2Tim. 4, 9-17
Sal. 144
Lc. 10, 1-9
‘Designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó por delante, de dos en dos... Pones en camino... cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa... curad a los enfermos que haya, y decid: Está cerca el Reino de Dios...’
Es la misión de los enviados. Anunciar la Buena Nueva de que el Reino de Dios está cerca. Mensajeros del Evangelio, evangelizadores, evangelistas. Al final, antes de la Ascensión, serán enviados también para ser ‘mis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra...’ Misión de todo creyente en Jesús que se convierte en testigo, en un enviado a evangelizar, a anunciar el Evangelio.
Hoy estamos celebrando a un Evangelista, Lucas. De origen pagano y probablemente de Antioquia, se convirtió a la fe, acompañó a san Pablo en alguno de sus viajes, y que se convierte en evangelizador, en evangelista que nos ha trasmitido el Evangelio que lleva su nombre.
No conoció a Jesús y sin embargo nos trasmite su evangelio lleno de detalles de la vida de Jesús, que incluso algunos que los otros evangelistas no nos trasmiten. Pero quiso conocer a fondo a Jesús e investigó. Como dice él mismo en el principio de su evangelio ‘me ha parecido también a mí, después de haber investigado cuidadosamente todo lo sucedido desde el principio, escribirte una exposición detallada para que llegues a comprender la autenticidad de las enseñanzas que has recibido’.
Como decíamos en la oración litúrgica, ‘elegiste a san Lucas para que nos revelara con su predicación y sus escritos tu amor a los pobres...’ Con todo detalle insiste el evangelista esa cercanía de Jesús a los pobres y a los que sufren, a los marginados y a los pecadores. Ya, cuando nos presenta a Jesús en la Sinagoga de Nazaret se nos habla de ese evangelio que se ha de anunciar a los pobres. ‘El Espíritu está sobre mí porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres...’ Y así lo veremos a través de todo el evangelio.
Evangelio de la misericordia, del perdón, de la paz y de la alegría. Las más bellas parábolas de la misericordia y del amor de Dios, como la del hijo pródigo, los gestos más sorprendentes de cercanía a los pobres y a los marginados, las más hermosas muestras del amor que se hace perdón – la mujer pecadora que llora a sus pies, la mirada de amor a Pedro tras la negación o la promesa del paraíso al ladrón arrepentido en la cruz -, la paz y la alegría que va repartiendo con su presencia – desde el anuncio invitando a la alegría por la llegada de la paz a los hombres de buena voluntad en su nacimiento o como hemos visto hoy mismo su mandato de llevar la paz anunciando el evangelio – y tantos otros momentos que sería bueno repasar en las páginas del evangelio.
Pero todo ello se ha de traducir luego en un nuevo estilo de vivir. Por eso, en los Hechos de los Apóstoles estaremos viendo la imagen que nos da Lucas de lo que han de vivir los que cree en Jesús. Es la descripción que nos hace de las primeras comunidades de Jerusalén. ‘Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común... en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común...’ Todos se admiraban de ese nuevo modo de vivir y de cómo se amaban y con ese testimonio se convertían a la vez en anunciadores del Evangelio.
Es lo que también hemos pedido en la oración litúrgica, ‘Concede, a cuantos se glorían en Cristo, vivir con un mismo corazón y un mismo espíritu y atraer a todos los hombres a la salvación’.
Pero hemos de hacernos una consideración. Si al contemplar la obra y la figura de un evangelista, sentimos al mismo tiempo la urgencia de que nosotros hemos de ser también evangelizadores, porque a la larga esa es la misión que Cristo nos ha confiado, creo que antes tendríamos que saber hacer como Lucas. Nos pudo hablar con tanto conocimiento y tanto detalle y profundidad de Jesús y del Evangelio, porque antes se había preocupado de conocer a Jesús, como ya vimos.
Que nosotros también cada día más queramos crecer en ese conocimiento de Jesús, Que nosotros cada día más tengamos también esas ansias de empaparnos del Evangelio, y lo leamos, los reflexiones, no oremos para llenarnos verdaderamente de El y así podamos convertirnos en verdaderos evangelistas, evangelizadores, para los demás.
‘Que el Señor nos dé fortaleza para confesar con fe el Evangelio que san Lucas nos predicó’.
sábado, 18 de octubre de 2008
viernes, 17 de octubre de 2008
Trigo de Cristo soy (San Ignacio de Antioquia)
Filp. 3, 17-4,1
Sal. 33
Jn. 12, 24-26
‘Nosotros, por lo contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo...’ Ciudadanos del cielo y tan aferrados como estamos a la tierra. Ciudadanos del cielo y que poca trascendencia le damos a la vida, a lo que hacemos. Ciudadanos del cielo y sólo pensamos en nuestros disfrutes humanos y caducos.
La celebración de los santos, como San Ignacio de Antioquia que hoy estamos celebrando, nos lo recuerda. Su ejemplo y testimonio tendría que hacernos despertar.
Es cierto que vivimos en este mundo, y aquí tenemos una obra que realizar, porque Dios nos lo ha puesto en nuestras manos. Y tenemos que vivir con responsabilidad esta etapa de nuestra vida terrena. Pero, ¿dónde está nuestra meta? ¿dónde podremos alcanzar la verdadera plenitud?
Hoy el evangelio nos ha dicho dos cosas hermosas. ‘Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero su muere, da mucho fruto’. Es la entrega con que hemos de vivir nuestra vida. Es el amor que hemos de poner en lo que hacemos y vivimos. Es el amor el que va a dar verdadera fecundidad a nuestra vida. No podemos vivir encerrados en nosotros mismos.
Por eso nos decía Jesús a continuación: ‘El que ama su vida la perderá; pero el que gasta su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna’. Gastemos nuestra vida en el amor, en el darnos por los demás, en la responsabilidad con que vivimos nuestra existencia, no pensando sólo en una ganancia material. Guardemos nuestra vida para la vida eterna, gastándola por el amor de Dios y a los demás.
Como decía antes, los santos son ejemplo y estímulo. San Ignacio de Antioquia, al que hoy celebramos, fue el segundo obispo de aquella Iglesia después de san Pedro. Fueron tiempos de persecuciones y era llevado preso a Roma porque había sido condenado a morir en las fieras. En el largo recorrido desde Antioquia a Roma, pasó por diversas Iglesias de Asia Menor, y fue dejando una serie de cartas que les dirigía a aquellas Iglesia que conservamos como un testimonio muy hermoso de lo que era la vida de aquellas primeras comunidades cristianas.
En la carta que dirigió a los cristianos de Roma a donde había que llegar les dice cosas muy hermosas de cómo veía él su muerte. No quería que hicieran nada para impedirle el martirio. ‘Permitid que imite la pasión de mi Dios’, les decía. ‘No quiero vivir ya la vida terrena... rogad por mí para que llegue a la meta’.
Es hermoso cómo desea el martirio. No es que desee la muerte por la muerte, por así decirlo, para acabar esta vida de sufrimientos. El quiere unirse a la pasión de Cristo, como ya vimos. Y nos dice algo hermoso. ‘Trigo de Cristo soy: seré molido por los dientes de las fieras a fin de llegar a ser pan de Cristo’. Verdaderamente sublime la espiritualidad de San Ignacio de Antioquia. Por eso decía: ‘Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios’.
¿Dónde encuentra su fuerza para esta donación tan excelsa que hace de sí mismo? ‘Lo que deseo es el Pan de Dios, que es la Carne de Jesucristo... y la bebida de su Sangre, que es la caridad incorruptible...’ En Cristo encuentra su fuerza y su alimento. En Cristo encuentra la capacidad de ese amor sin límites.
Estamos celebrando la Eucaristía. Estamos queriendo alimentarnos también nosotros de Cristo, para que así se fortalezca nuestro amor. ¡Con qué deseos tendríamos que venir cada día a la celebración de la Eucaristía! ¡Con qué intensidad tendríamos que vivirla para alimentarnos de Cristo! No seremos molidos por los dientes de las fieras, pero sí podemos hacer nosotros esa ofrenda de nuestra vida, de lo que somos, de nuestros sufrimientos, de todo nuestro amor.
Caminemos hacia la meta donde tenemos la patria definitiva.
Sal. 33
Jn. 12, 24-26
‘Nosotros, por lo contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo...’ Ciudadanos del cielo y tan aferrados como estamos a la tierra. Ciudadanos del cielo y que poca trascendencia le damos a la vida, a lo que hacemos. Ciudadanos del cielo y sólo pensamos en nuestros disfrutes humanos y caducos.
La celebración de los santos, como San Ignacio de Antioquia que hoy estamos celebrando, nos lo recuerda. Su ejemplo y testimonio tendría que hacernos despertar.
Es cierto que vivimos en este mundo, y aquí tenemos una obra que realizar, porque Dios nos lo ha puesto en nuestras manos. Y tenemos que vivir con responsabilidad esta etapa de nuestra vida terrena. Pero, ¿dónde está nuestra meta? ¿dónde podremos alcanzar la verdadera plenitud?
Hoy el evangelio nos ha dicho dos cosas hermosas. ‘Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero su muere, da mucho fruto’. Es la entrega con que hemos de vivir nuestra vida. Es el amor que hemos de poner en lo que hacemos y vivimos. Es el amor el que va a dar verdadera fecundidad a nuestra vida. No podemos vivir encerrados en nosotros mismos.
Por eso nos decía Jesús a continuación: ‘El que ama su vida la perderá; pero el que gasta su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna’. Gastemos nuestra vida en el amor, en el darnos por los demás, en la responsabilidad con que vivimos nuestra existencia, no pensando sólo en una ganancia material. Guardemos nuestra vida para la vida eterna, gastándola por el amor de Dios y a los demás.
Como decía antes, los santos son ejemplo y estímulo. San Ignacio de Antioquia, al que hoy celebramos, fue el segundo obispo de aquella Iglesia después de san Pedro. Fueron tiempos de persecuciones y era llevado preso a Roma porque había sido condenado a morir en las fieras. En el largo recorrido desde Antioquia a Roma, pasó por diversas Iglesias de Asia Menor, y fue dejando una serie de cartas que les dirigía a aquellas Iglesia que conservamos como un testimonio muy hermoso de lo que era la vida de aquellas primeras comunidades cristianas.
En la carta que dirigió a los cristianos de Roma a donde había que llegar les dice cosas muy hermosas de cómo veía él su muerte. No quería que hicieran nada para impedirle el martirio. ‘Permitid que imite la pasión de mi Dios’, les decía. ‘No quiero vivir ya la vida terrena... rogad por mí para que llegue a la meta’.
Es hermoso cómo desea el martirio. No es que desee la muerte por la muerte, por así decirlo, para acabar esta vida de sufrimientos. El quiere unirse a la pasión de Cristo, como ya vimos. Y nos dice algo hermoso. ‘Trigo de Cristo soy: seré molido por los dientes de las fieras a fin de llegar a ser pan de Cristo’. Verdaderamente sublime la espiritualidad de San Ignacio de Antioquia. Por eso decía: ‘Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios’.
¿Dónde encuentra su fuerza para esta donación tan excelsa que hace de sí mismo? ‘Lo que deseo es el Pan de Dios, que es la Carne de Jesucristo... y la bebida de su Sangre, que es la caridad incorruptible...’ En Cristo encuentra su fuerza y su alimento. En Cristo encuentra la capacidad de ese amor sin límites.
Estamos celebrando la Eucaristía. Estamos queriendo alimentarnos también nosotros de Cristo, para que así se fortalezca nuestro amor. ¡Con qué deseos tendríamos que venir cada día a la celebración de la Eucaristía! ¡Con qué intensidad tendríamos que vivirla para alimentarnos de Cristo! No seremos molidos por los dientes de las fieras, pero sí podemos hacer nosotros esa ofrenda de nuestra vida, de lo que somos, de nuestros sufrimientos, de todo nuestro amor.
Caminemos hacia la meta donde tenemos la patria definitiva.
jueves, 16 de octubre de 2008
Unas bendiciones de Dios para cantar la mejor alabanza y bendición
Efes. 1, 1-10
Sal. 97
Lc. 11, 47-54
‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales...’
Hemos comenzado a leer en la lectura continuada la carta de San Pablo a los cristianos de Éfeso, que continuaremos durante un par de semanas. Una comunidad donde Pablo había anunciado el evangelio y en la que había permanecido durantes largas temporadas, y en la que finalmente dejaría a su discípulo Timoteo como Obispo de aquella comunidad. Una ciudad importante en el Asia Menor, de gran riqueza y de gran sabiduría. Pero lo que nos importa ahora es la Sabiduría divina que se nos manifiesta en la carta del Apóstol.
Tras los saludos iniciales – ‘la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo’ - el apóstol entona un cántico de bendición a Dios, por todas las bendiciones que de El hemos recibido en Cristo y que todo ha de redundar al mismo tiempo desde la respuesta de nuestra vida en alabanza de nuevo al Señor. ‘Con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales...’ dice el apóstol.
Y como nos dice a continuación es que ‘en la persona de Cristo nos eligió para que fuésemos santos e irreprochables... nos ha destinado a ser sus hijos... y por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados... dándonos a conocer el Misterio de su voluntad...’ y ¿cuál era el proyecto de Dios para nosotros? ‘Cuando llegase el momento culminante recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra’.
Cristo es el centro de todo. De El todo lo recibimos, y con El todo tiene que ser para la gloria de Dios. ‘Redunde en alabanza suya’. Tenemos que pensar en todo lo que en Cristo recibimos y al mismo tiempo a lo que estamos llamados y destinados. El perdón y la redención. Ser hijos de Dios. Vivir una vida santa e irreprochable.
Pero ¿por qué todo eso? ¿Por merecimiento nuestro? No, por el puro amor de Dios. Desde siempre – ‘antes de crear el mundo’ -, ‘por pura iniciativa suya’, por su sangre derramada, por el amor que nos tiene nos regala Dios con tantas bendiciones. ‘El tesoro de su gracia , sabiduría y prudencia ha sido un derroche para nosotros...’ ¿No es justo, entonces, que nosotros respondamos bendiciendo y alabando a Dios?
Un texto, este cántico del principio de la carta a los Efesios, que nos daría para largas y hondas reflexiones. Aquí sólo quedan apuntadas las líneas de fuerza del texto. Nos quedaría para nuestra reflexión personal ver todas esas bendiciones y gracias con las que el Señor ha adornado nuestra vida. Verlo de una forma concreta en nuestra historia personal. Y al ir desgranando en nuestro pensamiento y en nuestro corazón cada una de esas gracias del Señor, hacer que surja esa alabanza, esa bendición y esa acción de gracias a Dios, que nos quiere hijos, que nos quiere puros y limpios de pecados, que nos quiere santos.
Todo siempre para la gloria del Señor. Si en Cristo hemos recibido todas esas bendiciones, Cristo tiene que ser entonces el centro de nuestra vida y de nuestra historia. Por eso lo llamamos el Señor, lo proclamamos el Reino del hombre y del universo.
Sal. 97
Lc. 11, 47-54
‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales...’
Hemos comenzado a leer en la lectura continuada la carta de San Pablo a los cristianos de Éfeso, que continuaremos durante un par de semanas. Una comunidad donde Pablo había anunciado el evangelio y en la que había permanecido durantes largas temporadas, y en la que finalmente dejaría a su discípulo Timoteo como Obispo de aquella comunidad. Una ciudad importante en el Asia Menor, de gran riqueza y de gran sabiduría. Pero lo que nos importa ahora es la Sabiduría divina que se nos manifiesta en la carta del Apóstol.
Tras los saludos iniciales – ‘la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo’ - el apóstol entona un cántico de bendición a Dios, por todas las bendiciones que de El hemos recibido en Cristo y que todo ha de redundar al mismo tiempo desde la respuesta de nuestra vida en alabanza de nuevo al Señor. ‘Con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales...’ dice el apóstol.
Y como nos dice a continuación es que ‘en la persona de Cristo nos eligió para que fuésemos santos e irreprochables... nos ha destinado a ser sus hijos... y por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados... dándonos a conocer el Misterio de su voluntad...’ y ¿cuál era el proyecto de Dios para nosotros? ‘Cuando llegase el momento culminante recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra’.
Cristo es el centro de todo. De El todo lo recibimos, y con El todo tiene que ser para la gloria de Dios. ‘Redunde en alabanza suya’. Tenemos que pensar en todo lo que en Cristo recibimos y al mismo tiempo a lo que estamos llamados y destinados. El perdón y la redención. Ser hijos de Dios. Vivir una vida santa e irreprochable.
Pero ¿por qué todo eso? ¿Por merecimiento nuestro? No, por el puro amor de Dios. Desde siempre – ‘antes de crear el mundo’ -, ‘por pura iniciativa suya’, por su sangre derramada, por el amor que nos tiene nos regala Dios con tantas bendiciones. ‘El tesoro de su gracia , sabiduría y prudencia ha sido un derroche para nosotros...’ ¿No es justo, entonces, que nosotros respondamos bendiciendo y alabando a Dios?
Un texto, este cántico del principio de la carta a los Efesios, que nos daría para largas y hondas reflexiones. Aquí sólo quedan apuntadas las líneas de fuerza del texto. Nos quedaría para nuestra reflexión personal ver todas esas bendiciones y gracias con las que el Señor ha adornado nuestra vida. Verlo de una forma concreta en nuestra historia personal. Y al ir desgranando en nuestro pensamiento y en nuestro corazón cada una de esas gracias del Señor, hacer que surja esa alabanza, esa bendición y esa acción de gracias a Dios, que nos quiere hijos, que nos quiere puros y limpios de pecados, que nos quiere santos.
Todo siempre para la gloria del Señor. Si en Cristo hemos recibido todas esas bendiciones, Cristo tiene que ser entonces el centro de nuestra vida y de nuestra historia. Por eso lo llamamos el Señor, lo proclamamos el Reino del hombre y del universo.
miércoles, 15 de octubre de 2008
Una meta alta: el camino de la perfección y la santidad
Eclesiástico, 15, 1-6
Sal. 88
Mt. 11, 25-30
¿Cuáles son las metas que tenemos en nuestra vida como cristianos? ¿Cuál es la meta que nos ha propuesto Jesús en el evangelio? Podemos decir que Jesús nos propone metas muy altas. No quiere que nos quedemos en la mediocridad sino que nos enseña a mirar bien alto.
Sed santos, como Dios es santo, nos dice. Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto. Nos lo repite en el sermón del monte y a través de todo el evangelio. Quiere de nosotros un amor, pero no un amor cualquiera, sino que amemos como El nos ha amado. Y ya sabemos la altura y profundidad de su amor. Porque nadie ama más que aquel que da la vida por el amado. Y es lo que hizo Jesús.
Por eso, ser cristiano, seguir a Jesús, como decíamos antes, no es cuestión de simplemente dejarnos llevar, o de andar con mezquindades. Tal es así que nos dirá que con El o contra El, porque el que no recoge conmigo desparrama. Entonces, cuando seguimos a Jesús lo que queremos hacer es seguir sus pasos. Ya sabemos como tenemos que configurarnos con El, para ser una cosa con El, para que su vida sea nuestra vida.
Cristo es el camino que nos lleva al Padre. Cristo es la verdad que nos revela el misterio de Dios. Cristo es la vida que tenemos que vivir. Cuando Jesús les dijo eso a los discípulos algunos no terminaban de entender y todavía andaban preguntando que como podían ir al Padre si no conocían el camino. Es entonces cuando Jesús les dice que quien le ve a El está viendo al Padre. Nadie va al Padre sino por mí.
Es Jesús el que nos revela el misterio de Dios. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar, hemos escuchado hoy en el evangelio. Y a eso ha venido El, a enseñarnos el camino, a ir delante de nosotros, a ir a nuestro lado, a dejarnos su Espíritu para que podamos conocer la verdad plena de Dios.
Un camino de ascesis tiene que vivir el cristiano. Un camino de superación, de crecimiento, de purificación de sí mismo y de todo tipo de pecado. Un camino que nos lleva a la contemplación del misterio de Dios para alcanzar la Sabiduría de Dios. Un camino que tiene que concluir en una unión íntima y profunda con Dios, sintiendo cómo Dios habita en nosotros y nosotros en El, como hemos escuchado tantas veces en el Evangelio. Vendremos a él y haremos morada en él, nos dice Jesús.
Hoy celebramos a Santa Teresa de Jesús, que hizo ese recorrido y llegó a una altura y profundidad de vida espiritual en grado místico. Ella sí que experimentó, y de qué manera, como Dios habitaba en ella y ella en Dios. No fue fácil el camino de Santa Teresa. Noches oscuras y de desierto tuvo que pasar largos años de su vida hasta que fue logrando esa purificación interior para dejar que Dios habitara en ella. Pero con la gracia del Señor pudo recorrerlo y alcanzar ese grado altísimo de la vida mística. No fue sólo su recia voluntad – era una mujer fuerte y recia – sino que fundamentalmente supo dejarse conducir por el Espíritu del Señor.
Para nosotros es estímulo y ejemplo, como siempre lo es la vida de los santos. Ya lo hemos comentado tantas veces que en ellos tenemos que ver ese ejemplo del camino de santidad que nosotros hemos de seguir. Y si algo tenemos que pedirles es que intercedan por nosotros para que logremos alcanzar esa santidad. Es lo primero y fundamental de nuestra vida, aunque muchas veces andemos preocupados por otros problemas y necesidades. 'Buscad el reino de Dios y su justicia que lo demás se os dará por añadidura...' Pero nosotros queremos que primero nos den las añadiduras.
Teresa de Jesús nos enseña ese camino de la perfección. En la oración litúrgica eso hemos pedido. ‘Suscitaste a santa Teresa por inspiración del Espíritu Santo... para mostrar a la Iglesia un camino de perfección...’ Que se encienda entonces en nosotros ‘el deseo de la verdadera santidad’.
Que aprendamos de ella a hacer de nosotros esa ofrenda de nosotros mismos como ella supo hacerlo. Es lo que pediremos en la oración de las ofrendas. No ofrecemos cosas a Dios, nos ofrecemos a nosotros mismos. Esa ofrenda que es sacrificio cuando en tantas cosas tenemos que superarnos, cuando en tanto tenemos que poner todo el amor de nuestra vida.
Y finalmente que en la santidad de nuestra vida aspiremos a cantar en todo momento las misericordias del Señor.
Sal. 88
Mt. 11, 25-30
¿Cuáles son las metas que tenemos en nuestra vida como cristianos? ¿Cuál es la meta que nos ha propuesto Jesús en el evangelio? Podemos decir que Jesús nos propone metas muy altas. No quiere que nos quedemos en la mediocridad sino que nos enseña a mirar bien alto.
Sed santos, como Dios es santo, nos dice. Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto. Nos lo repite en el sermón del monte y a través de todo el evangelio. Quiere de nosotros un amor, pero no un amor cualquiera, sino que amemos como El nos ha amado. Y ya sabemos la altura y profundidad de su amor. Porque nadie ama más que aquel que da la vida por el amado. Y es lo que hizo Jesús.
Por eso, ser cristiano, seguir a Jesús, como decíamos antes, no es cuestión de simplemente dejarnos llevar, o de andar con mezquindades. Tal es así que nos dirá que con El o contra El, porque el que no recoge conmigo desparrama. Entonces, cuando seguimos a Jesús lo que queremos hacer es seguir sus pasos. Ya sabemos como tenemos que configurarnos con El, para ser una cosa con El, para que su vida sea nuestra vida.
Cristo es el camino que nos lleva al Padre. Cristo es la verdad que nos revela el misterio de Dios. Cristo es la vida que tenemos que vivir. Cuando Jesús les dijo eso a los discípulos algunos no terminaban de entender y todavía andaban preguntando que como podían ir al Padre si no conocían el camino. Es entonces cuando Jesús les dice que quien le ve a El está viendo al Padre. Nadie va al Padre sino por mí.
Es Jesús el que nos revela el misterio de Dios. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar, hemos escuchado hoy en el evangelio. Y a eso ha venido El, a enseñarnos el camino, a ir delante de nosotros, a ir a nuestro lado, a dejarnos su Espíritu para que podamos conocer la verdad plena de Dios.
Un camino de ascesis tiene que vivir el cristiano. Un camino de superación, de crecimiento, de purificación de sí mismo y de todo tipo de pecado. Un camino que nos lleva a la contemplación del misterio de Dios para alcanzar la Sabiduría de Dios. Un camino que tiene que concluir en una unión íntima y profunda con Dios, sintiendo cómo Dios habita en nosotros y nosotros en El, como hemos escuchado tantas veces en el Evangelio. Vendremos a él y haremos morada en él, nos dice Jesús.
Hoy celebramos a Santa Teresa de Jesús, que hizo ese recorrido y llegó a una altura y profundidad de vida espiritual en grado místico. Ella sí que experimentó, y de qué manera, como Dios habitaba en ella y ella en Dios. No fue fácil el camino de Santa Teresa. Noches oscuras y de desierto tuvo que pasar largos años de su vida hasta que fue logrando esa purificación interior para dejar que Dios habitara en ella. Pero con la gracia del Señor pudo recorrerlo y alcanzar ese grado altísimo de la vida mística. No fue sólo su recia voluntad – era una mujer fuerte y recia – sino que fundamentalmente supo dejarse conducir por el Espíritu del Señor.
Para nosotros es estímulo y ejemplo, como siempre lo es la vida de los santos. Ya lo hemos comentado tantas veces que en ellos tenemos que ver ese ejemplo del camino de santidad que nosotros hemos de seguir. Y si algo tenemos que pedirles es que intercedan por nosotros para que logremos alcanzar esa santidad. Es lo primero y fundamental de nuestra vida, aunque muchas veces andemos preocupados por otros problemas y necesidades. 'Buscad el reino de Dios y su justicia que lo demás se os dará por añadidura...' Pero nosotros queremos que primero nos den las añadiduras.
Teresa de Jesús nos enseña ese camino de la perfección. En la oración litúrgica eso hemos pedido. ‘Suscitaste a santa Teresa por inspiración del Espíritu Santo... para mostrar a la Iglesia un camino de perfección...’ Que se encienda entonces en nosotros ‘el deseo de la verdadera santidad’.
Que aprendamos de ella a hacer de nosotros esa ofrenda de nosotros mismos como ella supo hacerlo. Es lo que pediremos en la oración de las ofrendas. No ofrecemos cosas a Dios, nos ofrecemos a nosotros mismos. Esa ofrenda que es sacrificio cuando en tantas cosas tenemos que superarnos, cuando en tanto tenemos que poner todo el amor de nuestra vida.
Y finalmente que en la santidad de nuestra vida aspiremos a cantar en todo momento las misericordias del Señor.
martes, 14 de octubre de 2008
Una rica espiritualidad dentro del corazón
Gal. 5, 1-6
Sal. 118
Lc. 11, 37-41
¿Qué es lo que realmente tenemos dentro de nuestro corazón? Ya se dice que de lo que abunda en el corazón rebosa nuestra boca. Por eso es importante saber lo que realmente hay en lo más hondo de nosotros, porque además eso se reflejará en las actitudes y comportamientos de nuestra vida.
‘Un fariseo lo invitó a comer a su casa’, nos dice el Evangelio hoy. Pero allí estaban pendientes de lo que Jesús hacía o no hacía. ‘El fariseo se sorprendió de que Jesús no se lavara la manos antes de comer’. No era sólo la higiene lo que le preocupaba. Era su ritualismo. Continuamente se estaban restregando las manos. Podían haberse contaminado si hubieran tocado algo que fuera impuro. Como si la impureza o la maldad entrara de fuera y no la tuviéramos en el corazón.
Jesús conocía sus pensamientos. ‘Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades’. Queda bien descrito. Eran muy estrictos en el cumplimiento de la letra de la ley. Pero les faltaba alma. O más bien sobraba maldad en el corazón. Pagaban el diezmo hasta de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de legumbres, les echaba en cara Jesús, ‘pero olvidáis, pasáis por alto el derecho y el amor de Dios’.
Todo lo cifraban en el cumplimiento estricto y a la letra de la ley, pero faltaba lo más importante en el corazón. ¿Dónde ponían la salvación? ¿en las obras que hicieran o en la gracia del Señor? Es el Señor el que nos salva. Es cierto que tenemos que responder con las obras de nuestra vida. Si el Señor nos ha salvado, hemos de vivir esa salvación; hemos de vivir de forma congruente conforme a esa salvación. Ya nos decía el apóstol Pablo ‘no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud’.
‘La esperanza del perdón que aguardamos es obra del Espíritu, por medio de la fe...’ nos enseña san Pablo. Creemos y creemos en aquel que es nuestro Salvador. El Señor es el que nos salva. Es pura gracia, don, regalo fruto de la liberalidad del Señor, del amor que el Señor nos tiene. No son nuestros méritos, porque entonces no hubiera sido necesario que Cristo muriera por nosotros.
‘Lo único que cuenta es una fe activa en la práctica del amor’, termina diciéndonos hoy el apóstol. Fe activa. La fe no es una pasividad, un dejar hacer. La fe con la que respondemos al amor que el Señor nos tiene tiene que traducirse, reflejarse en las obras del amor. Es nuestra respuesta y nuestra vida que glorifica así al Señor.
Por eso, démosle hondura a las cosas que hacemos. Por eso es importante ver lo que tenemos en el corazón. Por eso tenemos que llenarnos del amor de Dios que es lo que nos dará la mayor hondura. Por eso ese enriquecimiento de nuestra espiritualidad. No podemos ser unas personas vacías, superficiales, a las que nos falte esa hondura de nuestra vida. Es lo que va a ser como nuestro motor, lo que le irá dando ese sentido y ese valor a todo lo que hacemos. Es la riqueza que tenemos en el corazón y con la que tenemos que enriquecer a los demás.
Por tanto nos es el cumplimiento ritual o a la letra de aquello que tengamos que hacer. Es algo más. Hay un peligro. Que nos contentemos con hacer las cosas, pero no dándole importancia a esa hondura de nuestra vida, a esa espiritualidad. Y nos puede pasar en muchos detalles de nuestra vida, desde el cumplimiento de nuestros deberes y obligaciones hasta la expresión de nuestra religiosidad y la participación en las celebraciones litúrgicas.
Algunas veces parece que estamos y no estamos. Hacemos las cosas ritualmente con toda perfección pero nuestra mente y nuestro corazón están lejos, estamos distraídos, no pensamos en lo que estamos haciendo. Nos pasa en la oración, nuestros labios van repitiendo una y otra vez las oraciones, pero ¿nuestro corazón estará orando? Vamos desarrollando con toda fidelidad el rito de la celebración, de la Misa o de cualquier otra celebración litúrgica, pero ¿nosotros estamos de verdad desde nuestro corazón en esa alabanza, en esa acción de gracias, en ese encuentro con el Señor?
Si estamos vacíos por dentro poco bueno podemos dar. Llenemos nuestro corazón de espiritualidad, dejémonos encontrar por el Señor, alabemos al Señor no solo con palabras sino con toda nuestra vida. No nos preocupemos sólo de limpiar la copa o el plato por fuera, sino que dentro esté no sólo limpio sino rebosante de una rica espiritualidad.
Sal. 118
Lc. 11, 37-41
¿Qué es lo que realmente tenemos dentro de nuestro corazón? Ya se dice que de lo que abunda en el corazón rebosa nuestra boca. Por eso es importante saber lo que realmente hay en lo más hondo de nosotros, porque además eso se reflejará en las actitudes y comportamientos de nuestra vida.
‘Un fariseo lo invitó a comer a su casa’, nos dice el Evangelio hoy. Pero allí estaban pendientes de lo que Jesús hacía o no hacía. ‘El fariseo se sorprendió de que Jesús no se lavara la manos antes de comer’. No era sólo la higiene lo que le preocupaba. Era su ritualismo. Continuamente se estaban restregando las manos. Podían haberse contaminado si hubieran tocado algo que fuera impuro. Como si la impureza o la maldad entrara de fuera y no la tuviéramos en el corazón.
Jesús conocía sus pensamientos. ‘Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades’. Queda bien descrito. Eran muy estrictos en el cumplimiento de la letra de la ley. Pero les faltaba alma. O más bien sobraba maldad en el corazón. Pagaban el diezmo hasta de la hierbabuena, de la ruda y de toda clase de legumbres, les echaba en cara Jesús, ‘pero olvidáis, pasáis por alto el derecho y el amor de Dios’.
Todo lo cifraban en el cumplimiento estricto y a la letra de la ley, pero faltaba lo más importante en el corazón. ¿Dónde ponían la salvación? ¿en las obras que hicieran o en la gracia del Señor? Es el Señor el que nos salva. Es cierto que tenemos que responder con las obras de nuestra vida. Si el Señor nos ha salvado, hemos de vivir esa salvación; hemos de vivir de forma congruente conforme a esa salvación. Ya nos decía el apóstol Pablo ‘no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud’.
‘La esperanza del perdón que aguardamos es obra del Espíritu, por medio de la fe...’ nos enseña san Pablo. Creemos y creemos en aquel que es nuestro Salvador. El Señor es el que nos salva. Es pura gracia, don, regalo fruto de la liberalidad del Señor, del amor que el Señor nos tiene. No son nuestros méritos, porque entonces no hubiera sido necesario que Cristo muriera por nosotros.
‘Lo único que cuenta es una fe activa en la práctica del amor’, termina diciéndonos hoy el apóstol. Fe activa. La fe no es una pasividad, un dejar hacer. La fe con la que respondemos al amor que el Señor nos tiene tiene que traducirse, reflejarse en las obras del amor. Es nuestra respuesta y nuestra vida que glorifica así al Señor.
Por eso, démosle hondura a las cosas que hacemos. Por eso es importante ver lo que tenemos en el corazón. Por eso tenemos que llenarnos del amor de Dios que es lo que nos dará la mayor hondura. Por eso ese enriquecimiento de nuestra espiritualidad. No podemos ser unas personas vacías, superficiales, a las que nos falte esa hondura de nuestra vida. Es lo que va a ser como nuestro motor, lo que le irá dando ese sentido y ese valor a todo lo que hacemos. Es la riqueza que tenemos en el corazón y con la que tenemos que enriquecer a los demás.
Por tanto nos es el cumplimiento ritual o a la letra de aquello que tengamos que hacer. Es algo más. Hay un peligro. Que nos contentemos con hacer las cosas, pero no dándole importancia a esa hondura de nuestra vida, a esa espiritualidad. Y nos puede pasar en muchos detalles de nuestra vida, desde el cumplimiento de nuestros deberes y obligaciones hasta la expresión de nuestra religiosidad y la participación en las celebraciones litúrgicas.
Algunas veces parece que estamos y no estamos. Hacemos las cosas ritualmente con toda perfección pero nuestra mente y nuestro corazón están lejos, estamos distraídos, no pensamos en lo que estamos haciendo. Nos pasa en la oración, nuestros labios van repitiendo una y otra vez las oraciones, pero ¿nuestro corazón estará orando? Vamos desarrollando con toda fidelidad el rito de la celebración, de la Misa o de cualquier otra celebración litúrgica, pero ¿nosotros estamos de verdad desde nuestro corazón en esa alabanza, en esa acción de gracias, en ese encuentro con el Señor?
Si estamos vacíos por dentro poco bueno podemos dar. Llenemos nuestro corazón de espiritualidad, dejémonos encontrar por el Señor, alabemos al Señor no solo con palabras sino con toda nuestra vida. No nos preocupemos sólo de limpiar la copa o el plato por fuera, sino que dentro esté no sólo limpio sino rebosante de una rica espiritualidad.
lunes, 13 de octubre de 2008
Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado
Gál. 4, 22-23.26-27.31 – 5, 1
Sal. 112
Lc. 11, 29-32
‘Resumiendo, hermanos, no somos hijos de esclava, sino de la mujer libre...’ Así les dice san Pablo a los Gálatas. Ha hecho previamente la comparación entre el hijo de la mujer libre Ana y los de la esclava, Agar. Viene a compararnos la Antigua y la Nueva Alianza.
Nosotros somos los hijos de la Nueva Alianza. Porque ‘para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado’, nos dice. Para eso Cristo vino como Salvador y murió por nosotros, para en su sangre derramada en la cruz establecer la Nueva Alianza, para darnos la libertad, la liberación de todos nuestros males y pecados.
Recordamos que cuando Jesús comenzó su vida pública, allá en la Sinagoga de Nazaret proclamó la profecía de Isaías que venía a ser como el programa de su vida. ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres... para anunciar la liberación a los cautivos... la libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor’. La liberación, la libertad, el año de gracia, la amnistía de todas las deudas y pecados.
A través de todo el evangelio lo vemos ir realizando multitud de signos, sus milagros, de esa liberación que quiere para nosotros. Y el gran signo, la gran muestra de su amor infinito por nosotros, fue su entrega a muerte en la Cruz como sacrificio para el perdón de nuestros pecados.
Pero nos previene el apóstol: ‘Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de los esclavos...’ No someternos de nuevo a la esclavitud, cuando ya hemos sido liberados. No volver de nuevo a la situación de pecado. No volver de nuevo a la esclavitud de nuestro capricho, de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo, de nuestras pasiones, de nuestras violencias, de la maldad de nuestro corazón. Hemos de vivir liberados de una vez para siempre que para eso Cristo murió por nuestros pecados.
‘Líbranos de todo mal’, le pedimos tantas veces al Señor en nuestra oración. Como decimos en la oración litúrgica ‘líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de todo pecado y protegidos de toda perturbación mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo’.
‘No endurezcáis vuestro corazón, escuchad la voz del Señor’, hemos dicho con la antífona del Aleluya antes del Evangelio. No endurecer nuestro corazón. Tantas veces que volvemos al pecado dejándonos arrastrar por la tentación.
En el evangelio vemos una queja de Jesús contra la gente de su generación. No terminaban de escucharle y reconocerle y una y otra vez seguían pidiendo señales. No les bastaba la Palabra de Jesús. No les bastaba todos los signos y milagros que continuamente realizaba. ‘Pide un signo, pero no se les dará más signo que el de Jonás’.
¿Qué significaba? ¿cuál era ese signo al que Jesús se refería? Ya sabemos que Jonás recibió la misión del Señor de predicar en Nínive la conversión. Después de muchas turbulencias – no vamos a entrar en ello ahora - al final va a Nínive y predica la conversión. Y el pueblo se convirtió. Todos se vistieron de sayal y ceniza para convertir su corazón al Señor y merecieron así el perdón al castigo que merecían. Esa es la señal, Jonás fue escuchado y el pueblo se convirtió, y ¿no había ahora alguien que era más que Jonás?.
‘Cuando sea juzgada esta generación los hombres de Nínive se alzarán y harán que los condenen; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás’. Lo mismo les dirá de la Reina del Sur -¿la reina de Saba? – que vino a escuchar la Sabiduría de Salomón. ‘Y aquí hay uno que es más que Salomón’.
Reconocer la Sabiduría de Jesús, de la Palabra viva de Dios. Reconocer en Jesús a quien es nuestra Salvación. ¿Acaso Jesús podrá tener esa misma queja de nosotros que no terminamos de creer con toda nuestra vida en El y convertirnos ante su Palabra? ¿No nos sucede que teniendo la Salvación que Jesús nos ha ganado y nos ofrece, endurecemos nuestro corazón y volvemos a la esclavitud del pecado?
Reconozcamos la salvación que Jesús nos ofrece y vivamos ya para siempre liberados de nuestro pecado.
Sal. 112
Lc. 11, 29-32
‘Resumiendo, hermanos, no somos hijos de esclava, sino de la mujer libre...’ Así les dice san Pablo a los Gálatas. Ha hecho previamente la comparación entre el hijo de la mujer libre Ana y los de la esclava, Agar. Viene a compararnos la Antigua y la Nueva Alianza.
Nosotros somos los hijos de la Nueva Alianza. Porque ‘para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado’, nos dice. Para eso Cristo vino como Salvador y murió por nosotros, para en su sangre derramada en la cruz establecer la Nueva Alianza, para darnos la libertad, la liberación de todos nuestros males y pecados.
Recordamos que cuando Jesús comenzó su vida pública, allá en la Sinagoga de Nazaret proclamó la profecía de Isaías que venía a ser como el programa de su vida. ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres... para anunciar la liberación a los cautivos... la libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor’. La liberación, la libertad, el año de gracia, la amnistía de todas las deudas y pecados.
A través de todo el evangelio lo vemos ir realizando multitud de signos, sus milagros, de esa liberación que quiere para nosotros. Y el gran signo, la gran muestra de su amor infinito por nosotros, fue su entrega a muerte en la Cruz como sacrificio para el perdón de nuestros pecados.
Pero nos previene el apóstol: ‘Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de los esclavos...’ No someternos de nuevo a la esclavitud, cuando ya hemos sido liberados. No volver de nuevo a la situación de pecado. No volver de nuevo a la esclavitud de nuestro capricho, de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo, de nuestras pasiones, de nuestras violencias, de la maldad de nuestro corazón. Hemos de vivir liberados de una vez para siempre que para eso Cristo murió por nuestros pecados.
‘Líbranos de todo mal’, le pedimos tantas veces al Señor en nuestra oración. Como decimos en la oración litúrgica ‘líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de todo pecado y protegidos de toda perturbación mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo’.
‘No endurezcáis vuestro corazón, escuchad la voz del Señor’, hemos dicho con la antífona del Aleluya antes del Evangelio. No endurecer nuestro corazón. Tantas veces que volvemos al pecado dejándonos arrastrar por la tentación.
En el evangelio vemos una queja de Jesús contra la gente de su generación. No terminaban de escucharle y reconocerle y una y otra vez seguían pidiendo señales. No les bastaba la Palabra de Jesús. No les bastaba todos los signos y milagros que continuamente realizaba. ‘Pide un signo, pero no se les dará más signo que el de Jonás’.
¿Qué significaba? ¿cuál era ese signo al que Jesús se refería? Ya sabemos que Jonás recibió la misión del Señor de predicar en Nínive la conversión. Después de muchas turbulencias – no vamos a entrar en ello ahora - al final va a Nínive y predica la conversión. Y el pueblo se convirtió. Todos se vistieron de sayal y ceniza para convertir su corazón al Señor y merecieron así el perdón al castigo que merecían. Esa es la señal, Jonás fue escuchado y el pueblo se convirtió, y ¿no había ahora alguien que era más que Jonás?.
‘Cuando sea juzgada esta generación los hombres de Nínive se alzarán y harán que los condenen; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás’. Lo mismo les dirá de la Reina del Sur -¿la reina de Saba? – que vino a escuchar la Sabiduría de Salomón. ‘Y aquí hay uno que es más que Salomón’.
Reconocer la Sabiduría de Jesús, de la Palabra viva de Dios. Reconocer en Jesús a quien es nuestra Salvación. ¿Acaso Jesús podrá tener esa misma queja de nosotros que no terminamos de creer con toda nuestra vida en El y convertirnos ante su Palabra? ¿No nos sucede que teniendo la Salvación que Jesús nos ha ganado y nos ofrece, endurecemos nuestro corazón y volvemos a la esclavitud del pecado?
Reconozcamos la salvación que Jesús nos ofrece y vivamos ya para siempre liberados de nuestro pecado.
domingo, 12 de octubre de 2008
¡Hoy es día de fiesta, tendremos comida especial!
Isaías, 25, 6-10;
Sal. 22;
Filipenses 4, 12-14.19-20;
Mt. 22, 1-14
¡Hoy es día de fiesta, tendremos comida especial! Así pensamos y hacemos cuando tenemos algo especial que celebrar. La comida y el banquete es una categoría clave en nuestras relaciones humanas. Nos reunimos en torno a una mesa cuando queremos celebrar algo, cuando queremos alimentar nuestra amistad, realizar un reencuentro por un distanciamiento largo y difícil y hasta cuando queremos compartir una amargura o un problema. La comida es el mejor signo de comunión, manifiesta alegría y felicidad, y es expresión de solidaridad y de alianza.
Fue una de las señales mesiánicas prefiguradas por los profetas para anunciar esos tiempos nuevos y será una imagen repetida en el evangelio, tanto en los gestos y la vida de Jesús, como en sus parábolas y enseñanzas, hasta culminar en el gran signo definitivo y para siempre de su entrega y de su amor. Todos entendemos que hablamos de la Eucaristía.
El profeta nos ha hablado de esos tiempos nuevos en que se ‘preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos’. Días de fiesta y alegría, días en que se ven colmadas todas las esperanzas, días en que desaparece para siempre el luto y el dolor, porque ‘aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación’.
Y Jesús en el evangelio nos dirá que ‘el reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo y mandó a los criados a decir a los convidados... tengo preparado el banquete... todo está a punto. Venid a la boda...’ Luego ante el rechazo de los invitados a venir, ‘los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron... y la sala del banquete se llenó de comensales’.
Cristo que nos llama y nos invita al banquete de la vida. Todos estamos invitados. Y no es un banquete cualquiera. Por las señales que habían dado los profetas tenía que ser una fiesta grande. Y la comida que Cristo nos ha preparado es la gracia más hermosa. Motivo de fiesta y de alegría es nuestra fe y nuestro encuentro con Cristo. Tenemos que decir también: ‘Celebremos y gocemos con su salvación’.
Es Cristo mismo que se nos ofrece. Es Cristo mismo que viene a dar un sabor nuevo a nuestro mundo. Es Cristo mismo que quiere darle un sentido nuevo a nuestra vida, y qué mejor imagen que la del banquete para expresar la alegría de ese encuentro con él, pero para expresar también ese sentido nuevo de las cosas. Comunión, alegría, felicidad, solidaridad, alianza, dijimos antes que se expresaban muy bien cuando nos sentamos alrededor de una mesa para una comida.
Pero ya sabemos. Hubo invitados que no quisieron aceptar la invitación al banquete de bodas porque querían otra cosa para su vida. Tenían tantas cosas de las que ocuparse; había tantas cosas que consideraban más importantes para su vida; era otra cosa lo que preferían: sus tierras, sus negocios, su manera de vivir. Su rechazo incluso se convirtió en señal de muerte. ‘Echaron mano de los criados y los maltrataron hasta matarlos... envió sus tropas que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad...’
Es el interrogante que se nos platea. Nosotros, ¿qué hacemos? Ante el Evangelio que Cristo nos ofrece, ante la salvación que os regala, ante el banquete de vida al que nos invita, ¿cuál es nuestra reacción y nuestra respuesta? Muy fácil es decir que nosotros sí respondemos y aceptamos la salvación que nos ofrece, pero tenemos que confrontarlo con la realidad de nuestra vida. Y tendríamos que preguntarnos por la alegría de nuestra fe, por el amor con el que llenamos nuestra vida, por las actitudes que tenemos hacia los otros, por la generosidad de nuestro corazón, por el amor y la defensa de la vida, de toda vida. Tendríamos que preguntarnos por el valor que le damos a la Eucaristía y a los sacramentos, por la atención que prestamos a su Palabra. Tendríamos que preguntarnos si de verdad nos preocupamos de vestirnos del traje de fiesta que nos exige para participar en su banquete.
Este es otro aspecto a tener en cuenta en la parábola que Jesús nos ofrece. ‘El rey reparó en uno que no llevaba el traje de fiesta y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?’ Todos entendemos que no se está refiriendo Jesús a trajes o vestiduras externas. Si fuera por las vestiduras externas de pobreza o calamidad, quizá, como nos diría el apóstol Santiago, habría que hacerle ocupar los primeros puestos y no los últimos.
Ese traje de fiesta del que nos quiere hablar Jesús en la parábola va más por las actitudes internas que pueda haber en nuestro corazón; va más por los adornos de amor, de generosidad con que hemos de revestir nuestro corazón; va más por esa pureza interior de un corazón limpio de pecado; va más por la santidad que ha de resplandecer en nuestra vida y que tenemos que esforzarnos en alcanzar. Un corazón que no le da cabida al amor, que no es generoso o que hace discriminación con el hermano, un corazón lleno de amargura o de rencor, orgulloso y engreído de sí mismo no es un corazón con traje de fiesta para participar en el banquete que nos ofrece el Señor.
Que el banquete al que estamos invitados nos llene de la verdadera alegría, transforme nuestro corazón, nos impulse a la verdadera solidaridad y comunión, nos haga sentir con deseos de superación, de crecimiento en la fe y en el amor, siembre en nosotros la esperanza de la salvación. Purifiquemos nuestro corazón para vestirnos del traje de fiesta. Que en verdad podamos decir con toda la certeza de nuestra fe: ‘Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación’, la mano del Señor está sobre nosotros.
Hoy es día de fiesta. Tenemos una comida especial: Cristo mismo se nos da como alimento y como vida.