas. ‘Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán’. Alcanzar la vida eterna tiene sus exigencias. No es vivir la vida simplemente dejándonos llevar. Exige un esfuerzo en nuestra respuesta porque algo nuevo tiene que producirse en nosotros, lo que nos llevará también a dejar cosas viejas. En el texto paralelo a éste del evangelio de san Mateo Jesús dirá: ‘Entrad por la puerta estrecha, porque es ancha y espacioso el camino que lleva a la perdición. En cambio es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la pica y son pocos los que lo encuentran’.
¿Será que el Señor querrá ponernos dificultades para alcanzar la salvación? Todo lo contrario El ‘quiere que todos los hombres se salven y alcancen la vida eterna’. Pero la respuesta tiene sus exigencias, porque es toda la vida la que hay que implicar. No me vale decir es que yo soy cristiano de toda la vida, es que mi familia es muy bueno, soy de buena y cristiana familia, es que mi pueblo es un pueblo muy cristiano. No es tu familia, no es tu pueblo, eres tú el que tienes que dar la respuesta. ‘Hemos comido y bebido contigo y tu has enseñado en nuestras plazas... pero El os replicará: no os conozco, apartaos de mí malvados’.
‘Señor, ábrenos... no sé quienes sois...’ Es nuestra súplica y será su respuesta. Como a aquellas doncellas que llegaron tarde porque se les había acabado el aceite. ‘Os aseguro que no os conozco...’ Hay que estar vigilante y atentos. Es necesaria una apertura a la palabra de Dios para plantarla en nuestro corazón, para llevarla a nuestra vida. ‘Cuando el amo de casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera’. Andamos tantas veces despistados, entretenidos en tantas cosas, que no somos conscientes de la gracia que llega a nosotros. No vale decir ‘Señor, Señor’, sino que es necesario escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra. No nos vale decir que nosotros rezamos mucho o llevamos flores a la Virgen o cumplimos con nuestras promesas, si luego nuestra vida va por otros derroteros distintos a los del amor, si somos injustos en el trato con los demás, o realmente no hemos puesto el evangelio de Jesús en el centro de nuestra vida.
‘Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas del Reino y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán en la mesa en el Reino de Dios’. Todos están llamados a esa salvación, a sentarse en la mesa del Reino de Dios. Pero hemos de dar la respuesta de nuestra fe, vestirnos el vestido de fiesta - y ya hemos hablado de lo que significa vestirse el vestido de fiesta - para entrar en su Reino.
Recordamos otra ocasión en que Jesús pronuncia estas mismas palabras. Cuando aquel centurión romano, un pagano, que tiene un criado enfermo ruega a Jesús que lo cure, y al querer Jesús ir a su casa, él se siente indigno de que Jesús entre en su casa y cree que con solo su palabra podrá salvarlo. ‘Os aseguro, replicó Jesús, que en ninguno en Israel he encontrado tanta fe. Por eso os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del reino de los cielos, mientras los hijos del reino serán echados fuera a las tinieblas...’
‘Señor, ábrenos...’ le pedimos a Jesús, pero queremos poner toda nuestra fe; queremos abrir de verdad nuestro corazón a la Palabra de Dios para plantarla en nuestra vida y que dé fruto; queremos en verdad vestirnos con el vestido del amor y de la misericordia para que el Señor nos reconozca, a pesar de nuestras debilidades, flaquezas y despistes. El Señor es misericordioso y seguro que nos abrirá la puerta. Esforcémonos a entrar por la puerta estrecha de nuestra entrega, de nuestro amor, de nuestra fe.
martes, 28 de octubre de 2008
Los apóstoles nos congregan en la unidad y el amor (Santos Simón y Judas Tadeo)
Ef. 2, 19-22
Sal. 18
Lc. 6, 12-19
Nos recuerda el evangelio hoy proclamado la elección de los Apóstoles. ‘Jesús subió a la montaña a orar. Y pasó la noche orando a Dios... llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos, y los nombró a Apóstoles’. A continuación nos da el evangelista la lista de los doce escogidos y enviados.
Escogidos y enviados. Nombrados Apóstoles, que eso significa, los enviados. Nos dirá Jesús en otra ocasión ‘como el Padre me envió, así os envió yo a vosotros’. Cristo que viene a hacer la voluntad del Padre. Los Apóstoles que son enviados con la misma misión de Jesús.
¿Cuál es esa misión? Podemos recordar el envío de los setenta y dos discípulos a anunciar el Reino y a curar a los enfermos. O podemos recordar el envío final antes de la Ascensión al cielo. ‘Id por todo el mundo, haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado...’
Pero fijémonos en lo que hemos escuchado hoy de la carta de San Pablo a los Efesios. Ya hemos venido comentando este mismo texto en su lectura continuada en días pasados, pero eso mismo nos puede ayudar ahora. ‘Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular...’ Con Cristo, piedra angular, los apóstoles forman el cimiento de la Iglesia.
Con la misión de Cristo y su predicación edifican el edificio de la Iglesia, como templo consagrado al Señor. ‘Por El, por Cristo, todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor’, que nos decía san Pablo. Los apóstoles tienen la misión de anunciar la Palabra de salvación, que es palabra de conversión y de vida.
Los apóstoles nos congregan en la unidad y el amor. En torno a los apóstoles y sus sucesores, los obispos, se congrega la Iglesia (Iglesia local e Iglesia universal) por el anuncio de la Palabra, la profesión de la fe y por la oración y la celebración de los sacramentos. Con ellos nos convertimos también nosotros en testigos de la resurrección, porque de ellos hemos recibido su testimonio. Con ellos profesamos nuestra fe, la fe apostólica que es una de las características precisamente de la verdadera Iglesia de Cristo.
Así se formaron aquellas primeras comunidades cristianas en torno a los apóstoles por todo el mundo, siguiendo el mandato de Cristo. Así sigue creciendo la Iglesia en cada una de las Iglesias locales en comunión con toda la Iglesia universal. Así tendrá que resplandecer ese amor y esa unidad para que el mundo crea – Jesús ruega al Padre para que seamos uno y el mundo crea -, y para que el mundo se transforme por el amor.
Por eso es tan importante para la Iglesia la celebración de la fiesta de los apóstoles. Hoy celebramos a san Simón y san Judas Tadeo, aunque poco más sepamos de ellos que la referencia que nos hacen los evangelistas en las listas, son sin embargo unos apóstoles de Jesús, enviados por Jesús, y que se convierten para nosotros en transmisores de esa fe en Cristo resucitado.
Que como pedimos en la oraciones litúrgicas de este día, que ‘este memorial de la pasión de Jesús que estamos celebrando en honor de los santos apóstoles, nos ayude a perseverar en tu amor... y a celebrar dignamente estos santos misterios.... y así la iglesia siga creciendo con la conversión incesante de los pueblos’.
Sal. 18
Lc. 6, 12-19
Nos recuerda el evangelio hoy proclamado la elección de los Apóstoles. ‘Jesús subió a la montaña a orar. Y pasó la noche orando a Dios... llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos, y los nombró a Apóstoles’. A continuación nos da el evangelista la lista de los doce escogidos y enviados.
Escogidos y enviados. Nombrados Apóstoles, que eso significa, los enviados. Nos dirá Jesús en otra ocasión ‘como el Padre me envió, así os envió yo a vosotros’. Cristo que viene a hacer la voluntad del Padre. Los Apóstoles que son enviados con la misma misión de Jesús.
¿Cuál es esa misión? Podemos recordar el envío de los setenta y dos discípulos a anunciar el Reino y a curar a los enfermos. O podemos recordar el envío final antes de la Ascensión al cielo. ‘Id por todo el mundo, haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado...’
Pero fijémonos en lo que hemos escuchado hoy de la carta de San Pablo a los Efesios. Ya hemos venido comentando este mismo texto en su lectura continuada en días pasados, pero eso mismo nos puede ayudar ahora. ‘Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular...’ Con Cristo, piedra angular, los apóstoles forman el cimiento de la Iglesia.
Con la misión de Cristo y su predicación edifican el edificio de la Iglesia, como templo consagrado al Señor. ‘Por El, por Cristo, todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor’, que nos decía san Pablo. Los apóstoles tienen la misión de anunciar la Palabra de salvación, que es palabra de conversión y de vida.
Los apóstoles nos congregan en la unidad y el amor. En torno a los apóstoles y sus sucesores, los obispos, se congrega la Iglesia (Iglesia local e Iglesia universal) por el anuncio de la Palabra, la profesión de la fe y por la oración y la celebración de los sacramentos. Con ellos nos convertimos también nosotros en testigos de la resurrección, porque de ellos hemos recibido su testimonio. Con ellos profesamos nuestra fe, la fe apostólica que es una de las características precisamente de la verdadera Iglesia de Cristo.
Así se formaron aquellas primeras comunidades cristianas en torno a los apóstoles por todo el mundo, siguiendo el mandato de Cristo. Así sigue creciendo la Iglesia en cada una de las Iglesias locales en comunión con toda la Iglesia universal. Así tendrá que resplandecer ese amor y esa unidad para que el mundo crea – Jesús ruega al Padre para que seamos uno y el mundo crea -, y para que el mundo se transforme por el amor.
Por eso es tan importante para la Iglesia la celebración de la fiesta de los apóstoles. Hoy celebramos a san Simón y san Judas Tadeo, aunque poco más sepamos de ellos que la referencia que nos hacen los evangelistas en las listas, son sin embargo unos apóstoles de Jesús, enviados por Jesús, y que se convierten para nosotros en transmisores de esa fe en Cristo resucitado.
Que como pedimos en la oraciones litúrgicas de este día, que ‘este memorial de la pasión de Jesús que estamos celebrando en honor de los santos apóstoles, nos ayude a perseverar en tu amor... y a celebrar dignamente estos santos misterios.... y así la iglesia siga creciendo con la conversión incesante de los pueblos’.
lunes, 27 de octubre de 2008
Sed imitadores de Dios como hijos queridos
Ef. 4, 32 – 5, 1-8
Sal. 1
Lc. 13, 10-17
‘Antes sí erais tinieblas, pero ahora, como cristianos, sois luz. Vivid como hijos de la luz’. Cuando estamos lejos de Cristo, estamos en las tinieblas. Cristo es nuestra luz. Y como hijos de la luz tenemos que caminar, tenemos que vivir, nos dice el apóstol. Lejos entonces de nosotros todo lo que sean las obras de las tinieblas. Podemos apreciar cómo Pablo pone toda la ternura de su corazón cuando les habla a los efesios. Como un padre bueno que aconseja a sus hijos a caminar por los caminos del bien, sus palabras parecen salidas del corazón.
Estas palabras las decía Pablo a aquella comunidad de Éfeso. Una comunidad formada por cristianos ahora, pero provenían del paganismo y también del mundo judío. No habían conocido a Cristo, luego no habían conocido la luz, estaban en las tinieblas. A ellos había llegado la Buena Noticia, el Evangelio de Jesús y había creído. Ahora eran hijos de la luz.
Pero podríamos pensar, bueno, Pablo escribió esto para aquellos cristianos que tenían esa situación concreta y especial, pero nosotros somos cristianos de toda la vida. A nosotros no nos valen esas palabras, porque no provenimos de las tinieblas. Fuimos bautizados de pequeños, hemos sido cristianos siempre... Vano error. Aunque nuestra situación es distinta a la de los efesios, ¿acaso podemos decir que siempre hemos estado en la luz de Cristo?
Sí, tenemos que preguntárnoslo y razonar. ¿Es que acaso nunca nos hemos alejado de Cristo por el pecado? Entonces cada vez que caímos en el pecado, volvimos a las tinieblas. Pero aún más, ¿no nos habrá podido suceder que a lo largo de nuestra vida hayamos vivido lejos de la religión y de la vida cristiana, contentándonos con cumplimientos o sólo nos acercábamos a la Iglesia en contadas ocasiones?
Hemos de reconocer que a muchos ha podido suceder así. Y en un momento determinado ha habido una llamada especial del Señor, hemos sentido que Dios nos tocaba el corazón en algunas determinadas circunstancias, o por el camino que haya sido ahora nos ha llevado a estar más cerca de la Iglesia, de Cristo, de la vida sacramental. Hemos de reconocer, pues, que ha habido momentos en nuestra vida que hemos estado lejos de la luz, metidos en las tinieblas, y ahora hemos vuelto a un encuentro con Cristo que nos ha llenado de luz. Cada uno tenemos nuestra historia personal de salvación.
Por eso cuando escuchamos la Palabra hemos de sentir que es una Palabra que el Señor nos dirige a nosotros, en nuestra vida concreta. Y hoy nos está pidiendo que vivamos en verdad como hijos de la luz. ‘Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivir en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor’.
Y nos pide con esa ternura, con un amor especial. ‘Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo’. Por eso nos pide que nos alejemos de todo aquello que es indigno de nuestra condición de cristianos, de un pueblo de santos. ‘La inmoralidad, indecencia, afán de dinero – que es una idolatría -... las chabacanerías, estupideces o frases de doble sentido... todo esto está fuera de sitio’.
E insiste: ‘Meteos esto en la cabeza... lo vuestro es alabar a Dios’. Nos llama un pueblo santo. Así comienza muchas veces sus cartas dirigiéndose a los santos de la Iglesia de... Santos porque hemos sido elegidos, convocados y llamados a la santidad. Santos porque hemos sido ya consagrados en el bautismo. Es nuestra condición y lo que tenemos que ser.
Que vivamos, pues, como hijos de la luz, como pueblo santo, alejando de nosotros todo lo que es indigno de nuestro nombre y condición de cristianos. Que en todo siempre sepamos alabar al Señor, bendecir su nombre, hacer todo siempre para su gloria.
Sal. 1
Lc. 13, 10-17
‘Antes sí erais tinieblas, pero ahora, como cristianos, sois luz. Vivid como hijos de la luz’. Cuando estamos lejos de Cristo, estamos en las tinieblas. Cristo es nuestra luz. Y como hijos de la luz tenemos que caminar, tenemos que vivir, nos dice el apóstol. Lejos entonces de nosotros todo lo que sean las obras de las tinieblas. Podemos apreciar cómo Pablo pone toda la ternura de su corazón cuando les habla a los efesios. Como un padre bueno que aconseja a sus hijos a caminar por los caminos del bien, sus palabras parecen salidas del corazón.
Estas palabras las decía Pablo a aquella comunidad de Éfeso. Una comunidad formada por cristianos ahora, pero provenían del paganismo y también del mundo judío. No habían conocido a Cristo, luego no habían conocido la luz, estaban en las tinieblas. A ellos había llegado la Buena Noticia, el Evangelio de Jesús y había creído. Ahora eran hijos de la luz.
Pero podríamos pensar, bueno, Pablo escribió esto para aquellos cristianos que tenían esa situación concreta y especial, pero nosotros somos cristianos de toda la vida. A nosotros no nos valen esas palabras, porque no provenimos de las tinieblas. Fuimos bautizados de pequeños, hemos sido cristianos siempre... Vano error. Aunque nuestra situación es distinta a la de los efesios, ¿acaso podemos decir que siempre hemos estado en la luz de Cristo?
Sí, tenemos que preguntárnoslo y razonar. ¿Es que acaso nunca nos hemos alejado de Cristo por el pecado? Entonces cada vez que caímos en el pecado, volvimos a las tinieblas. Pero aún más, ¿no nos habrá podido suceder que a lo largo de nuestra vida hayamos vivido lejos de la religión y de la vida cristiana, contentándonos con cumplimientos o sólo nos acercábamos a la Iglesia en contadas ocasiones?
Hemos de reconocer que a muchos ha podido suceder así. Y en un momento determinado ha habido una llamada especial del Señor, hemos sentido que Dios nos tocaba el corazón en algunas determinadas circunstancias, o por el camino que haya sido ahora nos ha llevado a estar más cerca de la Iglesia, de Cristo, de la vida sacramental. Hemos de reconocer, pues, que ha habido momentos en nuestra vida que hemos estado lejos de la luz, metidos en las tinieblas, y ahora hemos vuelto a un encuentro con Cristo que nos ha llenado de luz. Cada uno tenemos nuestra historia personal de salvación.
Por eso cuando escuchamos la Palabra hemos de sentir que es una Palabra que el Señor nos dirige a nosotros, en nuestra vida concreta. Y hoy nos está pidiendo que vivamos en verdad como hijos de la luz. ‘Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivir en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor’.
Y nos pide con esa ternura, con un amor especial. ‘Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo’. Por eso nos pide que nos alejemos de todo aquello que es indigno de nuestra condición de cristianos, de un pueblo de santos. ‘La inmoralidad, indecencia, afán de dinero – que es una idolatría -... las chabacanerías, estupideces o frases de doble sentido... todo esto está fuera de sitio’.
E insiste: ‘Meteos esto en la cabeza... lo vuestro es alabar a Dios’. Nos llama un pueblo santo. Así comienza muchas veces sus cartas dirigiéndose a los santos de la Iglesia de... Santos porque hemos sido elegidos, convocados y llamados a la santidad. Santos porque hemos sido ya consagrados en el bautismo. Es nuestra condición y lo que tenemos que ser.
Que vivamos, pues, como hijos de la luz, como pueblo santo, alejando de nosotros todo lo que es indigno de nuestro nombre y condición de cristianos. Que en todo siempre sepamos alabar al Señor, bendecir su nombre, hacer todo siempre para su gloria.
domingo, 26 de octubre de 2008
Gasta tu vida por amor y Cristo está resucitado en ti
Ex. 22, 20-26; Sal. 17; 1Tes. 1, 5-10; Mt. 22, 34-40
A primera vista parece fácil y cosa aprendida de memoria el mensaje que nos proclama la Palabra de Dios hoy; cosa que todos nos sabemos, pero ya sabemos que no es suficiente con saberlo. Pienso que aunque lo sepamos muy bien, bueno es que nos detengamos a reflexionar una y otra vez en la Palabra que Dios nos dice en este domingo.
‘Los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron un grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?’ Lo que responde Jesús era cosa que todo judío sabía, y más si quien lo preguntaba era un experto en la ley, pues habían de repetirlo hasta tres veces al día. Sin embargo habían llenado su vida de tantos preceptos – el pueblo judío tenía un total de 613 preceptos, 248 positivos y 365 negativos – que ahora vienen a preguntar qué es lo principal. Por eso decía no es cuestión sólo de saberlo.
Nos sucede a nosotros también. A cualquiera que se le pregunte te dirá que lo importante, la verdadera religión es amar, y amar a los demás. Como suele decir la gente, pórtate bien con los demás y eso es lo importante. Lo sabemos, pero bien que nos cuesta. La palabra amar o amor es la más repetida. La decimos y la cantamos, la repetimos y la escribimos de mil maneras, los poetas escriben cosas bellas del amor, pero sin embargo todos sentimos que es algo que nos falta, algo que sigue faltando en nuestra humanidad tan deshumanizada muchas veces. No puede ser una palabra dicha que se lleva el viento, ni una palabra repetida y dicha sin hondo sentido. Como nos dice san Pablo en la carta a los Corintios, ‘si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe; si no tengo amor, haga lo que haga de nada me sirve’.
Jesús nos está enseñando que para decirlo con sentido tenemos que mirar hacia arriba y mirar hacia el frente. ¿Qué quiero decir? Mirar hacia arriba, porque primero que nada tenemos que mirar hacia Dios. Es lo más hondo que tenemos que sentir: ese amor a Dios ‘con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. No puede ser un amor cualquiera, un amor con medidas limitadas, un amor raquítico y mezquino, sino que tiene que ser un amor total.
Un amor que se hace escucha de la Palabra que Dios nos dice; un amor que tiene que hacer relación íntima y profunda con Dios en la oración; un amor que es apertura para hacer en todo su voluntad; un amor que hace poner a Dios en el centro de nuestra vida, como única razón y sentido de todo mi vivir y de todo mi amor.
Pero decíamos que también hemos de mirar hacia el frente. Es mirar al prójimo que es mi hermano. Por eso digo mirar de frente, porque no es mirar hacia abajo; porque si para mirar al otro tenemos que mirar hacia abajo es que nosotros nos hemos puesto por arriba, nos habremos puesto en un pedestal y eso no es amor; miro de frente porque miro al hermano que es igual y está a mi misma altura, caminando a mi lado. Los paternalismos y las compasiones sentimentales no son la mejor expresión del amor.
Y es que no es posible amar a Dios si no amamos al hermano. Por eso Jesús nos dice hoy que ‘el segundo es semejante’. No puede haber el uno sin el otro. Y la medida primera que Jesús nos propone para ese amor es el amor a uno mismo. ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’, nos dice Jesús. Tratar a los demás como quisiéramos que nos trataran. No hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros.
Pero pienso una cosa. Cuando amamos tenemos que poner rostros concretos a quienes amamos. Amamos a Dios y vemos su rostro manifestado en Cristo Jesús, porque quien ve a Jesús, ve al Padre, ve a Dios. No podemos decir simplemente que amamos a todos. Se quedaría como muy en el aire. Tenemos que amar a cada uno de forma concreta, con rostros concretos.
Por eso digo, poner rostros a ese amor. Y es el rostro de ese hermano que está a mi lado, sea quien sea, me caiga bien o me caiga mal; y es el rostro de ese enfermo, de ese anciano, de ese discapacitado que no se puede valer en muchas cosas y a quien tengo que tender una mano, de ese pobre con el que me cruzo por la calle, o es el rostro de ese emigrante que llega las puertas de nuestra tierra; y así tenemos que seguir poniendo rostros concretos para nuestro amor (no hace falta que yo ponga más ejemplos concretos porque todos sabemos a lo que nos referimos), para que así nuestro amor sea también concreto. A cada uno de los que tenemos que amar tenemos que ponerle un rostro concreto para que sea más auténtico y verdadero nuestro amor.
En la primera lectura del libro del Éxodo, y fijaos que es un texto del Antiguo Testamento, se nos ponen rostros concretos en las viudas y los huérfanos, en el forastero, o en el pobre que nada tiene. Serás hospitalario, no te aprovecharás de los débiles, no oprimirás a nadie, no te beneficiarás a costa de los pobres, no te apropiarás de lo ajeno, viene a decirnos el texto sagrado. ‘Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo’, nos dice el Señor, para movernos a que nosotros seamos también compasivos y tengamos un corazón lleno de amor para los demás.
Es nuestro distintivo. Es el mandamiento que Jesús nos ha dejado. Es la forma mejor que tenemos de manifestar nuestra fe. Es la forma de gritar ante el mundo nuestra fe en Jesús resucitado. Es la expresión más excelsa del Reino nuevo de Dios que Jesús ha instaurado y en el que nosotros queremos vivir. Es lo que ahora estamos celebrando en esta Eucaristía, que es un compromiso de amor y que es también la ofrenda de amor que nosotros queremos presentar al Señor. Es para lo que nosotros venimos aquí a la Eucaristía para alimentarnos de Jesús para que podamos amar con un amor como el suyo.Cuando estaba preparando esta reflexión me encontré que un amigo había puesto casi como lema en su msn de internet, ‘cada vez que gastas tu vida por amor, Cristo está resucitando en ti’. Que así sea en el día a día de nuestra vida.
A primera vista parece fácil y cosa aprendida de memoria el mensaje que nos proclama la Palabra de Dios hoy; cosa que todos nos sabemos, pero ya sabemos que no es suficiente con saberlo. Pienso que aunque lo sepamos muy bien, bueno es que nos detengamos a reflexionar una y otra vez en la Palabra que Dios nos dice en este domingo.
‘Los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron un grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?’ Lo que responde Jesús era cosa que todo judío sabía, y más si quien lo preguntaba era un experto en la ley, pues habían de repetirlo hasta tres veces al día. Sin embargo habían llenado su vida de tantos preceptos – el pueblo judío tenía un total de 613 preceptos, 248 positivos y 365 negativos – que ahora vienen a preguntar qué es lo principal. Por eso decía no es cuestión sólo de saberlo.
Nos sucede a nosotros también. A cualquiera que se le pregunte te dirá que lo importante, la verdadera religión es amar, y amar a los demás. Como suele decir la gente, pórtate bien con los demás y eso es lo importante. Lo sabemos, pero bien que nos cuesta. La palabra amar o amor es la más repetida. La decimos y la cantamos, la repetimos y la escribimos de mil maneras, los poetas escriben cosas bellas del amor, pero sin embargo todos sentimos que es algo que nos falta, algo que sigue faltando en nuestra humanidad tan deshumanizada muchas veces. No puede ser una palabra dicha que se lleva el viento, ni una palabra repetida y dicha sin hondo sentido. Como nos dice san Pablo en la carta a los Corintios, ‘si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe; si no tengo amor, haga lo que haga de nada me sirve’.
Jesús nos está enseñando que para decirlo con sentido tenemos que mirar hacia arriba y mirar hacia el frente. ¿Qué quiero decir? Mirar hacia arriba, porque primero que nada tenemos que mirar hacia Dios. Es lo más hondo que tenemos que sentir: ese amor a Dios ‘con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser’. No puede ser un amor cualquiera, un amor con medidas limitadas, un amor raquítico y mezquino, sino que tiene que ser un amor total.
Un amor que se hace escucha de la Palabra que Dios nos dice; un amor que tiene que hacer relación íntima y profunda con Dios en la oración; un amor que es apertura para hacer en todo su voluntad; un amor que hace poner a Dios en el centro de nuestra vida, como única razón y sentido de todo mi vivir y de todo mi amor.
Pero decíamos que también hemos de mirar hacia el frente. Es mirar al prójimo que es mi hermano. Por eso digo mirar de frente, porque no es mirar hacia abajo; porque si para mirar al otro tenemos que mirar hacia abajo es que nosotros nos hemos puesto por arriba, nos habremos puesto en un pedestal y eso no es amor; miro de frente porque miro al hermano que es igual y está a mi misma altura, caminando a mi lado. Los paternalismos y las compasiones sentimentales no son la mejor expresión del amor.
Y es que no es posible amar a Dios si no amamos al hermano. Por eso Jesús nos dice hoy que ‘el segundo es semejante’. No puede haber el uno sin el otro. Y la medida primera que Jesús nos propone para ese amor es el amor a uno mismo. ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’, nos dice Jesús. Tratar a los demás como quisiéramos que nos trataran. No hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros.
Pero pienso una cosa. Cuando amamos tenemos que poner rostros concretos a quienes amamos. Amamos a Dios y vemos su rostro manifestado en Cristo Jesús, porque quien ve a Jesús, ve al Padre, ve a Dios. No podemos decir simplemente que amamos a todos. Se quedaría como muy en el aire. Tenemos que amar a cada uno de forma concreta, con rostros concretos.
Por eso digo, poner rostros a ese amor. Y es el rostro de ese hermano que está a mi lado, sea quien sea, me caiga bien o me caiga mal; y es el rostro de ese enfermo, de ese anciano, de ese discapacitado que no se puede valer en muchas cosas y a quien tengo que tender una mano, de ese pobre con el que me cruzo por la calle, o es el rostro de ese emigrante que llega las puertas de nuestra tierra; y así tenemos que seguir poniendo rostros concretos para nuestro amor (no hace falta que yo ponga más ejemplos concretos porque todos sabemos a lo que nos referimos), para que así nuestro amor sea también concreto. A cada uno de los que tenemos que amar tenemos que ponerle un rostro concreto para que sea más auténtico y verdadero nuestro amor.
En la primera lectura del libro del Éxodo, y fijaos que es un texto del Antiguo Testamento, se nos ponen rostros concretos en las viudas y los huérfanos, en el forastero, o en el pobre que nada tiene. Serás hospitalario, no te aprovecharás de los débiles, no oprimirás a nadie, no te beneficiarás a costa de los pobres, no te apropiarás de lo ajeno, viene a decirnos el texto sagrado. ‘Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo’, nos dice el Señor, para movernos a que nosotros seamos también compasivos y tengamos un corazón lleno de amor para los demás.
Es nuestro distintivo. Es el mandamiento que Jesús nos ha dejado. Es la forma mejor que tenemos de manifestar nuestra fe. Es la forma de gritar ante el mundo nuestra fe en Jesús resucitado. Es la expresión más excelsa del Reino nuevo de Dios que Jesús ha instaurado y en el que nosotros queremos vivir. Es lo que ahora estamos celebrando en esta Eucaristía, que es un compromiso de amor y que es también la ofrenda de amor que nosotros queremos presentar al Señor. Es para lo que nosotros venimos aquí a la Eucaristía para alimentarnos de Jesús para que podamos amar con un amor como el suyo.Cuando estaba preparando esta reflexión me encontré que un amigo había puesto casi como lema en su msn de internet, ‘cada vez que gastas tu vida por amor, Cristo está resucitando en ti’. Que así sea en el día a día de nuestra vida.