La maldad nos llena de muerte, pero Cristo nos da vida
Jer. 26, 11-16.24
Sal. 68
Mt. 14, 1-12
La maldad y el pecado siempre nos llenan de muerte. La rectitud de corazón y el amor siempre será un camino que nos lleva a la vida. Cuánta negrura somos capaces de meter en nuestro corazón cuando arrancamos de él el amor y dejamos que la maldad se apodere de nosotros. Pero también de cuánta luz podemos llenarnos si dejamos que se introduzcan en nosotros los resplandores del amor y de una vida recta.
La página del evangelio que comentamos, el martirio de Juan Bautista, nos lo refleja. Negruras y muerte vemos en la vida licenciosa que vive Herodes y que el Bautista denuncia. Todo vendrá luego como en cascada. La cárcel de Juan, el intento o deseos de darle muerte; los miedos y temores pero también los respetos humanos; el odio, el resentimiento, la envidia, la venganza y los malos deseos, lo vemos reflejado en Herodes, Herodías y todo su entorno. Todo es muerte en el corazón de aquellas personas. No era Juan el que estaba en la muerte, aunque perdiera la vida, sino aquellos que se la arrebataron.
A contraluz aparece Juan con su rectitud de conciencia, con su pureza de corazón, y con el sufrimiento que le lleva a la cárcel y al martirio. Pero en él no hay muerte sino vida. Aunque haya que pasar un poco en esta vida terrena, como nos enseña el apóstol. Es un testigo de la verdad, de la justicia, del bien, de la rectitud de vida. Testigo hasta dar la vida.
Una súplica surge en mi corazón. Que no me llene nunca de muerte. Que no deje que las tinieblas se introduzcan en mi corazón. Que me mantenga siempre en un camino de rectitud y de bien. Que me mantenga alejado del odio que mata el alma. Que sea capaz de poner amor allí donde haya odio y rencor. Que sea siempre instrumento de paz y de concordia. Que haga brillar siempre la justicia y luche por liberar a todos los que se sientes esclavizados.
‘¿De qué me vale ganar el mundo entero si pierdo mi alma?... No temáis a los que puedan matar el cuerpo; temed más bien al que puede enviaros con cuerpo y alma al infierno’. Son palabras de Jesús. ‘Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, de ellos es el reino de los cielos’, nos anuncia en las bienaventuranzas. Busquemos lo que es más importante y por lo que merece dar la vida. No temamos la muerte que nos lleva a la vida. ‘Cuando amamos sabemos que pasamos de la muerte a la vida’, nos dice san Juan en sus cartas.
Cristo viene a darnos vida, a arrancarnos de las garras de la muerte, a liberarnos de la peor de las esclavitudes que atan nuestro espíritu. Escuchemos su voz. Sigamos su camino. Dejémonos liberar por su gracia. El dio la vida para arrancarnos de la muerte y darnos una vida que no se acaba, una vida sin fin.
sábado, 2 de agosto de 2008
viernes, 1 de agosto de 2008
La Palabra del Señor permanece para siempre
Jer. 26, 1-9
Sal. 68
Mt. 13, 54-58
‘La palabra del Señor permanece para siempre y esa palabra es el evangelio que os anunciamos’. Es la aclamación al evangelio proclamado y es también nuestra súplica humilde y confiada. Es también la fe que queremos proclamar ante esa Palabra, que para nosotros es palabra de vida y de salvación.
Que aprendamos a escuchar la Palabra y plantarla en nuestro corazón; que sepamos acogerla tal como el Señor nos la trasmite. Fe en la Palabra del Señor. Fe para acogerla tal como el Señor nos la trasmite. Porque no es lo que nosotros queramos escuchar, ni buscamos palabras que nos halaguen el oído o nuestros sentimientos. Sería una actitud negativa y manipuladora de la Palabra del Señor: escuchar solo lo que nos gusta o nos agrade, rechazando lo que pueda ponernos el dedo en la llaga de nuestra vida.
Es una tentación que todos podemos sufrir ante la Palabra que se nos proclama. Les sucedía a los vecinos de Nazaret ante la presencia de Jesús como escuchamos en el evangelio. Se admiraban ante la presencia y el actuar de Jesús. Era uno de su pueblo, que ahora era reconocido por todas partes. Conocido en Cafarnaún y por todas las aldeas de Galilea, la gente se agolpaba a escuchar a Jesús.
Ahora está en medio de ellos. Quizá les gustaría que hiciera allí los milagros que sabían que hacía por todas partes. Pero andaban con cierta desconfianza. ‘¿No es este el hijo del carpintero? ¿No es su madre María y sus hermanos (parientes) Santiago, José, Simón y Judas?’ Y seguían haciéndose preguntas. ‘¿De donde saca esa sabiduría y esos milagros?’
Ellos también estarían pensando en un Mesías triunfante, al frente de grandes ejércitos para liberar al pueblo de la opresión de los romanos. Pero ese Mesías tendría que aparecer de una forma espectacular. Y a Jesús lo conocían de siempre. Con ellos había estado siempre desde niño, correteando por los caminos de Nazaret y haciendo su vida en medio de ellos. Por eso desconfían. ‘¿De donde saca todo eso?’ Les hubiera gustado verlo de otra manera, que dijera o hiciera otras cosas.
Lo mismo le había sucedido al profeta Jeremías. Sus palabras no eran palabras halagadoras, sino de denuncia ante el camino que habían escogido lejos de la fidelidad a la Alianza. Se estaban destruyendo a sí mismos. El profeta denuncia y anuncia las calamidades que van a pasar porque el templo y la ciudad van a ser destruidas si siguen por ese camino. Quieren quitarlo de en medio. No quieren que siga diciendo esas cosas en el mismo templo. ‘Y el pueblo se juntó contra Jeremías en el templo del Señor’.
Pero, ¿no nos pasará a nosotros de manera semejante? ¿Cuál es la actitud profunda que tenemos ante la Palabra del Señor que se nos proclama? También buscamos palabras bonitas y halagadores, predicadores de renombre y que nos hablen con pomposidad. Nos gustaría escuchar palabras que nos adormezcan. Y cuando no nos agrada también comenzamos a tener actitudes pasivas y negativas. Es un rollo. Se alarga demasiado. No sabe hablar. Es un pesado. Debería decirnos otras cosas. Tendría que ser más ameno. Y así no sé cuántas cosas más con las que pretendemos que lo que se nos dice se acomode a nuestros gustos.
En el evangelio dice que ‘Jesús en Nazaret no hizo muchos milagros, porque les faltaba fe’. Y les denuncia Jesús: ‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Nos falta fe para descubrir lo que es la Palabra de Dios para nuestra vida, para descubrir el mensaje de vida y salvación que siempre se nos trasmite. Nos hace falta fe para ponernos con actitud humilde y acogedora ante la Palabra que se nos proclama. Es necesario que vayamos con un corazón más abierto a la escucha.
Tenemos que desterrar de nosotros las malas hierbas, los pedruscos o la dureza del corazón para que seamos en verdad tierra buena. Tenemos que abrir los oídos del corazón para escuchar. Que Dios se nos manifiesta y nos habla no por los caminos que nosotros queramos, sino como El quiera hacerse oír y llegar a nosotros. No podemos tener prejuicios ante quien nos anuncia la Palabra de Dios, sino tratar siempre de descubrir esa Palabra de Vida que el Señor quiere siempre trasmitirnos. Que no busquemos grandiosidades o cosas espectaculares porque el Señor se nos manifiesta en lo pequeño y en lo sencillo. Que siempre será para nosotros una Buena Noticia de Salvación la que llegue a nuestra vida.
Sal. 68
Mt. 13, 54-58
‘La palabra del Señor permanece para siempre y esa palabra es el evangelio que os anunciamos’. Es la aclamación al evangelio proclamado y es también nuestra súplica humilde y confiada. Es también la fe que queremos proclamar ante esa Palabra, que para nosotros es palabra de vida y de salvación.
Que aprendamos a escuchar la Palabra y plantarla en nuestro corazón; que sepamos acogerla tal como el Señor nos la trasmite. Fe en la Palabra del Señor. Fe para acogerla tal como el Señor nos la trasmite. Porque no es lo que nosotros queramos escuchar, ni buscamos palabras que nos halaguen el oído o nuestros sentimientos. Sería una actitud negativa y manipuladora de la Palabra del Señor: escuchar solo lo que nos gusta o nos agrade, rechazando lo que pueda ponernos el dedo en la llaga de nuestra vida.
Es una tentación que todos podemos sufrir ante la Palabra que se nos proclama. Les sucedía a los vecinos de Nazaret ante la presencia de Jesús como escuchamos en el evangelio. Se admiraban ante la presencia y el actuar de Jesús. Era uno de su pueblo, que ahora era reconocido por todas partes. Conocido en Cafarnaún y por todas las aldeas de Galilea, la gente se agolpaba a escuchar a Jesús.
Ahora está en medio de ellos. Quizá les gustaría que hiciera allí los milagros que sabían que hacía por todas partes. Pero andaban con cierta desconfianza. ‘¿No es este el hijo del carpintero? ¿No es su madre María y sus hermanos (parientes) Santiago, José, Simón y Judas?’ Y seguían haciéndose preguntas. ‘¿De donde saca esa sabiduría y esos milagros?’
Ellos también estarían pensando en un Mesías triunfante, al frente de grandes ejércitos para liberar al pueblo de la opresión de los romanos. Pero ese Mesías tendría que aparecer de una forma espectacular. Y a Jesús lo conocían de siempre. Con ellos había estado siempre desde niño, correteando por los caminos de Nazaret y haciendo su vida en medio de ellos. Por eso desconfían. ‘¿De donde saca todo eso?’ Les hubiera gustado verlo de otra manera, que dijera o hiciera otras cosas.
Lo mismo le había sucedido al profeta Jeremías. Sus palabras no eran palabras halagadoras, sino de denuncia ante el camino que habían escogido lejos de la fidelidad a la Alianza. Se estaban destruyendo a sí mismos. El profeta denuncia y anuncia las calamidades que van a pasar porque el templo y la ciudad van a ser destruidas si siguen por ese camino. Quieren quitarlo de en medio. No quieren que siga diciendo esas cosas en el mismo templo. ‘Y el pueblo se juntó contra Jeremías en el templo del Señor’.
Pero, ¿no nos pasará a nosotros de manera semejante? ¿Cuál es la actitud profunda que tenemos ante la Palabra del Señor que se nos proclama? También buscamos palabras bonitas y halagadores, predicadores de renombre y que nos hablen con pomposidad. Nos gustaría escuchar palabras que nos adormezcan. Y cuando no nos agrada también comenzamos a tener actitudes pasivas y negativas. Es un rollo. Se alarga demasiado. No sabe hablar. Es un pesado. Debería decirnos otras cosas. Tendría que ser más ameno. Y así no sé cuántas cosas más con las que pretendemos que lo que se nos dice se acomode a nuestros gustos.
En el evangelio dice que ‘Jesús en Nazaret no hizo muchos milagros, porque les faltaba fe’. Y les denuncia Jesús: ‘Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta’. Nos falta fe para descubrir lo que es la Palabra de Dios para nuestra vida, para descubrir el mensaje de vida y salvación que siempre se nos trasmite. Nos hace falta fe para ponernos con actitud humilde y acogedora ante la Palabra que se nos proclama. Es necesario que vayamos con un corazón más abierto a la escucha.
Tenemos que desterrar de nosotros las malas hierbas, los pedruscos o la dureza del corazón para que seamos en verdad tierra buena. Tenemos que abrir los oídos del corazón para escuchar. Que Dios se nos manifiesta y nos habla no por los caminos que nosotros queramos, sino como El quiera hacerse oír y llegar a nosotros. No podemos tener prejuicios ante quien nos anuncia la Palabra de Dios, sino tratar siempre de descubrir esa Palabra de Vida que el Señor quiere siempre trasmitirnos. Que no busquemos grandiosidades o cosas espectaculares porque el Señor se nos manifiesta en lo pequeño y en lo sencillo. Que siempre será para nosotros una Buena Noticia de Salvación la que llegue a nuestra vida.
jueves, 31 de julio de 2008
Como está el barro en manos del alfarero
Jer. 18, 1-6
Sal. 145
Mt. 13, 47-53
Estamos acostumbrados a que el profeta Jeremías nos hable no sólo con palabras, sino también con gestos o signos tomados de la vida. En esta ocasión el Señor le pide que baje al taller del alfarero.
¿Qué es lo que ve? Al alfarero haciendo pacientemente su trabajo, haciendo y rehaciendo cuantas veces sea necesario su vasija para que quede perfecta. Antes ha escogido la arcilla mejor, la ha amasado con sus manos estrujando una y otra vez aquel barro que ha formado, luego ha comenzado, ayudado por el torno, a darle forma a la arcilla preparada; ha retocado por aquí, ha mejorado por allá, ha pulido donde era necesario porque quizá era demasiado material, así pacientemente hasta que ha quedado a su gusto y la ha metido en horno para que se cueza y tome la necesaria consistencia para su uso.
¿Qué le dice el Señor? ‘¿Y no podré yo trataros a vosotros, casa de Israel, como el alfarero? Mirad: como está este barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mi mano, casa de Israel’.
En las manos del Señor. El nos ha creado. Ha insuflado su vida en nosotros para que tengamos vida. Ya el Génesis al hablarnos de la creación nos dice ‘el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo’. Todos entendemos que es una imagen y una forma de hablar. Pero nosotros los creyentes decimos que Dios nos ha creado, Dios nos ha dado la vida.
Pero decimos algo más. Dios nos ha dado la vida y nos sigue creando día a día porque día a día seguimos estando en sus manos. Pensamos, cuantas cosas nos ha sucedido en la vida, cómo nos hemos ido haciendo. No somos los mismos que cuando éramos niños, ni cuando adolescentes o jóvenes, y muchas cosas nos han ido sucediendo a través de la vida que nos han ido formando y haciendo como somos hoy.
Pero como creyentes creemos en la mano providente de Dios. Y en todos esos acontecimientos de la vida vemos la mano de Dios que nos ha ido formando. Amasados por las manos de Dios. Con cosas que nos han hecho crecer; cosas que nos han sucedido y nos han purificado; acontecimientos que nos han hecho madurar. Pero Dios que ha ido actuando en nuestra vida a través de esos acontecimientos, esos años vividos, esas personas que han estado a nuestro lado, esos sufrimientos que nos han purificado, esa alegría que ha hecho respirar con hondura el corazón.
No siempre quizá nos hemos dejado hacer por Dios, porque nos hemos resistido a muchas llamadas del Señor que se nos han manifestado en tantas cosas, sobre todo en aquellas que nos podían hacer sufrir. Muchas veces nos hemos querido hacer sólo a nuestra propia imagen y semejanza. Nos hemos resistido hasta incluso en ocasiones oponernos al plan de Dios. Pero Dios ha seguido amasando nuestro barro, y ahí esta la vasija de nuestra vida. Quizá no tan perfecta por nuestras resistencias y nuestros caprichos.
Queremos ser ese barro en manos del alfarero divino. Queremos ponernos en la manos de Dios para dejarnos amasar y hacer por El. Aunque nos cueste. Los dedos de Dios retuercen nuestro barro o el fuego del amor divino quiere quemar muchas escorias. Dios se vale de muchas cosas para hacernos llegar su gracia, que nos purifica, que nos dignifica, que nos hace bellos porque quiere hacernos a su imagen y semejanza, que nos hace lo más grande que un ser humano puede soñar, porque nos hace hijos de Dios. Que todo sea siempre para la mayor gloria de Dios.
Sal. 145
Mt. 13, 47-53
Estamos acostumbrados a que el profeta Jeremías nos hable no sólo con palabras, sino también con gestos o signos tomados de la vida. En esta ocasión el Señor le pide que baje al taller del alfarero.
¿Qué es lo que ve? Al alfarero haciendo pacientemente su trabajo, haciendo y rehaciendo cuantas veces sea necesario su vasija para que quede perfecta. Antes ha escogido la arcilla mejor, la ha amasado con sus manos estrujando una y otra vez aquel barro que ha formado, luego ha comenzado, ayudado por el torno, a darle forma a la arcilla preparada; ha retocado por aquí, ha mejorado por allá, ha pulido donde era necesario porque quizá era demasiado material, así pacientemente hasta que ha quedado a su gusto y la ha metido en horno para que se cueza y tome la necesaria consistencia para su uso.
¿Qué le dice el Señor? ‘¿Y no podré yo trataros a vosotros, casa de Israel, como el alfarero? Mirad: como está este barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mi mano, casa de Israel’.
En las manos del Señor. El nos ha creado. Ha insuflado su vida en nosotros para que tengamos vida. Ya el Génesis al hablarnos de la creación nos dice ‘el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo’. Todos entendemos que es una imagen y una forma de hablar. Pero nosotros los creyentes decimos que Dios nos ha creado, Dios nos ha dado la vida.
Pero decimos algo más. Dios nos ha dado la vida y nos sigue creando día a día porque día a día seguimos estando en sus manos. Pensamos, cuantas cosas nos ha sucedido en la vida, cómo nos hemos ido haciendo. No somos los mismos que cuando éramos niños, ni cuando adolescentes o jóvenes, y muchas cosas nos han ido sucediendo a través de la vida que nos han ido formando y haciendo como somos hoy.
Pero como creyentes creemos en la mano providente de Dios. Y en todos esos acontecimientos de la vida vemos la mano de Dios que nos ha ido formando. Amasados por las manos de Dios. Con cosas que nos han hecho crecer; cosas que nos han sucedido y nos han purificado; acontecimientos que nos han hecho madurar. Pero Dios que ha ido actuando en nuestra vida a través de esos acontecimientos, esos años vividos, esas personas que han estado a nuestro lado, esos sufrimientos que nos han purificado, esa alegría que ha hecho respirar con hondura el corazón.
No siempre quizá nos hemos dejado hacer por Dios, porque nos hemos resistido a muchas llamadas del Señor que se nos han manifestado en tantas cosas, sobre todo en aquellas que nos podían hacer sufrir. Muchas veces nos hemos querido hacer sólo a nuestra propia imagen y semejanza. Nos hemos resistido hasta incluso en ocasiones oponernos al plan de Dios. Pero Dios ha seguido amasando nuestro barro, y ahí esta la vasija de nuestra vida. Quizá no tan perfecta por nuestras resistencias y nuestros caprichos.
Queremos ser ese barro en manos del alfarero divino. Queremos ponernos en la manos de Dios para dejarnos amasar y hacer por El. Aunque nos cueste. Los dedos de Dios retuercen nuestro barro o el fuego del amor divino quiere quemar muchas escorias. Dios se vale de muchas cosas para hacernos llegar su gracia, que nos purifica, que nos dignifica, que nos hace bellos porque quiere hacernos a su imagen y semejanza, que nos hace lo más grande que un ser humano puede soñar, porque nos hace hijos de Dios. Que todo sea siempre para la mayor gloria de Dios.
miércoles, 30 de julio de 2008
Te pondré como muralla de bronce inexpugnable
Te pondré como muralla de bronce inexpugnable
Jer. 15, 10.16-21
Sal.58
Mt. 13, 44-46
Duro y difícil se le hacía al profeta Jeremías cumplir su misión. Pero la había asumido y quería ser fiel. ‘Tu nombre fue pronunciado sobre mí’. Se había resistido cuando el Señor le había llamado. ‘Soy sólo un muchacho y no sé hablar’, había dicho. Pero el Señor había puesto palabras en su boca y fuego en su corazón para cumplir su misión.
Era todo un signo de contradicción en medio del pueblo. Le rechazaban y no querían escucharle. Les hablaba con signos y palabras. Pero le perseguían, le ultrajaban, se burlaban de él, le metían en la mazmorra. ‘Ni he prestado ni me han prestado y todos me maldicen...’
Pero El quería ser fiel y cumplir con su misión. ‘Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba; tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón’, razona el profeta. Pero el Señor estaba a su lado. ‘Si separas lo precioso de la escoria, serás mi boca’. Y el Señor le dice que tenga cuidado para no dejarse seducir. ‘Que ellos se conviertan a ti, no te conviertas tú a ellos. Frente a este pueblo te pondré como muralla de bronce inexpugnable; lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte y salvarte...’
Es también nuestra lucha y nuestra fatiga. Es el camino de nuestra fe y el camino de la misión que el Señor nos confía y en el que muchas veces nos sentimos débiles e incapaces. Queremos ser fieles. Queremos cumplir con la misión que el Señor os ha encomendado, pero sentimos tantas flaquezas en nuestro interior.
Queremos bebernos también las palabras del Señor. Pero las tentaciones de todo tipo nos acechan y nos abruman. Nos sentimos también acosados por todas partes. Pero queremos caminar en la fidelidad. Nos queremos apoyar también en el Señor. ‘Dios es mi refugio en el peligro...’ como dijimos en el salmo. Cada día pedimos al Señor ‘no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal’.
Con el Señor nos sentimos fuertes en todos los embates. Pero incluso en nuestra misma oración algunas veces nos sentimos tentados, porque aunque decimos que el Señor es nuestra fortaleza y nuestro alcázar, algunas veces dudamos. Pensamos que no somos capaces de superar la tentación, de mantenernos en el camino bueno. Por eso también tenemos que superar y vencer esa tentación de la desconfianza y de la falta de fe.
Nosotros hemos encontrado el tesoro escondido, hemos comprado la perla preciosa. Cristo es la alegría de nuestro corazón. Nosotros hemos encontrado a Cristo y El nos da la fuerza de su Espíritu. No luchamos solos, con nosotros está el Espíritu del Señor que nos anima, nos consuela, nos fortalece, nos da vida. Nos sentimos seguros en el Señor. ‘Dios es mi refugio en el peligro... estoy velando contigo, fuerza mía, porque tú, oh Dios, eres mi alcázar...’ Con el Señor de nuestra parte hemos de sentirnos como ‘muralla de bronce inexpugnable’, porque nuestra fortaleza está en el Señor.
martes, 29 de julio de 2008
la verdadera devoción a los santos
Muchas veces cuando nos acercamos a los santos pareciera que sólo acudimos a ellos de una forma que podríamos llamar egoísta, porque sólo pensamos en su protección, en los milagros o cosas extraordinarias que a favor nuestro y de nuestras necesidades puedan hacernos. Es necesario que ahondemos un poco en lo que pueda significar la devoción que tengamos a los santos.
Primero que nada nos manifiestan la santidad de Dios que se refleja en su vida santa y que son entonces una muestra de la fecundidad de la Iglesia y de su vitalidad. La Iglesia es fecunda en la santidad de sus miembros y eso la hace estar llena de vida y de obras de amor y de santidad. La fecundidad de una tierra o la fecundidad de una planta, por fijarnos en alguna cosa, se manifiesta en los frutos que produce. Los frutos de la Iglesia es el amor y la santidad de sus miembros. Frutos de amor que resplandecen de manera especial en la santidad. Todos estamos llamados a ser santos y eso es lo que la Iglesia quiere producir en nosotros. Cuando resplandece la santidad de uno de sus miembros está resplandeciendo entonces la fecundidad de la Iglesia.
Pero esa santidad que contemplamos en los santos se convierte para todos en un ejemplo, un aliciente, un estímulo en ese camino de vida que hemos de vivir. La presencia de los santos a nuestro lado se convierte para nosotros en un aliento en medio de nuestras luchas, en medio de la carrera que hemos de hacer hacia esa meta de la santidad. Contemplar a uno como nosotros que ha llegado a esa corona de gloria nos estimula, nos alienta para que no desfallezcamos, para que nos mantengamos firmes en esa fe y en ese amor que nos conducen a la santidad.
Primero que nada nos manifiestan la santidad de Dios que se refleja en su vida santa y que son entonces una muestra de la fecundidad de la Iglesia y de su vitalidad. La Iglesia es fecunda en la santidad de sus miembros y eso la hace estar llena de vida y de obras de amor y de santidad. La fecundidad de una tierra o la fecundidad de una planta, por fijarnos en alguna cosa, se manifiesta en los frutos que produce. Los frutos de la Iglesia es el amor y la santidad de sus miembros. Frutos de amor que resplandecen de manera especial en la santidad. Todos estamos llamados a ser santos y eso es lo que la Iglesia quiere producir en nosotros. Cuando resplandece la santidad de uno de sus miembros está resplandeciendo entonces la fecundidad de la Iglesia.
Pero esa santidad que contemplamos en los santos se convierte para todos en un ejemplo, un aliciente, un estímulo en ese camino de vida que hemos de vivir. La presencia de los santos a nuestro lado se convierte para nosotros en un aliento en medio de nuestras luchas, en medio de la carrera que hemos de hacer hacia esa meta de la santidad. Contemplar a uno como nosotros que ha llegado a esa corona de gloria nos estimula, nos alienta para que no desfallezcamos, para que nos mantengamos firmes en esa fe y en ese amor que nos conducen a la santidad.
A los que aman se les abren las puertas para Dios
A los que aman se les abren las puertas para Dios
1Jn. 4, 7,-16
Sal. 33
Jn. 11, 19-27
A los que aman se les abren las puertas para Dios. Esto nos viene a decir la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado y quisiera dejar como mensaje resumen en esta fiesta de santa Marta que hoy estamos celebrando.
El amor nos abre las puertas a Dios. Cuando amamos y amamos de verdad entramos en la onda de la sintonía de Dios. Es la mejor manera. Queremos conocer a Dios, queremos entrar en su sintonía, e igual que nos pasa cuando queremos sintonizar una emisora sea de radio o televisión, que hemos de buscar la onda exacta donde nos trasmite la señal, así cuando queremos llegar a Dios, o cuando queremos que Dios llegue a nuestra vida, entremos en la onda del amor. Entrando en esa onda de amor, llegaremos a Dios y llegaremos a conocer lo que es el amor verdadero, el más puro y el que nos dará mayor plenitud en nuestra vida.
Ya nos lo decía san Juan en este hermoso texto de su primera carta que se nos ha proclamado. ‘Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor’. Por eso más adelante nos seguía diciendo el apóstol. ‘Si nosotros nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su perfección’. Por eso decía que desde el amor sintonizamos con Dios, se nos abren las puertas de nuestra vida a Dios. ‘Si nos amamos... Dios permanece en nosotros...’, podremos conocer a Dios, podremos llenarnos de Dios.
Podremos sintonizar con Dios porque Dios es amor. Podremos llegar a descubrir el amor más grande y más perfecto, porque entonces descubriremos todo lo que es el amor que Dios nos tiene. Porque aunque nos parezca que somos nosotros los que hemos empezado a amar, es Dios el que nos ha amado primero. Porque como nos dice el apóstol ‘el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y nos envió a su hijo para librarnos de nuestros pecados’. Un amor generoso, sin límites, un amor altruista, un amor fiel del Señor aunque nosotros no le correspondamos.
Y entonces amaremos con amor como el suyo. Un amor primero, un amor sin límites, y un amor sin esperar recompensa. Eso lo podremos descubrir y podremos luego vivirlo desde El y con El, cuando nos sentimos amados así por El. Esa es una característica del amor cristiano. Que amamos siempre aunque no seamos amados ni recompensados por aquellos a los que amamos, porque amamos generosamente. Amamos sin poner límites a nuestro amor, con amor generoso y universal.
Me estoy haciendo esta reflexión en esta fiesta de santa Marta que estamos celebrando porque este texto de la primera carta de san Juan que estamos comentando es el que nos ofrece la liturgia como primera lectura en nuestra celebración. Y es que además podemos verlo reflejado perfectamente en la vida de santa Marta, en esa virtud de la hospitalidad que resalta sobre todo en lo que el evangelio nos reseña de su vida.
Miramos hoy a santa Marta, la mujer de las puertas abiertas, la mujer que resplandece por su hospitalidad, la mujer que resplandeció por su amor. Es lo que nos cuenta el evangelio de ella. Una mujer de su tiempo dedicada por entero a las tareas del hogar, pero una mujer de un corazón grande para acoger y amar con la mejor de las hospitalidades. Por eso sus puertas estaban abiertas para Dios.
Con qué gusto, podríamos decir, llegaba Jesús a aquel hogar de Betania donde tan maravillosamente se sentía acogido. Betania era y sigue significando un remanso de paz y de amor. En el camino que conducía a Jerusalén, se convertiría en lugar de parada obligatoria, porque allí estaban siempre aquellos hermanos, Lázaro, Marta y María, con las puertas abiertas; allí estaban aquellos corazones generosos y llenos de amor para acoger. Iba y venía seguramente Jesús y sus discípulos de Jerusalén a Betania y de Betania a Jerusalén en sus estancias en la ciudad santa. En algun momento determinado nos lo da a entender el evangelio. Y desde el camino de Betania bajaba Jesús por el monte de los Olivos cuando su entrada en Jerusalén, camino de la Pascua, de su Pascua definitiva y eterna.
Desde su amor Marta conoció a Jesús y creció su fe en El. Marta suplica confiada a Jesús cuando Lázaro está enfermo: ‘el que amas está enfermo’, le manda a decir. Como sigue confiando en Jesús aunque su hermano hubiera muerto, ‘porque sé que todo lo que le pidas a Dios te lo concederá’. Y Marta terminará haciendo una hermosa profesión de fe, tras el anuncio de resurrección y de vida para quienes creen en Jesús. ‘¿Crees esto?’, le preguntaba Jesús, y ella respondía: ‘Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir’.
El Señor nos ofrece el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino, como cantamos en uno de los prefacios de los santos. Aquí tenemos hoy el ejemplo de santa Marta, ejemplo de fe y ejemplo de amor. Queremos copiar su fe, para reconocer a Jesús, el Mesías de Dios, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo, pero para reconocer a Jesús también nuestros hermanos porque todo lo que le hagamos a uno de estos pequeños a mí me lo hicisteis, que nos enseñaría Jesús. y queremos imitarla también en su amor generoso y hospitalario.
Que Santa Marta nos alcance del Señor ese don del amor, para que así siempre le abramos las puertas para Dios.
lunes, 28 de julio de 2008
Abriré mi boca diciendo parábolas
Abriré mi boca diciendo parábolas
Jer. 13, 1-11
(Salmo)Deut. 32, 18-21
Mt. 13, 31-35
‘Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo’. Lo había anunciado el profeta y san Mateo nos lo recuerda en el capítulo 13 de su evangelio cuando no trae las principales parábolas de Jesús. Estas semanas podemos decir que en la liturgia han sido las de las parábolas. Los domingos anteriores nos has ofrecido las parábolas de este capítulo 13, y en medio de semana en la lectura continuada ha sido lo mismo en los últimos días de la pasada semana y lo serán en varios días de ésta.
Pero en el profeta Jeremías que escuchamos en estos días, las parábolas se llenan de la plasticidad de los gestos. Es habitual en el profeta el realizar signos y gestos para trasmitirnos el mensaje del Señor. El Señor le pide que se compre un bello cinturón de lino, pero que tenga cuidado no se moje para que no se estropee. Sin embargo luego le pedirá que lo entierre entre piedras en la orilla del río. Cuando días más tarde lo vaya a buscar, siempre por indicación del Señor, se encontrará que el bello cinturón de lino está estropeado y no sirve para nada.
‘Entonces me vino la palabra del Señor’, dirá el profeta. Y se explica. Ese bello cinturón significa el amor y la predilección que el Señor siempre ha manifestado por su pueblo. Pero el pueblo le ha dado la espalda, le ha rechazado, y así le va. Es lo que expresa el cinturón escondido entre las hendiduras de las piedras y luego estropeado. El momento de la profecía de Jeremías es un momento histórico muy duro para el pueblo de Judá y Jerusalén. La corrupción se ha adueñado del pueblo que le ha hecho decaer en todos los sentidos y se verán llevados cautivos lejos de su tierra a Mesopotamia. Es la ruina, el cinturón estropeado, del pueblo en la cautividad. Es una llamada y una invitación a la conversión.
Otro es el mensaje que no quieren trasmitir las parábolas del evangelio, la de la mostaza y la de la levadura. Esa semilla pequeña de la mostaza que al plantarla se convierte en un arbusto más grande que todas las hortalizas hasta llegar a anidar los pájaros entre sus ramas, está señalándonos lo que es la Iglesia: pequeña en sus orígenes pero llamada a crecer y a extenderse por toda la universalidad de la tierra, de manera que en ella quepan todos los hombres de toda condición.
Pero otro puede ser también el mensaje que nos llene de esperanza. Una semilla pequeña e insignificante que puede hacer brotar una planta grande. O un puñado pequeño de levadura que puede hacer fermentar la masa grande. Es el valor de nuestras cosas pequeñas. Nos pueden parecer insignificantes y que nada podemos hacer con ellas frente a lo inmenso de nuestro mundo y del mal que lo invade. Pero somos personas de esperanza y que nos fiamos de la palabra del Señor.
La fuerza del manifestado en esas nuestras pequeñas obras, en ese nuestro pequeño grano de arena, contribuyen de verdad a mejorar nuestro mundo. Es por lo que no podemos cruzarnos de brazos ni pensar que nada valen nuestras pequeñas obras. Todo tiene su valor. Con nuestras pequeñas obras damos gloria al Señor, que es lo primero e importante, pero con nuestras pequeñas obras estamos incendiando nuestro mundo de amor. Y una pequeña chispa puede producir un fuego muy grande. Es la esperanza que nos anima. Es la esperanza que nos hace luchar con constancia. Podemos transformar nuestro mundo. Tenemos que transformar nuestro mundo. Tenemos que ser levadura en la masa. Hemos de ser luz que ilumine y sal que dé sabor. Es nuestra tarea y nuestro compromiso que podemos y tenemos que manifestar sin desánimo. No nos puede faltar la esperanza.
Jer. 13, 1-11
(Salmo)Deut. 32, 18-21
Mt. 13, 31-35
‘Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo’. Lo había anunciado el profeta y san Mateo nos lo recuerda en el capítulo 13 de su evangelio cuando no trae las principales parábolas de Jesús. Estas semanas podemos decir que en la liturgia han sido las de las parábolas. Los domingos anteriores nos has ofrecido las parábolas de este capítulo 13, y en medio de semana en la lectura continuada ha sido lo mismo en los últimos días de la pasada semana y lo serán en varios días de ésta.
Pero en el profeta Jeremías que escuchamos en estos días, las parábolas se llenan de la plasticidad de los gestos. Es habitual en el profeta el realizar signos y gestos para trasmitirnos el mensaje del Señor. El Señor le pide que se compre un bello cinturón de lino, pero que tenga cuidado no se moje para que no se estropee. Sin embargo luego le pedirá que lo entierre entre piedras en la orilla del río. Cuando días más tarde lo vaya a buscar, siempre por indicación del Señor, se encontrará que el bello cinturón de lino está estropeado y no sirve para nada.
‘Entonces me vino la palabra del Señor’, dirá el profeta. Y se explica. Ese bello cinturón significa el amor y la predilección que el Señor siempre ha manifestado por su pueblo. Pero el pueblo le ha dado la espalda, le ha rechazado, y así le va. Es lo que expresa el cinturón escondido entre las hendiduras de las piedras y luego estropeado. El momento de la profecía de Jeremías es un momento histórico muy duro para el pueblo de Judá y Jerusalén. La corrupción se ha adueñado del pueblo que le ha hecho decaer en todos los sentidos y se verán llevados cautivos lejos de su tierra a Mesopotamia. Es la ruina, el cinturón estropeado, del pueblo en la cautividad. Es una llamada y una invitación a la conversión.
Otro es el mensaje que no quieren trasmitir las parábolas del evangelio, la de la mostaza y la de la levadura. Esa semilla pequeña de la mostaza que al plantarla se convierte en un arbusto más grande que todas las hortalizas hasta llegar a anidar los pájaros entre sus ramas, está señalándonos lo que es la Iglesia: pequeña en sus orígenes pero llamada a crecer y a extenderse por toda la universalidad de la tierra, de manera que en ella quepan todos los hombres de toda condición.
Pero otro puede ser también el mensaje que nos llene de esperanza. Una semilla pequeña e insignificante que puede hacer brotar una planta grande. O un puñado pequeño de levadura que puede hacer fermentar la masa grande. Es el valor de nuestras cosas pequeñas. Nos pueden parecer insignificantes y que nada podemos hacer con ellas frente a lo inmenso de nuestro mundo y del mal que lo invade. Pero somos personas de esperanza y que nos fiamos de la palabra del Señor.
La fuerza del manifestado en esas nuestras pequeñas obras, en ese nuestro pequeño grano de arena, contribuyen de verdad a mejorar nuestro mundo. Es por lo que no podemos cruzarnos de brazos ni pensar que nada valen nuestras pequeñas obras. Todo tiene su valor. Con nuestras pequeñas obras damos gloria al Señor, que es lo primero e importante, pero con nuestras pequeñas obras estamos incendiando nuestro mundo de amor. Y una pequeña chispa puede producir un fuego muy grande. Es la esperanza que nos anima. Es la esperanza que nos hace luchar con constancia. Podemos transformar nuestro mundo. Tenemos que transformar nuestro mundo. Tenemos que ser levadura en la masa. Hemos de ser luz que ilumine y sal que dé sabor. Es nuestra tarea y nuestro compromiso que podemos y tenemos que manifestar sin desánimo. No nos puede faltar la esperanza.
domingo, 27 de julio de 2008
El tesoro escondido y la perla preciosa de la fe
1Reyes, 3, 5. 7-12
Sal. 118
Rm. 8, 28-30
Mt. 13, 44-52
Qué afanosos nos ponemos cuando se trata de cosas que nos interesan o nos importan mucho, ya sean nuestras ganancias materiales o económicas, la adquisición de aquello que nos gusta o interesa mucho, o el orgullito de nuestras apariencias, honores, grandezas humanas o reconocimientos que podamos recibir de los demás. Por eso aquella sentencia que dice que donde está tu tesoro allí está tu corazón ha de hacernos pensar cuáles son en verdad los tesoros de nuestra vida; qué es lo que verdad me importa; cuáles son mis principales preocupaciones y en qué pongo de verdad mi felicidad.
Hoy Jesús nos propone diversas parábolas – hemos venido escuchando varias parábolas en estos domingos anteriores y ya veíamos por qué Jesús nos habla del Reino de Dios en parábolas -, parábolas las de hoy que nos tendrían que hacer pensar en lo que antes hemos dicho: cuáles son los verdaderos tesoros de mi vida.
‘El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo... se parece también a un comerciante en perlas finas que encuentra una de gran valor...’ En ambos casos el que lo encuentra, ya sea el tesoro o la perla de gran valor, ‘se va a vender todo lo que tiene y lo compra...’
¿Habremos nosotros encontrado ese tesoro escondido, esa perla preciosa? ¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿A qué se refiere Jesús? Nos está diciendo: El Reino de los cielos... el Reino de Dios... el tesoro escondido y encontrado, la perla preciosa... ¿Cómo consideramos nosotros de importante la fe en nuestra vida? Ya decíamos al principio que en nuestros intereses humanos hay muchas cosas que nosotros consideramos tan importantes que las colocamos en los primeros lugares de nuestra vida, por las que somos capaces de sacrificarlo todo. Y la fe, ¿qué lugar ocupa?
Pero hermoso es el testimonio que nos ofrece la primera lectura de Salomón. ‘Pídeme lo que quieras’, le dice el Señor. No pide ni riquezas ni grandezas humanas, no pide la vida de sus enemigos, sino ‘discernimiento para escuchar y gobernar’. Y Dios le da una sabiduría grande, ‘te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después’.
Todos de una forma u otra tenemos una escala de valores en la vida: lo que es importante, lo que es prioritario y lo que ocupa un segundo lugar. Por eso tendríamos que preguntarnos ¿en qué lugar colocamos nuestra fe, la religión, los valores del Evangelio, el Reino de Dios del que nos habla Jesús? ¿Es en verdad nuestra fe, el evangelio lo que fundamenta nuestra vida, lo que le da sentido y como el motor y la razón de ser de todo lo que hacemos?
Algunas veces da la impresión que para muchos creyentes, a pesar de no haber abandonado la fe porque queda en el fondo de sus vidas unas actitudes religiosas, sin embargo la fe en Jesús y en su evangelio no es lo prioritario de su vida, se considera algo así como una devoción de la que me ocuparé cuando tenga tiempo o algo así como un entretenimiento. Todos hemos escuchado aquello de que primero está la obligación que la devoción para indicar que eso de los actos que tienen que ver con la fe o la religión son cosas secundarias y a las que me voy a dedicar cuando haya cumplido ya todas las demás obligaciones.
Sin embargo Jesús nos está diciendo hoy con sus parábolas que el Reino de los cielos se parece al tesoro escondido o la perla preciosa que hemos encontrado por la cual hemos de ser capaces de dejarlo todo para conseguirla. Nuestra fe en Jesús es algo mucho más hondo y esencial en la vida que una devoción. Y es que con Jesús no podemos andar con medias tintas ni con mediocridades. Jesús y su evangelio es la luz y el sentido de mi vida, la razón de ser de mi existencia, lo que me va a dar la mayor plenitud y felicidad a mi vida. Aquel por el que, cuando lo encontramos, hemos de ser capaces de dejarlo o darlo todo en nuestra vida.
Porque nuestra vida, nuestro trabajo, nuestra familia, nuestras responsabilidades, el sentido de la sociedad en la que vivimos, nuestra felicidad y también nuestros momentos de dolor o de sufrimiento, en nuestra fe en Cristo adquieren un nuevo sentido y valor. Con Cristo tenemos una forma nueva de poderlos vivir con toda intensidad. Descubrir todo eso, encontrar esa luz para nuestra vida es encontrar ese tesoro escondido por el que hemos de darlo todo.
No terminamos los cristianos de descubrir la alegría de la fe. Sí, vivir nuestra fe en Jesús con alegría, con gozo hondo, con felicidad plena. Y una alegría tan grande que contagie a los demás. Nuestra fe y todos los valores que en el Evangelio encontramos nos hace sentirnos seguros y entusiastas para mostrar ese gozo a los demás, para contagiarlos de aquello que nosotros hondamente vivimos. Pareciera algunas veces que estuviéramos como escondiéndonos, con miedo a manifestar lo que creemos y lo que es el sentido de nuestra vida. Y eso no cabe nunca en un cristiano.
Sintámonos orgullosos – valga la palabra – de nuestra fe y que por Jesús seamos capaces de darlo todo, porque El es el único sentido y valor de mi vida. Es nuestra Sabiduría y nuestra Salvación.
Sal. 118
Rm. 8, 28-30
Mt. 13, 44-52
Qué afanosos nos ponemos cuando se trata de cosas que nos interesan o nos importan mucho, ya sean nuestras ganancias materiales o económicas, la adquisición de aquello que nos gusta o interesa mucho, o el orgullito de nuestras apariencias, honores, grandezas humanas o reconocimientos que podamos recibir de los demás. Por eso aquella sentencia que dice que donde está tu tesoro allí está tu corazón ha de hacernos pensar cuáles son en verdad los tesoros de nuestra vida; qué es lo que verdad me importa; cuáles son mis principales preocupaciones y en qué pongo de verdad mi felicidad.
Hoy Jesús nos propone diversas parábolas – hemos venido escuchando varias parábolas en estos domingos anteriores y ya veíamos por qué Jesús nos habla del Reino de Dios en parábolas -, parábolas las de hoy que nos tendrían que hacer pensar en lo que antes hemos dicho: cuáles son los verdaderos tesoros de mi vida.
‘El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo... se parece también a un comerciante en perlas finas que encuentra una de gran valor...’ En ambos casos el que lo encuentra, ya sea el tesoro o la perla de gran valor, ‘se va a vender todo lo que tiene y lo compra...’
¿Habremos nosotros encontrado ese tesoro escondido, esa perla preciosa? ¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿A qué se refiere Jesús? Nos está diciendo: El Reino de los cielos... el Reino de Dios... el tesoro escondido y encontrado, la perla preciosa... ¿Cómo consideramos nosotros de importante la fe en nuestra vida? Ya decíamos al principio que en nuestros intereses humanos hay muchas cosas que nosotros consideramos tan importantes que las colocamos en los primeros lugares de nuestra vida, por las que somos capaces de sacrificarlo todo. Y la fe, ¿qué lugar ocupa?
Pero hermoso es el testimonio que nos ofrece la primera lectura de Salomón. ‘Pídeme lo que quieras’, le dice el Señor. No pide ni riquezas ni grandezas humanas, no pide la vida de sus enemigos, sino ‘discernimiento para escuchar y gobernar’. Y Dios le da una sabiduría grande, ‘te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después’.
Todos de una forma u otra tenemos una escala de valores en la vida: lo que es importante, lo que es prioritario y lo que ocupa un segundo lugar. Por eso tendríamos que preguntarnos ¿en qué lugar colocamos nuestra fe, la religión, los valores del Evangelio, el Reino de Dios del que nos habla Jesús? ¿Es en verdad nuestra fe, el evangelio lo que fundamenta nuestra vida, lo que le da sentido y como el motor y la razón de ser de todo lo que hacemos?
Algunas veces da la impresión que para muchos creyentes, a pesar de no haber abandonado la fe porque queda en el fondo de sus vidas unas actitudes religiosas, sin embargo la fe en Jesús y en su evangelio no es lo prioritario de su vida, se considera algo así como una devoción de la que me ocuparé cuando tenga tiempo o algo así como un entretenimiento. Todos hemos escuchado aquello de que primero está la obligación que la devoción para indicar que eso de los actos que tienen que ver con la fe o la religión son cosas secundarias y a las que me voy a dedicar cuando haya cumplido ya todas las demás obligaciones.
Sin embargo Jesús nos está diciendo hoy con sus parábolas que el Reino de los cielos se parece al tesoro escondido o la perla preciosa que hemos encontrado por la cual hemos de ser capaces de dejarlo todo para conseguirla. Nuestra fe en Jesús es algo mucho más hondo y esencial en la vida que una devoción. Y es que con Jesús no podemos andar con medias tintas ni con mediocridades. Jesús y su evangelio es la luz y el sentido de mi vida, la razón de ser de mi existencia, lo que me va a dar la mayor plenitud y felicidad a mi vida. Aquel por el que, cuando lo encontramos, hemos de ser capaces de dejarlo o darlo todo en nuestra vida.
Porque nuestra vida, nuestro trabajo, nuestra familia, nuestras responsabilidades, el sentido de la sociedad en la que vivimos, nuestra felicidad y también nuestros momentos de dolor o de sufrimiento, en nuestra fe en Cristo adquieren un nuevo sentido y valor. Con Cristo tenemos una forma nueva de poderlos vivir con toda intensidad. Descubrir todo eso, encontrar esa luz para nuestra vida es encontrar ese tesoro escondido por el que hemos de darlo todo.
No terminamos los cristianos de descubrir la alegría de la fe. Sí, vivir nuestra fe en Jesús con alegría, con gozo hondo, con felicidad plena. Y una alegría tan grande que contagie a los demás. Nuestra fe y todos los valores que en el Evangelio encontramos nos hace sentirnos seguros y entusiastas para mostrar ese gozo a los demás, para contagiarlos de aquello que nosotros hondamente vivimos. Pareciera algunas veces que estuviéramos como escondiéndonos, con miedo a manifestar lo que creemos y lo que es el sentido de nuestra vida. Y eso no cabe nunca en un cristiano.
Sintámonos orgullosos – valga la palabra – de nuestra fe y que por Jesús seamos capaces de darlo todo, porque El es el único sentido y valor de mi vida. Es nuestra Sabiduría y nuestra Salvación.