Ez. 43, 1-7
Sal.84
Mt. 23, 1-12
La contemplación de las actitudes y la manera de actuar de los doctores de la ley y de los fariseos le lleva a Jesús a decirnos cuál es el estilo que tiene que imperar en la comunidad de los que le seguimos, en los que creemos en El. Una actitud de sencillez y humildad, una actitud de servicio y de amor. Pidamos al Señor que sea eso lo que resplandezca en su Iglesia.
Nos viene a decir Jesús que hagamos lo que nos dicen, porque siempre nos dirán cosas buenas, pero que no hagamos como ellos. ‘Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar’. Muchas normas y preceptos descritos minuciosamente, pero lejos de lo que realmente es la voluntad de Dios y ellos no están dispuestos a cumplirlos.
Un camino de sencillez y de humildad frente a la apariencia y la vanidad que les guía. Vanidad incluso en sus vestiduras que llenan de flecos y franjas, filacterias y anchas franjas en sus mantos, para decir que son cumplidores de la ley. Búsqueda de honores y de reconocimientos buscando ‘los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas, y que la gente les haga reverencias por la calle y los llame maestros’.
El estilo que Jesús quiere para sus discípulos es el de la humildad y el del servicio. No es grande el que más alto está u ocupa un puesto más destacado, sino el que sabe agacharse y ocupar el último lugar para servir. Nos lo enseñó El mismo que no vino a ser servido sino a servir. ‘El primero entre vosotros sea vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será servido’.
¡Cuánto cuesta la humildad de abajarnos y ponernos en nuestro sitio! Claro que pensamos siempre y primero que nuestro sitio está delante y en lo más alto. Cómo me voy a rebajar. Es que encima tengo que agacharme y rebajarme hasta incluso ser yo el primero en pedir perdón... cuántas veces nos viene la tentación y pensamos así. Un recuerdo que me viene al pensamiento ahora; para entrar en la basílica de la Natividad en Belén hay que agacharse, porque la puerta es muy bajita y no podrá entrar nunca un hombre de pie derecho. Para entrar en el lugar del Santo Sepulcro en Jerusalén sucede lo mismo. Para llegar hasta Jesús siempre tenemos que ir por el camino de la humildad.
Y Jesús da unas recomendaciones: ‘Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro... no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra... no os dejéis llamar jefes ni consejeros... uno solo es vuestro Maestro... vuestro Padre del cielo... vuestro consejero, Cristo...’ Y nosotros buscamos títulos y reconocimientos. Y a los sacerdotes nos gusta (¡!) que nos llamen ‘padre’. Qué lejos de lo que nos dice Jesús.
Pidamos al Señor que en la Iglesia entendamos y lleguemos a vivir estas palabras de Jesús. Que siempre sea nuestro estilo el del amor, el servicio, la humildad. Que nos despojemos de nuestros flecos y franjas, de nuestras ostentosidades, lujos y apariencias, tan lejanas del espíritu del Evangelio. Que huyamos de los lugares de honor y de los reconocimientos. Que no temamos despojarnos nosotros, porque de lo contrario serán otros los que nos despojarán como ha sucedido tantas veces en la historia por no vivir el evangelio de Jesús.
Que seamos en verdad la Iglesia pobre y de los pobres, la Iglesia humilde que no lleva dinero en la faja ni busca bastones para el camino. La Iglesia que solo busca a su Señor y se agacha y humilla también haciéndose pequeña y pobre para poder llegar hasta El. Que sean esas las actitudes profundas que tengamos todos en nuestro corazón, pero que las reflejemos en el actuar de nuestra vida.
sábado, 23 de agosto de 2008
viernes, 22 de agosto de 2008
Las joyas de la corona de María
Is. 9, 1-6
Sal. 112
Lc. 1, 26-38
Hace ocho días contemplábamos ‘una figura portentosa aparecida en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas’. Era la imagen bella del Apocalipsis que la liturgia aplicaba a María en su Asunción y glorificación en el cielo.
Hoy queremos seguir cantando la alabanza de María, en esta como octava de su Asunción al cielo, y la llamamos y la invocamos, como tantas veces decimos en las oraciones de la piedad popular ‘Reina y Madre de misericordia’. Así la proclamamos y la celebramos en este día. Es la Madre de Dios, que es también nuestra madre. Para ella la mejor alabanza y los mejores cantos, los más bellos piropos y las más fervientes oraciones. Así la contemplamos glorificada y viviendo ya en plenitud el Reino de los cielos, porque el Señor Dios, su Hijo, la liberó de la muerte y la llevó gloriosa al cielo.
María, Reina de los santos, de los mártires, de los apóstoles, de los confesores, de los vírgenes. Así la llamamos y la invocamos y así la queremos representar en nuestras imágenes, porque para ella que es nuestra Madre queremos lo mejor y la queremos ver cómo la más bella coronada de gracia y santidad.
En nuestra piedad y en nuestra más tierna devoción a María queremos vestirla con las mejores galas y por eso sus imágenes van cubiertas con los más hermosos mantos, la adornamos de nuestras mejores joyas y la coronamos con suntuosas coronas porque siempre la queremos ver como nuestra Madre y nuestra Reina.
Pero ¿cuáles son las más hermosas joyas que adornan a María y las gloriosas coronas? No sabemos como mejor honrarla y terminamos por cubrirla con esas riquezas humanas, ella la que se hizo pobre y humilde para ser siempre la servidora del Señor y de los pobres, la que cantó al Señor que derribó del trono a los poderosos y enalteció a los humildes.
Su más grandiosa corona y sus joyas más hermosas son su santidad y todas las virtudes que la adornan. ‘Llena de gracia’, la llama el ángel de la Anunciación, ‘porque has encontrado gracia ante el Señor’. Esa es la belleza de María, esas son sus joyas y esa es su más hermosa corona.
Cuando nosotros queremos honrarla y mostrarle todo nuestro amor, las mejores joyas que podamos ofrecerle serán siempre la imitación que hagamos de su santidad y de sus virtudes. Copiar a María en nosotros; vestirnos de María, pero no externamente sino porque en la santidad de nuestra vida, estemos reflejando e imitando su santidad. Que seamos buenos hijos de María y así nosotros nos engastemos en su corona como bellas joyas porque resplandezcamos por nuestro amor y nuestro espíritu de servicio, por la paz que llevemos en el corazón y con la que contagiemos a los demás, por la búsqueda de todo lo bueno y por el resplandor de la verdad de nuestra vida. Que así brillemos en nuestra santidad.
‘Salve, Reina de los cielos y Señora de los ángeles; salve, raíz; salve, puerta que dio paso a nuestra luz. Alégrate, Virgen gloriosa, entre todas la más bella. Salve, oh hermosa doncella, ruega a Cristo por nosotros’.
Sal. 112
Lc. 1, 26-38
Hace ocho días contemplábamos ‘una figura portentosa aparecida en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas’. Era la imagen bella del Apocalipsis que la liturgia aplicaba a María en su Asunción y glorificación en el cielo.
Hoy queremos seguir cantando la alabanza de María, en esta como octava de su Asunción al cielo, y la llamamos y la invocamos, como tantas veces decimos en las oraciones de la piedad popular ‘Reina y Madre de misericordia’. Así la proclamamos y la celebramos en este día. Es la Madre de Dios, que es también nuestra madre. Para ella la mejor alabanza y los mejores cantos, los más bellos piropos y las más fervientes oraciones. Así la contemplamos glorificada y viviendo ya en plenitud el Reino de los cielos, porque el Señor Dios, su Hijo, la liberó de la muerte y la llevó gloriosa al cielo.
María, Reina de los santos, de los mártires, de los apóstoles, de los confesores, de los vírgenes. Así la llamamos y la invocamos y así la queremos representar en nuestras imágenes, porque para ella que es nuestra Madre queremos lo mejor y la queremos ver cómo la más bella coronada de gracia y santidad.
En nuestra piedad y en nuestra más tierna devoción a María queremos vestirla con las mejores galas y por eso sus imágenes van cubiertas con los más hermosos mantos, la adornamos de nuestras mejores joyas y la coronamos con suntuosas coronas porque siempre la queremos ver como nuestra Madre y nuestra Reina.
Pero ¿cuáles son las más hermosas joyas que adornan a María y las gloriosas coronas? No sabemos como mejor honrarla y terminamos por cubrirla con esas riquezas humanas, ella la que se hizo pobre y humilde para ser siempre la servidora del Señor y de los pobres, la que cantó al Señor que derribó del trono a los poderosos y enalteció a los humildes.
Su más grandiosa corona y sus joyas más hermosas son su santidad y todas las virtudes que la adornan. ‘Llena de gracia’, la llama el ángel de la Anunciación, ‘porque has encontrado gracia ante el Señor’. Esa es la belleza de María, esas son sus joyas y esa es su más hermosa corona.
Cuando nosotros queremos honrarla y mostrarle todo nuestro amor, las mejores joyas que podamos ofrecerle serán siempre la imitación que hagamos de su santidad y de sus virtudes. Copiar a María en nosotros; vestirnos de María, pero no externamente sino porque en la santidad de nuestra vida, estemos reflejando e imitando su santidad. Que seamos buenos hijos de María y así nosotros nos engastemos en su corona como bellas joyas porque resplandezcamos por nuestro amor y nuestro espíritu de servicio, por la paz que llevemos en el corazón y con la que contagiemos a los demás, por la búsqueda de todo lo bueno y por el resplandor de la verdad de nuestra vida. Que así brillemos en nuestra santidad.
‘Salve, Reina de los cielos y Señora de los ángeles; salve, raíz; salve, puerta que dio paso a nuestra luz. Alégrate, Virgen gloriosa, entre todas la más bella. Salve, oh hermosa doncella, ruega a Cristo por nosotros’.
jueves, 21 de agosto de 2008
Tengo preparado el banquete, venid a la boda vestidos con el traje de fiesta
Ez. 36, 23-28
Sal. 50
Mt. 22, 1-14
‘Volvió Jesús a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo’. La parábola que Jesús propone en primer lugar es una lectura de lo que ha sido la historia del pueblo de Israel – fijémonos que se dirige de manera especial a ‘los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo’ – a quien Dios en un amor de predilección especial quiso ofrecer el banquete de la salvación, pero que luego vemos que ofrece a todos los hombres de cualquier nación y lugar.
El pueblo de Israel no supo escuchar ni aceptar la Palabra que Dios le ofrecía, por eso escuchamos al profeta que hace un anuncio de esa salvación para todos los hombres. ‘Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra’.
Hagamos una lectura sobre nuestra propia historia y sobre nuestra propia vida. Todos somos invitados a ese banquete de la salvación. Decir que es muy hermosa la imagen que nos ofrece la parábola comparando el Reino de los cielos a un banquete de bodas. Un banquete preparado y al que somos invitados. ‘Mandó sus criados para que avisaran a los convidados... tengo preparado el banquete y todo está a punto. Venid a la boda... Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda...’
Somos invitados al banquete del Reino de los cielos y será el Señor el que nos vista el traje de fiesta para participar en él. Había anunciado el profeta: ‘Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os dará un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu...’
Hemos de dejarnos purificar por la gracia del Señor. No son nuestros méritos los que os hacen acreedores de poder participar en ese banquete del reino de los cielos, sino que en el Señor el que nos invita y nos purifica para que podamos participar en él. Su voz nos llama continuamente. Su Palabra nos ilumina. La gracia de los sacramentos nos purifica y nos fortalece.
De cuántas manera llega la gracia del Señor a nuestra vida cada día. En esa Palabra que resuena y nosotros tenemos la posibilidad de escuchar. En tantos momentos de gracia que vamos recibiendo, en hechos, acontecimientos, gestos y señales que suceden a nuestro alrededor y que no son otra cosa que llamada del Señor.
Vistámonos del traje de fiesta, del traje de la gracia para hacernos dignos de participar en el banquete. Vivamos nuestra vida en comunión de amor con nuestros hermanos. Abramos nuestro corazón al amor y la compasión en el compartir con los demás. Descubramos al Señor que llega a nuestra vida y que hemos de saber descubrir de manera especial en los pobres, los humildes, los que sufren. Son llamadas del Señor. Invitaciones a la gracia que no hemos de desoír.
‘No endurezcáis vuestro corazón, escuchad la voz del Señor’. Es la advertencia, la llamada, la invitación.
Sal. 50
Mt. 22, 1-14
‘Volvió Jesús a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo’. La parábola que Jesús propone en primer lugar es una lectura de lo que ha sido la historia del pueblo de Israel – fijémonos que se dirige de manera especial a ‘los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo’ – a quien Dios en un amor de predilección especial quiso ofrecer el banquete de la salvación, pero que luego vemos que ofrece a todos los hombres de cualquier nación y lugar.
El pueblo de Israel no supo escuchar ni aceptar la Palabra que Dios le ofrecía, por eso escuchamos al profeta que hace un anuncio de esa salvación para todos los hombres. ‘Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra’.
Hagamos una lectura sobre nuestra propia historia y sobre nuestra propia vida. Todos somos invitados a ese banquete de la salvación. Decir que es muy hermosa la imagen que nos ofrece la parábola comparando el Reino de los cielos a un banquete de bodas. Un banquete preparado y al que somos invitados. ‘Mandó sus criados para que avisaran a los convidados... tengo preparado el banquete y todo está a punto. Venid a la boda... Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda...’
Somos invitados al banquete del Reino de los cielos y será el Señor el que nos vista el traje de fiesta para participar en él. Había anunciado el profeta: ‘Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os dará un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu...’
Hemos de dejarnos purificar por la gracia del Señor. No son nuestros méritos los que os hacen acreedores de poder participar en ese banquete del reino de los cielos, sino que en el Señor el que nos invita y nos purifica para que podamos participar en él. Su voz nos llama continuamente. Su Palabra nos ilumina. La gracia de los sacramentos nos purifica y nos fortalece.
De cuántas manera llega la gracia del Señor a nuestra vida cada día. En esa Palabra que resuena y nosotros tenemos la posibilidad de escuchar. En tantos momentos de gracia que vamos recibiendo, en hechos, acontecimientos, gestos y señales que suceden a nuestro alrededor y que no son otra cosa que llamada del Señor.
Vistámonos del traje de fiesta, del traje de la gracia para hacernos dignos de participar en el banquete. Vivamos nuestra vida en comunión de amor con nuestros hermanos. Abramos nuestro corazón al amor y la compasión en el compartir con los demás. Descubramos al Señor que llega a nuestra vida y que hemos de saber descubrir de manera especial en los pobres, los humildes, los que sufren. Son llamadas del Señor. Invitaciones a la gracia que no hemos de desoír.
‘No endurezcáis vuestro corazón, escuchad la voz del Señor’. Es la advertencia, la llamada, la invitación.
miércoles, 20 de agosto de 2008
Id también vosotros a mi viña...
Ez. 34, 1-11
Sal. 22
Mt. 20, 1-16
¿Qué decir de esta parábola que nos propone Jesús en el evangelio de los trabajadores llamados a su viña a distintas horas? Sencillamente que Dios nos quiere a todos en su viña. Nos irá llamando en distintas horas de nuestra vida, pero lo que quiere es que todos estemos en su viña del Reino de los cielos. ‘Salió al amanecer... otra vez a media mañana... hacia mediodía y a media tarde... al caer la tarde... id también vosotros a mi viña’.
Unos desde la más temprana edad mamaron, por decirlo así, en sus padres cristianos y en su familia el don de la fe y del amor de Dios, y otros en su pubertad o en su juventud, en la edad madura de la vida adulta o quizá en los últimos años de su vida, han ido recibiendo esa llamada del Señor. Las circunstancias han hecho que no lo hayamos conocido siempre desde la primera hora, pero El si ha estado llamándonos en las distintas horas. Lo importante es que respondamos en la hora que el Seños nos invite a participar de su viña. Y a todos nos ofrece un denario. ‘Se ajustaron con él en un denario...’
¿Qué significa ese denario que nos ofrece? ¿En qué consiste ese pago que nos da por la respuesta a pertenecer y trabajar en su viña?
Sencillamente tenemos que decir, la vida eterna. No son pagos con premios y ganancias humanas. Son regalos de plenitud. ¿Qué nos ofrece el Señor? ¿En qué consiste ese cielo que nos ofrece? Vivir a Dios, vivir la vida de Dios en plenitud, la visión de Dios, la posesión eterna de Dios. Esta es su heredad. Y todo eso en plenitud. Es la plenitud de la dicha del cielo, de la posesión de Dios, de la visión de Dios, de ese llenarnos de la vida de Dios para estar en Dios.
Algunas veces cuando pensamos en el cielo estamos pensando en nuestras categorías humanas. Unos méritos que nos ganamos y a quien tenga más méritos más se le da. Pienso que en el cielo no hay esas categorías. Porque si el cielo es la posesión de Dios, cuando tenemos a Dios, lo tendremos siempre en plenitud. Cuando gocemos de la visión de Dios, será una visión de Dios en plenitud. Cuando gocemos de la vida de Dios, ese gozo, esa felicidad es en plenitud, porque en el cielo no puede ser de otra manera.
Quizá cuando estamos pensando en eso desde aquí abajo, nos sucede un poco como a los obreros de la parábola. ‘...nosotros hemos aguantado todo el peso del día y el bochorno’. Pero pienso que cuando ya gocemos de Dios no nos caben las sombras de la envidia o del resentimiento porque a mí me da igual, menos o más según mis medidas, que al otro. Simplemente gozamos de Dios y lo hacemos en plenitud. Por eso lo importante es esa respuesta que nosotros le demos a esa invitación que el Señor nos hace.
Dios nos gana siempre en generosidad. El amor que Dios nos tiene es por igual para todos. No caben esas categorías de diferenciaciones ni de méritos. Porque además la salvación no es por lo que nosotros merezcamos, sino por lo que el Señor en su infinita bondad quiere ofrecernos. La salvación es un regalo que El nos da, es gracia. Y Dios es siempre más generoso que todo lo generoso que nosotros podamos ser.
Que alcancemos ese denario de Dios. Que vivamos y trabajemos en su viña y así gozaremos de la plenitud de Dios. Démosle gracias a Dios porque así nos quiere hacer partícipes de su vida y de su gloria.
Sal. 22
Mt. 20, 1-16
¿Qué decir de esta parábola que nos propone Jesús en el evangelio de los trabajadores llamados a su viña a distintas horas? Sencillamente que Dios nos quiere a todos en su viña. Nos irá llamando en distintas horas de nuestra vida, pero lo que quiere es que todos estemos en su viña del Reino de los cielos. ‘Salió al amanecer... otra vez a media mañana... hacia mediodía y a media tarde... al caer la tarde... id también vosotros a mi viña’.
Unos desde la más temprana edad mamaron, por decirlo así, en sus padres cristianos y en su familia el don de la fe y del amor de Dios, y otros en su pubertad o en su juventud, en la edad madura de la vida adulta o quizá en los últimos años de su vida, han ido recibiendo esa llamada del Señor. Las circunstancias han hecho que no lo hayamos conocido siempre desde la primera hora, pero El si ha estado llamándonos en las distintas horas. Lo importante es que respondamos en la hora que el Seños nos invite a participar de su viña. Y a todos nos ofrece un denario. ‘Se ajustaron con él en un denario...’
¿Qué significa ese denario que nos ofrece? ¿En qué consiste ese pago que nos da por la respuesta a pertenecer y trabajar en su viña?
Sencillamente tenemos que decir, la vida eterna. No son pagos con premios y ganancias humanas. Son regalos de plenitud. ¿Qué nos ofrece el Señor? ¿En qué consiste ese cielo que nos ofrece? Vivir a Dios, vivir la vida de Dios en plenitud, la visión de Dios, la posesión eterna de Dios. Esta es su heredad. Y todo eso en plenitud. Es la plenitud de la dicha del cielo, de la posesión de Dios, de la visión de Dios, de ese llenarnos de la vida de Dios para estar en Dios.
Algunas veces cuando pensamos en el cielo estamos pensando en nuestras categorías humanas. Unos méritos que nos ganamos y a quien tenga más méritos más se le da. Pienso que en el cielo no hay esas categorías. Porque si el cielo es la posesión de Dios, cuando tenemos a Dios, lo tendremos siempre en plenitud. Cuando gocemos de la visión de Dios, será una visión de Dios en plenitud. Cuando gocemos de la vida de Dios, ese gozo, esa felicidad es en plenitud, porque en el cielo no puede ser de otra manera.
Quizá cuando estamos pensando en eso desde aquí abajo, nos sucede un poco como a los obreros de la parábola. ‘...nosotros hemos aguantado todo el peso del día y el bochorno’. Pero pienso que cuando ya gocemos de Dios no nos caben las sombras de la envidia o del resentimiento porque a mí me da igual, menos o más según mis medidas, que al otro. Simplemente gozamos de Dios y lo hacemos en plenitud. Por eso lo importante es esa respuesta que nosotros le demos a esa invitación que el Señor nos hace.
Dios nos gana siempre en generosidad. El amor que Dios nos tiene es por igual para todos. No caben esas categorías de diferenciaciones ni de méritos. Porque además la salvación no es por lo que nosotros merezcamos, sino por lo que el Señor en su infinita bondad quiere ofrecernos. La salvación es un regalo que El nos da, es gracia. Y Dios es siempre más generoso que todo lo generoso que nosotros podamos ser.
Que alcancemos ese denario de Dios. Que vivamos y trabajemos en su viña y así gozaremos de la plenitud de Dios. Démosle gracias a Dios porque así nos quiere hacer partícipes de su vida y de su gloria.
martes, 19 de agosto de 2008
Con su pobreza enriquecernos a todos...
Ez. 28, 1-10
Dt. 32, 26-28.30.35-36
Mt. 19, 23-30
‘Creedme: difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos’. Una afirmación tajante y rotunda de Jesús, de manera que los discípulos espantados se preguntan: ‘Entonces, ¿quién puede salvarse?’
La afirmación de Jesús viene a continuación del hecho que comentábamos ayer. El joven que cuando Jesús le propone vender todo lo que tiene para dar el dinero a los padre y luego seguirle, se va ‘triste, porque era rico’. Por eso Jesús incluso pondrá la comparación de que ‘más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos’. Agujas se llamaban las puertas pequeñas que había en las murallas de la ciudad, en las que por su estrechez no podía pasar un camello con toda su carga.
El profeta Ezequiel que hoy hemos escuchado también en nombre del Señor habla contra aquellas ciudades y aquellos hombres que se habían llenado de orgullo por sus riquezas. Era proverbial la riqueza de los fenicios, al norte de Israel, donde estaban las ciudades de Tiro y Sidón a las que hoy se dirige el profeta. Eran unos grandes mercaderes y esa tarea del comercio les había hecho amasar inmensas fortunas.
Es por lo que el profeta les dice: ‘Se hinchó tu corazón y dijiste: soy Dios entronizado en solio de dioses en el corazón del mar... con tu talento, con tu habilidad, te hiciste una fortuna, acumulaste oro y plata en tus tesoros... ibas acrecentando tu fortuna y tu fortuna te llenó de presunción...’
Todos conocemos las actitudes presuntuosas de quienes han amasado fortunas y por eso se creen poderosos por encima de todos, como para dominar a todos y manejarlos a su antojo por la fuerza y el poder del dinero. Es la tentación del dinero, pero que quienes quizá con pobres y nada tienen en su ambición sueñan también con tener un día tal poderío económico para así sentirse halagados por todos.
El Señor nos libre de esas tentaciones. Que nuestro espíritu y nuestro corazón sea humilde y nunca apeguemos nuestro corazón a las cosas materiales y terrenas. ‘Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para con su pobreza enriquecernos a todos’. Así nos enseña el apóstol en sus cartas.
Así lo contemplamos en el evangelio. Serían muchos los textos en los que podemos contemplar a Jesús así. El que no vino a ser servido sino a servir, lo contemplamos en el oficio de los sirvientes, a los pies de sus discípulos. ‘Me llamáis el Maestro y el Señor y en verdad lo soy; si yo os he lavado los pies, os he dado ejemplo para que vosotros también lo hagáis’. Es el ejemplo, la lección que nos da Jesús. Es el estilo de los que vivimos o queremos vivir en su reino.
Pedro todavía se atreve a preguntar a Jesús: ‘Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué nos va a tocar?’ Jesús nos dará siempre lo mejor. Y lo mejor es poder vivir a Dios y teniendo a Dios lo tenemos todo y además en abundancia. ‘El que por mí deja casa, hermanos y hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna’. No dejamos las cosas haciéndonos pobres para enriquecernos con bienes o riquezas materiales. El premio lo tenemos en la vida eterna, que es lo importante. Y la vida eterna es poseer a Dios.
Terminará diciendo Jesús: ‘Muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros’.
Dt. 32, 26-28.30.35-36
Mt. 19, 23-30
‘Creedme: difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos’. Una afirmación tajante y rotunda de Jesús, de manera que los discípulos espantados se preguntan: ‘Entonces, ¿quién puede salvarse?’
La afirmación de Jesús viene a continuación del hecho que comentábamos ayer. El joven que cuando Jesús le propone vender todo lo que tiene para dar el dinero a los padre y luego seguirle, se va ‘triste, porque era rico’. Por eso Jesús incluso pondrá la comparación de que ‘más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos’. Agujas se llamaban las puertas pequeñas que había en las murallas de la ciudad, en las que por su estrechez no podía pasar un camello con toda su carga.
El profeta Ezequiel que hoy hemos escuchado también en nombre del Señor habla contra aquellas ciudades y aquellos hombres que se habían llenado de orgullo por sus riquezas. Era proverbial la riqueza de los fenicios, al norte de Israel, donde estaban las ciudades de Tiro y Sidón a las que hoy se dirige el profeta. Eran unos grandes mercaderes y esa tarea del comercio les había hecho amasar inmensas fortunas.
Es por lo que el profeta les dice: ‘Se hinchó tu corazón y dijiste: soy Dios entronizado en solio de dioses en el corazón del mar... con tu talento, con tu habilidad, te hiciste una fortuna, acumulaste oro y plata en tus tesoros... ibas acrecentando tu fortuna y tu fortuna te llenó de presunción...’
Todos conocemos las actitudes presuntuosas de quienes han amasado fortunas y por eso se creen poderosos por encima de todos, como para dominar a todos y manejarlos a su antojo por la fuerza y el poder del dinero. Es la tentación del dinero, pero que quienes quizá con pobres y nada tienen en su ambición sueñan también con tener un día tal poderío económico para así sentirse halagados por todos.
El Señor nos libre de esas tentaciones. Que nuestro espíritu y nuestro corazón sea humilde y nunca apeguemos nuestro corazón a las cosas materiales y terrenas. ‘Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para con su pobreza enriquecernos a todos’. Así nos enseña el apóstol en sus cartas.
Así lo contemplamos en el evangelio. Serían muchos los textos en los que podemos contemplar a Jesús así. El que no vino a ser servido sino a servir, lo contemplamos en el oficio de los sirvientes, a los pies de sus discípulos. ‘Me llamáis el Maestro y el Señor y en verdad lo soy; si yo os he lavado los pies, os he dado ejemplo para que vosotros también lo hagáis’. Es el ejemplo, la lección que nos da Jesús. Es el estilo de los que vivimos o queremos vivir en su reino.
Pedro todavía se atreve a preguntar a Jesús: ‘Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué nos va a tocar?’ Jesús nos dará siempre lo mejor. Y lo mejor es poder vivir a Dios y teniendo a Dios lo tenemos todo y además en abundancia. ‘El que por mí deja casa, hermanos y hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna’. No dejamos las cosas haciéndonos pobres para enriquecernos con bienes o riquezas materiales. El premio lo tenemos en la vida eterna, que es lo importante. Y la vida eterna es poseer a Dios.
Terminará diciendo Jesús: ‘Muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros’.
lunes, 18 de agosto de 2008
Que por la fuerza del Espíritu lleguemos a un amor desinteresado y generoso
Ez. 24, 15-24
Sal.50
Mt. 19, 16-22
Un joven bueno y cumplidor, insatisfecho que busca algo más, pero incapaz de dar el paso definitivo. Así me atrevo a considera al joven rico del que nos habla el evangelio.
‘Se acercó a Jesús y le preguntó: Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?’. Ahí está manifestando su insatisfacción por lo que hasta entonces hacía. Quería algo más. Ante la propuesta de Jesús de cumplir los mandamientos, ‘no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo’, responde: ‘Todo eso lo he cumplido, ¿qué me falta?’ Era un joven bueno y cumplidor. Uno de los evangelistas especifica que Jesús se le quedó mirando. Una mirada de cariño y de admiración. ¡Claro que tiene uno que admirarse ante un joven que cumple los mandamientos y que es bueno!
Pero él sigue deseando algo más – ‘¿qué me falta?’ - y Jesús se lo propone: ‘Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres – así tendrás un tesoro en el cielo – y luego vente conmigo’.
Aquí llegó el momento de la indecisión, donde no fue capaz de dar el paso definitivo. ‘Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico’.
Cuando llega este momento solemos cargar las tintas sobre el joven rico, porque no fue capaz de dar el paso siguiente. Pero, con sinceridad, yo me pregunto, ¿es que nosotros somos mejores?, ¿acaso nosotros damos también siempre ese paso que nos pide Jesús para llegar hasta el final? ¡Qué fácil es mirar y juzgar a los demás y qué difícil es mirarnos a nosotros mismos!
También nosotros decimos muchas veces, yo no mato ni robo, yo no tengo pecados. Puede ser cierto, y no soy quién para dudarlo, que cumplamos fielmente los mandamientos uno por uno. Somos quizá cumplidores, pero nos falta la entrega de nuestro amor, la generosidad de nuestro espíritu, el desprendimiento de nuestros apegos. No es solo necesario un cumplimiento formal, pero que puede ser frío y falto de espíritu. Es la exquisita delicadeza de nuestro amor. Es una generosidad sin límites.
Jesús proclamó en la primera de sus bienaventuranzas: ‘Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos’. Que por la fuerza del Espíritu nos hagamos pobres; que por la fuerza del Espíritu seamos capaces de vivir como si no poseyéramos; por la fuerza del Espíritu que seamos desprendidos con generosidad para compartir desinteresadamente; que por la fuerza del Espíritu nos arranquemos de nuestros apegos, de nuestro yo egoísta e insolidario.
¡Cuántas cosas ‘mías’ tenemos de las que nos cuesta desapegarnos! ¡Cuántas cosas tenemos que vender! Miremos con ojos sinceros nuestra vida.
Porque sí cumplimos porque queremos cumplir los mandamientos formalmente, no queremos hacer daño a nadie de forma consciente, pero no es sólo eso. Hay algo más hondo que tiene que estar por debajo de todo ese cumplir, en el fondo de ese no querer hacer daño a los demás. Es el espíritu del amor. Porque no ayudo o comparto simplemente para que mañana me ayudes a mí o compartas conmigo, porque tú lo hiciste ayer. Eso es irnos pagándonos mutuamente las cosas buenas que nos hacemos. Amar es hacerlo como lo hizo Jesús con generosidad, desinteresadamente, aunque no seamos correspondidos en nuestro amor.
Es lo que quizá le faltó a aquel joven, pero también quizá nos falta muchas veces a nosotros. Que la fuerza del Espíritu del Señor nos ilumine y nos fortalezca para que seamos capaces de atesorar ese tesoro en el cielo.
Sal.50
Mt. 19, 16-22
Un joven bueno y cumplidor, insatisfecho que busca algo más, pero incapaz de dar el paso definitivo. Así me atrevo a considera al joven rico del que nos habla el evangelio.
‘Se acercó a Jesús y le preguntó: Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?’. Ahí está manifestando su insatisfacción por lo que hasta entonces hacía. Quería algo más. Ante la propuesta de Jesús de cumplir los mandamientos, ‘no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo’, responde: ‘Todo eso lo he cumplido, ¿qué me falta?’ Era un joven bueno y cumplidor. Uno de los evangelistas especifica que Jesús se le quedó mirando. Una mirada de cariño y de admiración. ¡Claro que tiene uno que admirarse ante un joven que cumple los mandamientos y que es bueno!
Pero él sigue deseando algo más – ‘¿qué me falta?’ - y Jesús se lo propone: ‘Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres – así tendrás un tesoro en el cielo – y luego vente conmigo’.
Aquí llegó el momento de la indecisión, donde no fue capaz de dar el paso definitivo. ‘Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico’.
Cuando llega este momento solemos cargar las tintas sobre el joven rico, porque no fue capaz de dar el paso siguiente. Pero, con sinceridad, yo me pregunto, ¿es que nosotros somos mejores?, ¿acaso nosotros damos también siempre ese paso que nos pide Jesús para llegar hasta el final? ¡Qué fácil es mirar y juzgar a los demás y qué difícil es mirarnos a nosotros mismos!
También nosotros decimos muchas veces, yo no mato ni robo, yo no tengo pecados. Puede ser cierto, y no soy quién para dudarlo, que cumplamos fielmente los mandamientos uno por uno. Somos quizá cumplidores, pero nos falta la entrega de nuestro amor, la generosidad de nuestro espíritu, el desprendimiento de nuestros apegos. No es solo necesario un cumplimiento formal, pero que puede ser frío y falto de espíritu. Es la exquisita delicadeza de nuestro amor. Es una generosidad sin límites.
Jesús proclamó en la primera de sus bienaventuranzas: ‘Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos’. Que por la fuerza del Espíritu nos hagamos pobres; que por la fuerza del Espíritu seamos capaces de vivir como si no poseyéramos; por la fuerza del Espíritu que seamos desprendidos con generosidad para compartir desinteresadamente; que por la fuerza del Espíritu nos arranquemos de nuestros apegos, de nuestro yo egoísta e insolidario.
¡Cuántas cosas ‘mías’ tenemos de las que nos cuesta desapegarnos! ¡Cuántas cosas tenemos que vender! Miremos con ojos sinceros nuestra vida.
Porque sí cumplimos porque queremos cumplir los mandamientos formalmente, no queremos hacer daño a nadie de forma consciente, pero no es sólo eso. Hay algo más hondo que tiene que estar por debajo de todo ese cumplir, en el fondo de ese no querer hacer daño a los demás. Es el espíritu del amor. Porque no ayudo o comparto simplemente para que mañana me ayudes a mí o compartas conmigo, porque tú lo hiciste ayer. Eso es irnos pagándonos mutuamente las cosas buenas que nos hacemos. Amar es hacerlo como lo hizo Jesús con generosidad, desinteresadamente, aunque no seamos correspondidos en nuestro amor.
Es lo que quizá le faltó a aquel joven, pero también quizá nos falta muchas veces a nosotros. Que la fuerza del Espíritu del Señor nos ilumine y nos fortalezca para que seamos capaces de atesorar ese tesoro en el cielo.
domingo, 17 de agosto de 2008
La fe de una mujer cananea
La fe de una mujer cananea
La Palabra de Dios quiere siempre iluminarnos en nuestra vida concreta, en las situaciones nuevas que vivimos cada día. Es una Palabra viva y de vida. Por eso, ante ella tenemos que ponernos con sinceridad y apertura de corazón desde esa realidad concreta que vivimos. Es importante esa sinceridad de nuestra vida y esa escucha con corazón abierto.
Digo situaciones nuevas que vivimos cada día, porque esa es nuestra realidad hoy. Pienso en este mundo cambiante que estamos viviendo. Vemos cómo cada día van cambiando las costumbres y ya no todo es igual, por mucho que nosotros nos empeñemos; cómo cada día nos vamos encontrando con gente nueva, gente que ha venido de otros países; cómo ya no pensamos todos de la misma manera, y cada uno tiene su opinión sobre la vida, la sociedad, la solución de los problemas que nos encontramos; cómo no todos entienden la religión de la misma forma, observamos a nuestro lado a gente de otras religiones y nos tocan incluso a la puerta los que vienen a ofrecernos cada día su forma de entender la religión. Y así muchas cosas más.
¿Qué hacemos ante todo eso? Tenemos la tentación de mirar de reojo a la gente nueva que viene a vivir en nuestra tierra; puede aparecer el miedo, los recelos o la desconfianza a todo y a todos; podemos encerrarnos en nuestro grupito y en los que piensan como nosotros y aislarnos; tenemos también el peligro de dejarnos influir por cualquier novedad o cualquier cosa que nos digan... Muchas reacciones y posturas. Pero, me pregunto, ¿por qué no miramos lo bueno que puede haber en todo eso? ¿Por qué no se establecen unas relaciones humanas y de respeto entre todos? ¿Cuál ha de ser mi postura como cristiano que sigo a Jesús?
En el evangelio contemplamos una situación algo semejante. ‘Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y de Sidón’. Eso estaba ya fuera de los límites de Israel. Quienes allí vivían no eran principalmente los judíos. Eran cananeos. Y contemplamos que ‘una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo’.
Lo que sucede a continuación nos choca un poco y nos cuesta en principio entender. La reacción que manifiesta Jesús de entrada aparece como la normal de cualquier judío que no quiere mezclarse con los gentiles y se creían que la salvación sólo les pertenecía a ellos. Pero tenemos que descubrir algo más. La lectura nos la da el final de este relato. Porque tras el diálogo, un tanto duro, que se cruza entre Jesús y aquella mujer, Jesús terminará reconociendo la fe grande de aquella mujer. ‘Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas’.
Jesús valora la fe de esta mujer, que no es judía. ‘¡Qué grande es tu fe!’ Nos hace recordar también otro caso, cuando el centurión romano, un pagano, viene también hasta Jesús con una fe ilimitada a pedir la curación de su criado. ‘No he encontrado en Israel en nadie tanta fe’, diría Jesús entonces.
¿Qué nos está enseñando Jesús? Primero que nada que tenemos que saber valorar lo bueno de los demás venga de donde venga. No valen prejuicios ni actitudes previas de desconfianza. Nos parece tantas veces que nosotros somos los únicos que saber hacer cosas buenas. Nos hemos encerrado tanto en nosotros mismos que ya no tenemos ojos para ver lo bueno de los demás. Pero en toda persona, sea quien sea, piense como piense, provenga de donde provenga, hay muchas cosas buenas. Tenemos que valorar a los demás. No nos podemos creer únicos. Quizá nos haga falta una apertura de corazón hacia los otros, hacia todos, para descubrir la dignidad y lo bueno de cada persona.
Es necesario, pues, también saber descubrir y valorar la fe que tienen las otras personas, sean quienes sean. No tenemos la exclusividad de la fe. Hemos de ser muy respetuosos siempre de la fe de los demás, aunque nos parezca que es una fe sencilla. Muchas veces esas personas, aunque no sean cristianos, en su coherencia de vida y hasta en su compromiso pudieran darnos un ejemplo y un testimonio grande a quienes venimos mucho a la Iglesia y nos llamamos cristianos, pero quizá no vivimos tan congruentemente nuestra fe.
Hay algo más que podemos encontrar en esta Palabra hoy proclamada. La universalidad de la fe y de la salvación. También esta mujer cananea, que no es judía, como lo fue el centurión romano al que hacíamos antes referencia, es beneficiaria de la salvación que nos ofrece Jesús. No es exclusividad del pueblo judío. Lo cual podemos encontrar ya en Isaías, en la primera lectura hoy proclamada. ‘A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo y para amar el nombre del Señor y ser sus servidores y perseveran en mi alianza...guardando el derecho y practicando la justicia... los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración...’ nos decía el profeta.
Jesús quiere que a todos los hombres alcance su salvación y por todos El ha ofrecido su Sangre derramada en la Cruz. Si con las actitudes que vemos reflejadas en la mujer cananea, o como nos ha dicho el profeta Isaías acudimos al Señor, de El siempre obtendremos la salvación porque así de generoso es el corazón del Señor para con nosotros.
En la mujer cananea, por ejemplo, podemos admirar su fe, su confianza, su humildad, su perseverancia. Nada le hace desistir de la confianza que ha puesto en el Señor. Humildemente espera alcanzar aunque sea lo que se caiga de la mesa. Es perseverante en su súplica hasta alcanzar lo que pide, como nos enseñará Jesús tantas veces en el Evangelio.
Creo que este doble mensaje que hemos escuchado puede valernos mucho para el día a día de nuestra vida. Unas actitudes nuevas en nuestra relación con los demás, con una apertura más amplia de nuestra mirada y nuestro corazón, por una parte. Y por otra parte ese deseo de que la salvación de Jesús pueda alcanzar a todos los hombres, lo que nos llevaría a un compromiso más serio de ese anuncio del evangelio a todos los que nos rodean, para que todos puedan vivir esa gracia y salvación que Jesús nos ofrece.
La Palabra de Dios quiere siempre iluminarnos en nuestra vida concreta, en las situaciones nuevas que vivimos cada día. Es una Palabra viva y de vida. Por eso, ante ella tenemos que ponernos con sinceridad y apertura de corazón desde esa realidad concreta que vivimos. Es importante esa sinceridad de nuestra vida y esa escucha con corazón abierto.
Digo situaciones nuevas que vivimos cada día, porque esa es nuestra realidad hoy. Pienso en este mundo cambiante que estamos viviendo. Vemos cómo cada día van cambiando las costumbres y ya no todo es igual, por mucho que nosotros nos empeñemos; cómo cada día nos vamos encontrando con gente nueva, gente que ha venido de otros países; cómo ya no pensamos todos de la misma manera, y cada uno tiene su opinión sobre la vida, la sociedad, la solución de los problemas que nos encontramos; cómo no todos entienden la religión de la misma forma, observamos a nuestro lado a gente de otras religiones y nos tocan incluso a la puerta los que vienen a ofrecernos cada día su forma de entender la religión. Y así muchas cosas más.
¿Qué hacemos ante todo eso? Tenemos la tentación de mirar de reojo a la gente nueva que viene a vivir en nuestra tierra; puede aparecer el miedo, los recelos o la desconfianza a todo y a todos; podemos encerrarnos en nuestro grupito y en los que piensan como nosotros y aislarnos; tenemos también el peligro de dejarnos influir por cualquier novedad o cualquier cosa que nos digan... Muchas reacciones y posturas. Pero, me pregunto, ¿por qué no miramos lo bueno que puede haber en todo eso? ¿Por qué no se establecen unas relaciones humanas y de respeto entre todos? ¿Cuál ha de ser mi postura como cristiano que sigo a Jesús?
En el evangelio contemplamos una situación algo semejante. ‘Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y de Sidón’. Eso estaba ya fuera de los límites de Israel. Quienes allí vivían no eran principalmente los judíos. Eran cananeos. Y contemplamos que ‘una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo’.
Lo que sucede a continuación nos choca un poco y nos cuesta en principio entender. La reacción que manifiesta Jesús de entrada aparece como la normal de cualquier judío que no quiere mezclarse con los gentiles y se creían que la salvación sólo les pertenecía a ellos. Pero tenemos que descubrir algo más. La lectura nos la da el final de este relato. Porque tras el diálogo, un tanto duro, que se cruza entre Jesús y aquella mujer, Jesús terminará reconociendo la fe grande de aquella mujer. ‘Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas’.
Jesús valora la fe de esta mujer, que no es judía. ‘¡Qué grande es tu fe!’ Nos hace recordar también otro caso, cuando el centurión romano, un pagano, viene también hasta Jesús con una fe ilimitada a pedir la curación de su criado. ‘No he encontrado en Israel en nadie tanta fe’, diría Jesús entonces.
¿Qué nos está enseñando Jesús? Primero que nada que tenemos que saber valorar lo bueno de los demás venga de donde venga. No valen prejuicios ni actitudes previas de desconfianza. Nos parece tantas veces que nosotros somos los únicos que saber hacer cosas buenas. Nos hemos encerrado tanto en nosotros mismos que ya no tenemos ojos para ver lo bueno de los demás. Pero en toda persona, sea quien sea, piense como piense, provenga de donde provenga, hay muchas cosas buenas. Tenemos que valorar a los demás. No nos podemos creer únicos. Quizá nos haga falta una apertura de corazón hacia los otros, hacia todos, para descubrir la dignidad y lo bueno de cada persona.
Es necesario, pues, también saber descubrir y valorar la fe que tienen las otras personas, sean quienes sean. No tenemos la exclusividad de la fe. Hemos de ser muy respetuosos siempre de la fe de los demás, aunque nos parezca que es una fe sencilla. Muchas veces esas personas, aunque no sean cristianos, en su coherencia de vida y hasta en su compromiso pudieran darnos un ejemplo y un testimonio grande a quienes venimos mucho a la Iglesia y nos llamamos cristianos, pero quizá no vivimos tan congruentemente nuestra fe.
Hay algo más que podemos encontrar en esta Palabra hoy proclamada. La universalidad de la fe y de la salvación. También esta mujer cananea, que no es judía, como lo fue el centurión romano al que hacíamos antes referencia, es beneficiaria de la salvación que nos ofrece Jesús. No es exclusividad del pueblo judío. Lo cual podemos encontrar ya en Isaías, en la primera lectura hoy proclamada. ‘A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo y para amar el nombre del Señor y ser sus servidores y perseveran en mi alianza...guardando el derecho y practicando la justicia... los traeré a mi monte santo, los alegraré en mi casa de oración...’ nos decía el profeta.
Jesús quiere que a todos los hombres alcance su salvación y por todos El ha ofrecido su Sangre derramada en la Cruz. Si con las actitudes que vemos reflejadas en la mujer cananea, o como nos ha dicho el profeta Isaías acudimos al Señor, de El siempre obtendremos la salvación porque así de generoso es el corazón del Señor para con nosotros.
En la mujer cananea, por ejemplo, podemos admirar su fe, su confianza, su humildad, su perseverancia. Nada le hace desistir de la confianza que ha puesto en el Señor. Humildemente espera alcanzar aunque sea lo que se caiga de la mesa. Es perseverante en su súplica hasta alcanzar lo que pide, como nos enseñará Jesús tantas veces en el Evangelio.
Creo que este doble mensaje que hemos escuchado puede valernos mucho para el día a día de nuestra vida. Unas actitudes nuevas en nuestra relación con los demás, con una apertura más amplia de nuestra mirada y nuestro corazón, por una parte. Y por otra parte ese deseo de que la salvación de Jesús pueda alcanzar a todos los hombres, lo que nos llevaría a un compromiso más serio de ese anuncio del evangelio a todos los que nos rodean, para que todos puedan vivir esa gracia y salvación que Jesús nos ofrece.