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miércoles, 27 de julio de 2011

El rostro resplandeciente de Moisés manifiesta la gloria del Señor


Ex. 34, 29-35;

Sal. 98;

Mt. 13, 44-46

Se suele decir que la cara es el reflejo del alma; lo que sí tenemos la experiencia todos es que cuando a alguien le ha sucedido algo agradable, ya recibido una buena noticia, o algo así, no lo puede ocultar y refleja en su rostro lo que le ha sucedido; se manifiesta radiante, sonriente, le brillan los ojos como suele decirse; y lo mismo lo contrario, cualquier contratiempo o mala nueva que se reciba nos hace estar con un gesto adusto y serio que denota enseguida lo que nos está sucediendo por dentro. Qué gusto da encontrarse con rostros sonrientes, con miradas brillantes, con expresiones agradables que nos hacen sentirnos más y mejor acogidos en nuestro encuentro.

El texto del Exodo nos habla de ese rostro radiante y resplandeciente de Moisés cuando bajaba del Sinaí después de su encuentro y diálogo con Dios. ‘Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor’. Y como nos dice a continuación los israelitas no se atrevían a acercarse a Moisés.

En el rostro de Moisés resplandecía la gloria de Dios. No era para menos. Podemos darnos o buscar explicaciones humanas de cómo sería ese resplandor, pero lo importante es lo que se nos quiere expresar con este hecho. Moisés era un hombre de Dios, al que se le manifestaba el Señor. Ya desde el Horeb en medio de la zarza ardiente Dios lo había llamado y enviado para que liberase a su pueblo de Egipto. Ahora con la fuerza y el poder de Señor había de conducirlo hasta la tierra prometida. Allí al pie del Sinaí se iba a realizar la Alianza y Dios les dio su ley. ‘Bajó del monte con la dos tablas de la ley’, que nos dice el texto sagrado.

¿Cómo no iba a resplandecer el rostro de Moisés después de estar en la presencia de Dios? Iba lleno de Dios; iba con la fuerza del espíritu divino y eso tenía que reflejarse. En ello el pueblo de Dios ve la cercanía de Dios, la presencia de Dios que ha escogido a Moisés para esa misión de conducir al pueblo peregrino hacia la tierra prometida.

Al reflexionar sobre esto me hace recordar al Tabor. Lo vamos a recordar y celebrar también dentro de pocos días. Allí se manifestó la gloria de Dios en Jesús que era verdaderamente el Hijo de Dios. Su rostro resplandecía como el sol, sus vestiduras eran de un blanco deslumbrador; la voz del Padre desde el cielo lo señalaba como su Hijo amado a quien hemos de escuchar. Resplandecía Jesús, verdadero Hijo de Dios al mismo tiempo que verdadero hombre, mostrando y manifestando la gloria de su Divinidad.

Pero esto nos puede llevar a varias reflexiones en torno a nuestra vida. Desde nuestro bautismo Dios ha querido habitar en nuestro corazón, convirtiéndonos en verdadera morada de Dios y templos del Espíritu. La gracia divina nos ha divinizado, valga la expresión, cuando nos ha hecho hijos de Dios.

En una ocasión oí contar cómo alguien – no recuerdo el nombre y alguien de una fe grande tenía que ser – se ponía de rodillas delante de su niño recién nacido y recién bautizado,decía él, para adorar la Santísima Trinidad de Dios que moraba en el alma de aquella criatura. Creía en la presencia de Dios en nuestra alma por la gracia, y cómo no iba a estarlo en aquella criatura recien bautizada que aun no había sido manchada por ningun pecado personal. Es algo hermoso. Así tiene que resplandecer nuestra alma con la presencia de Dios en nosotros limpios de pecado.

Y el otro pensamiento que os ofrezco desde esta reflexión es cómo nosotros tendríamos que salir con nuestro rostro resplandeciente después de estar en oración con Dios. Estamos en su presencia y nos llenamos de Dios. Con rostro brillante y resplandeciente tendríamos que terminar nuestra oración. ¿No ha sido un gozo y una dicha el poder estar unidos a Dios en la oración? Lo mismo tendríamos que decir después de celebar los sacramentos, ya sea el Sacramento de la Penitencia donde restauramos la gracia perdida por el pecado al recibir el perdón, o ya fuera después de celebrar la Eucaristía y haber comulgado el Cuerpo de Cristo. Eso tendria que reflejarse de verdad en nuestra vida.

Que nuestra vida resplandezca siempre porque estamos llenos de la gracia de Dios.

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